¿Por qué hay países ricos y pobres? La respuesta a esta cuestión ha sido perseguida, evitada e ignorada muchas veces a lo largo de la Historia. Existen teorías encontradas que, de parecida forma a como los médicos se ocupan de las enfermedades, buscan hallar el diagnóstico correcto y el tratamiento que conduzca a la curación de las desigualdades. Sin embargo, ninguna de las medicinas suministradas por los gobernantes han aliviado en exceso la situación de los países subdesarrollados. De hecho, las diferencias entre ricos y pobres tienden a aumentar en los tiempos modernos.
Este problema es de todo menos nuevo. Existen precedentes ya en 1637 con la crisis de los tulipanes, cuyo aumento de precio provocó una gran burbuja económica en Holanda. Nuestro país se encuentra en un barrio rico del mundo como es Europa. Pese a ello, recientemente la crudeza de la crisis ha despertado conciencias cristalizadas en las manifestaciones del 15-M. Defienden una democracia real y acusan al capitalismo, imbuido de las tesis modernistas, de transformar al ser humano en una mercancía. Es el discurso que confunde el “yo soy” con el “yo tengo”.
No es objeto de este ensayo la reflexión acerca de los principios democráticos que sienten arrebatados los manifestantes. Me limitaré a apuntar que un sistema que defienda de un modo más activo la participación ciudadana impulsaría el nivel cultural de la población. Entiendo y comparto las quejas de aquellos que lamentan la escasa capacidad crítica de muchos ciudadanos. Pero no se trata tan solo de una cuestión común, sustentada en infinitas reformas educativas y nuevas asignaturas. Influye mucho la motivación por aprender y meditar sobre los grandes problemas (y sus posibles soluciones) que debilitan el “músculo social”, por utilizar la expresión de Iñaki Gabilondo. ¿Pero qué motivación puede hallar la gente si al final todas las decisiones las toman los políticos, en direcciones que con frecuencia ni siquiera habían apuntado en sus programas electorales?
Volviendo al asunto que articula el ensayo, en mi opinión la teoría de la modernización, que considera la pobreza como mera consecuencia de un atraso tecnológico, ha fracaso en gran medida y no puede sostenerse a largo plazo. Bien es cierto que se han producido notables avances en calidad de vida a lo largo del siglo XX, pero también existen pueblos para las cuales la “modernización” ha supuesto una trágica pérdida, al horadar sus raíces ancestrales y provocar la absorción de su cultura en un canon occidental que no necesariamente ha de ser universal. Estimo imposible la exportación de un “Estado del bienestar global” que ampare de forma razonablemente similar a Mauritania y a Estados Unidos, por ejemplo. De hecho, según el informe Worldwatch de 2004 harían falta los recursos de tres planetas como el nuestro si todos los países asumieran el modelo de consumo de las naciones más desarrolladas.
En este sentido, concuerdo con las tesis que defienden la condonación de las deudas a los países en vías de desarrollo. Al fin y al cabo, tienen parte de razón autores como Andre Gunder Frank al recordar que la explotación colonial ha facilitado a los países occidentales la posesión del poder económico y político. Se deben controlar los flujos financieros para impedir que el capitalismo, comandado por las multinacionales, se constituya en una especie de prolongación del imperialismo. En cualquier caso, es exagerado afirmar que las naciones ricas deben su posición en exclusiva al expolio de las pobres, pues ya partían con una ventaja tecnológica (bélica, al menos) que les permitió la conquista de nuevas riquezas en los países colonizados.
Los intentos de la cooperación internacional por atenuar las desigualdades en el mundo, sin que hayan fracasado por completo, no terminan de encauzarse correctamente. Para empezar, los gobiernos no tienen ninguna obligación de ayudar a los países necesitados. Lo hacen cuando quieren, en las condiciones que les placen y pensando siempre en obtener un beneficio. Hay organizaciones sociales que tratan de impulsar esta lucha. Pero, aunque su influencia crece, es insuficiente para competir con los gobiernos y sobre todo las empresas que, desde luego, no se guían por criterios altruistas sino por la persecución del beneficio económico.
Pensemos que en la sociedad española – y en muchas otras – existe un sistema tributario que establece una mayor carga impositiva a las rentas más altas. Algunos ideólogos soñadores han pensado que sería posible instalar algo así a escala internacional, con impuestos obligatorios para las naciones ricas destinados a corregir las enormes desigualdades del mundo. No obstante, hay una diferencia fundamental entre ambos planteamientos. A los ciudadanos se les obliga a pagar impuestos, ¿pero quién obliga a las potencias a sacrificar parte de su hegemonía política y económica en beneficio de los países no industrializados?
Mientras no exista una voluntad colectiva, firme, que no eluda la incómoda realidad de que el desarrollo sostenible es difícil de sostener, va a resultar muy difícil que las grandes empresas y los gobiernos más poderosos renuncien a su dinero y a su poder. El problema de las desigualdades no se soluciona con ayudas puntuales; no es una cuestión de caridad que se resuelve enviando despojos. Urge un compromiso real entre naciones y un hermanamiento entre pueblos que, por desgracia, no se vislumbra hoy día.