Un día como hoy, hace diez años, avanzaba en la estación del metro sin otra expectativa que una jornada rutinaria de trabajo. No me fijaba en la gente. Estaba pensando en los balances de contabilidad que debía cuadrar aquella mañana. Sin embargo, noté que el número de personas que se dirigían al metro era superior al habitual. Se hacía difícil abrirse paso entre cuerpos desconocidos. Como es costumbre en la región, cuando alguien te tocaba o pasaba rozando junto a ti lanzaba al aire un “disculpa”. Esto ocurrió varias veces en pocos minutos. Un hombre gordo chocó de frente conmigo y estuvo a punto de tirarme al suelo. Dijo “disculpa” en un tono indiferente y siguió su camino, mientras yo a duras penas me mantenía en pie.
Recogí
mi maleta e intenté orientarme. El golpe había provocado que mi noción del
tiempo se volviera más imprecisa. Tuve la impresión de que me costaba mucho llegar,
como si la estación se hubiese agrandado de repente y no se terminara nunca de alcanzar
el destino. Confuso, me detuve a observar un plano: los colores, las líneas…
todo se hallaba en orden. Solo debía andar unos veinte metros, bajar las
escaleras y el vagón aparecería delante de mis ojos.
Entonces
me fijé por primera vez en un rostro anónimo. Al decir que me fijé no me
refiero a que observara un momento sus facciones. Me detuve en un escorzo antinatural;
mi cuello estaba girado, la mano derecha todavía señalaba el plano y la
izquierda dejó caer la maleta. La cara de mujer que contemplé a escasos metros
de mí era de una belleza tan perfecta que pensé que me habría gustado igual de
pertenecer a un hombre o a un cisne. No sabría precisar si vi primero sus ojos glaucos
o su tez morena, ni cuál de sus atributos me fascinó con mayor poder. Tampoco
me esforzaré en describirlos, en parte porque lo considero inútil, pero sobre
todo porque no los recuerdo bien.
Aquel
rostro no se alejaba con prisa igual que los demás, sino que estaba vuelto hacia
mí de un modo tan directo que no ofrecía dudas. Incluso me atrevería a afirmar
que me dedicaba una suave sonrisa. Ahora sé que sus ojos me escrutaban, pero entonces
me pareció tan increíble que supuse que estaría mirando a alguien situado a mi
espalda – acaso un joven atlético y de garbosa presencia –.
Me
giré tembloroso con la esperanza de equivocarme. No había otro hombre ni mujer
en la dirección de su mirada, o mejor dicho había tantos que era imposible que
se fijara en ninguno. Mi cuello bailó otra vez buscando recuperar la conexión
entre nosotros. Mas por muy veloces que fueran mis movimientos, supe que era
inútil. La multitud ya la había arrastrado lejos de mi alcance.