A pesar de la caída de internet, el tiempo no se
detuvo por completo y la clase terminó con puntualidad. Bajé a la cafetería
junto a mis compañeros de fila, que solían jugar a las cartas en los descansos.
Yo permanecí sentado entre ellos comiéndome una bolsa de patatas, ajeno a sus
bromas y a su diversión. Por mucho que insistieran en que aprendiese las reglas
de los diferentes juegos, yo no podía soportar la perspectiva de depender de la
suerte, ni siquiera en un aspecto tan trivial.
Me distraje observando a un grupo de chicas
pertenecientes a otro curso. Una de ellas era mucho más guapa que las otras.
Nos habíamos cruzado varias veces en los pasillos de la facultad. Su rostro era
siempre serio, como si estuviera obligada a mostrarse así ante los chicos cuya
simple contacto visual le resultaba molesto. Por desgracia, se dio cuenta de
que mis ojos reparaban en los suyos con una frecuencia que no podía ser aleatoria
en un lugar tan atiborrado de ruido y de gente. Esquivó cuerpos, mesas y sillas
para dirigirme una mirada intensa, lacerante. La sombra de alguien que iba
hacia la barra interrumpió el duelo o, mejor dicho, la rendición incondicional.
Un segundo después, la joven reía con sus compañeras. Entonces recordé que
tenía novia y que no debía preocuparme por esas tonterías. Cogí el móvil por
instinto para enviarle un WhatsApp, pero enseguida devolví mi teléfono
inteligente a las profundidades del bolsillo.
Puesto que internet no regresaba, la perspectiva de
aguantar otras dos horas de clase se nos antojó insufrible y decidimos salir a
tomar algo. Numerosos estudiantes estaban tumbados en el césped del campus.
Pronto se congregó un grupo amplio en torno a la fuente de piedra, situada en
el centro bajo la sombra de un roble. El tiempo empezaba a mostrarse primaveral.
Sin embargo, la mayoría de rostros estaban de espaldas al sol. Las pantallas de
los móviles emitían destellos fugaces y las palabras confusas iban de aquí para
allá. Una sola pregunta se repetía mil veces con ligeras variantes, y las
mismas respuestas vacías se daban una y otra vez.
En pocos minutos se desencadenó una desbandada
general. Decenas de personas abandonaron la facultad, atravesaron el césped y
traspasaron el arco de medio punto que delimitaba el campus. Mis cuatro amigos
y yo conseguimos deslizarnos en el bar más cercano con zona Wi-Fi antes que la
mayoría, de modo que pudimos sentarnos al fondo de la estancia. Sin embargo,
enseguida comprobamos que allí tampoco había conexión.
Nos tomamos los refrescos sin demasiado entusiasmo.
Los otros no tardaron en sacar una baraja para reanudar sus partidas. Esa clase
de juegos suponían la solución perfecta para paliar el aburrimiento y disimular
la ausencia de temas de conversación. Mientras ellos se entretenían yo
acostumbraba a sacar el móvil y navegaba con frenesí o escribía algunos
mensajes. El tacto de la pantalla era una caricia para mis dedos. Además había
adquirido verdadera destreza con el teclado, tal vez comparable a la de un
maestro pianista. Mi teléfono era el pasaporte para un sinfín de ocupaciones,
no siempre divertidas pero igualmente necesarias.
Creo que aquel día fue el primero en que deseé
conocer las reglas de los juegos. Mis amigos parecían ajenos a cualquier
preocupación durante su intercambio de cartas. De vez en cuando estallaban
sonoras risas y bromas que me eran ajenas por completo. Tenía la impresión de
que, si en aquel momento el techo del local hubiera comenzado a resquebrajarse,
no se habrían percatado hasta que los primeros trozos les golpearan en la
cabeza.
Solíamos acudir a ese bar para discutir acerca de
trabajos o para esparcirnos después de las clases. Por primera vez me fijé en
los adornos de las paredes: fotografías en blanco y negro de plazas y
monumentos de la ciudad, recortes de periódicos de fechas por algún motivo
históricas, cuadros con los rostros estirados de antiguos gobernadores. También
reparé en las caras del resto de la gente. Varias me resultaban desconocidamente
familiares. Era probable que hubiésemos coincidido en decenas de ocasiones en
aquel mismo sitio, sin que ni ellos ni yo despegáramos la boca siquiera para
lanzar un saludo. Pero ya era demasiado tarde para hacer amigos. En unos meses
se me habría terminado esta etapa de la vida a la que llaman universitaria, pero
que por lo visto consiste más bien en salir de fiesta sin nada que celebrar y
en emborracharse hasta perder la conciencia de uno mismo (lo que incrementa en
gran medida las posibilidades de mantener un encuentro sexual). No creía que
fuese a echar de menos ni las clases ni a los profesores, ni quizá tampoco a
los que todavía eran mis compañeros y que se dedicaban a jugar a las cartas
como si en sus símbolos y números se hallara todo el sentido de la
existencia.
Por lo que a mí respecta, estaba ya bastante
convencido de que la vida carece de un sentido profundo, pero también de que
ese no es motivo para dejar de vivir. En poco tiempo sería mi propio jefe e
iniciaría una aventura empresarial. Quizá la abrumadora seguridad que tenía
acerca de mi éxito la volvía menos excitante, pero en cualquier caso mi deseo
de finalizar la carrera era categórico. No podía imaginar por qué tantas
personas aseguraban que los años universitarios habían sido los mejores de su
vida. Para mí reptaban como el cauce de un río seco, sin otro propósito que la
expedición de un documento cuya única importancia consistía en autorizarme a
ser libre y ambicioso.
Genial...un chico de estos dias..que sin internet vaga perdido...( cuyo...no cuya..error de ortografia..del teclado al escribir). Hacia adelante.
ResponderEliminarSí, la idea es que poco a poco vaya encontrando otros mundos menos virtuales que iluminen su vida. Pero aviso que le va a costar, que si no esto no tiene emoción jeje.
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