martes, 28 de abril de 2015

Presentaré mi novela "Desconexión" el 15 de mayo


Mi novela Desconexión ya tiene fecha de presentación oficial: será el viernes 15 de mayo en la Biblioteca Municipal de Calatayud (Calle Sancho y Gil, 19), a las 19:30 horas. ¡Estoy muy contento y un poco nervioso! Nunca llegué a presentar en sociedad mi libro de relatos Juicio a un escritor, por lo que será una experiencia nueva. De momento me toca buscar a alguien para que me acompañe el “Día D” y preparar un guión sobre lo que quiero contar acerca de la novela. ¡Se admiten consejos de expertos!
 
Algunos me preguntan si voy a organizar presentaciones en otras ciudades como Barcelona (donde resido actualmente) o Zaragoza. Aún no lo he decidido. Hay que considerar que la gran mayoría se realizan al amparo de una editorial. Los escritores que nos autopublicamos tenemos más dificultades para organizar este tipo de eventos; más aún en ciudades grandes donde cada día se presentan muchos libros. Por ello me he centrado sobre todo en promocionar la novela a través de Internet, utilizando foros, páginas web y redes sociales.
 
Me siento bastante satisfecho con las ventas que está cosechando el e-book (también con las tres reseñas recibidas en Amazon, de corte muy positivo). Pero resulta más complicado vender libros en papel a través de la Red. Muchos lectores prefieren comprarlos en librerías, donde es muy difícil colocar las obras de los autores independientes. Por este motivo he considerado conveniente organizar, al menos, una presentación en mi ciudad natal. Y también porque un libro, aunque se lea en soledad, es la excusa perfecta para reunirse y conversar, y su nacimiento siempre es motivo de celebración. ¡Más aún si le has dedicado una parte importante de tu tiempo y de tu ilusión!
 
Para los que vivís en Calatayud no hay excusa, voy a pasaros lista el día 15 :)  Para los que no, os recuerdo que la novela puede adquirirse en Amazon tanto en formato digital como en papel.

miércoles, 22 de abril de 2015

La lección de un viejo

 
Aparqué el coche en las cercanías del llamado Pueblo Español de Barcelona, museo al aire libre construido a propósito de la Exposición Internacional de 1929. Es una zona algo apartada, pero caminando quince minutos puedes llegar a Plaza España, adonde me dirigía aquella tarde. El cielo despejado parecía celebrar la venida de una nueva primavera. Yo estaba, sin embargo, de un humor regular, pensando en mis cosas o en la sombra de mis cosas, cuando ante mis ojos veo a un hombre con bastón que rondaría los 80 años, andando entre las hierbas al otro lado de una barandilla blanca de un metro de altura. ¿Cómo habría llegado hasta ahí? No tuve tiempo de averiguarlo, porque vi cómo se precipitaba por el terraplén situado a mi izquierda con tanta decisión que me hizo dudar si lo habría hecho adrede. No dio la impresión de resbalarse, sino de tirarse por un tobogán con la inocencia de un niño.  
Caminaba por aquí cuando ocurrió algo inesperado

De inmediato salté la barandilla y comprobé que había caído a una altura de ocho metros. Su cuerpo yacía entre matorrales y su cara parecía una isla de sangre en mitad de la bella visión de Barcelona que se vislumbraba a su espalda. Isla móvil, en cualquier caso, pues con ayuda del bastón, agarrándose a rocas y hierbas, empezó su ascenso por la escarpada pendiente.
¿Está usted bien?, le pregunté a gritos. No reaccionó, como si mi voz se desintegrara en el aire antes de alcanzar sus oídos.  Le dije que esperara, que iba a llamar a una ambulancia para que lo sacaran de ahí. No hizo ningún caso y prosiguió su intrépida escalada. Llamé al 112 y traté de explicar dónde me encontraba y lo que había presenciado. Me respondieron que acudían de inmediato y que le dijera al abuelo que se quedara quieto. Volví a repetírselo pero era lo mismo que hablar a las piedras.
 
Temía que se resbalara y que, cuando llegasen los servicios médicos, solo encontraran un cadáver. Lo subestimé claramente. Lento pero seguro, el anciano subía con la seguridad de un alpinista. Primero extendía el bastón sujeto con su mano derecha, lo fijaba a una roca o rama sólida, se impulsaba con él y proseguía la escalada. La sangre caía por su rostro arrugado y manchaba su jersey azul; pero no parecía nervioso, ni siquiera apurado por la situación, como si supiera que había superado escollos mucho más difíciles.
Ya solo lo separaban dos metros de mi posición. De nada sirvió vociferar que el ambulancia llegaría de un momento a otro (lo cual resultaba incierto, pues no conseguía explicarles mi posición ni a los servicios sanitarios ni a los Mossos d'Escuadra que también acudían a la convocatoria). O bien sufría sordera o estaba demasiado concentrado en lo suyo para prestarme oídos. Puesto que no podía hacer nada más que aguardar a los profesionales y rezar para que no se precipitara al vacío, me decidí con cierta aprensión a fotografiarle con el móvil. Si subo la imagen es solo porque no se le reconoce y para que veáis que no lo he soñado (mi credibilidad debe de andar por los suelos tras inventarme varias "noticias" que algunos incautos tomaron por verdaderas).
El viejo se encorajinó al ver próxima la cima de su particular ochomil. Los metros finales los escaló a mayor velocidad. En el último instante me acercó su bastón y me dijo “empuja, empuja”. Lo hice convencido de que mi ayuda era del todo innecesaria, pero también emocionado por el ejemplo de supervivencia que acababa de recibir (la tentativa de suicidio quedaba, creo, felizmente descartada).
 
Ya de pie junto a mí, ignoró mis preguntas acerca de su estado y solo se preocupó por recuperar cuanto antes su bastón. Se apoyó en él con ambas manos y lanzó un suspiro hacia el suelo. De pronto parecía muy triste, como si dudara si el esfuerzo había merecido la pena. Permaneció a mi lado sin mirarme, un tanto confuso. Las heridas quizá no revistieran gravedad, aunque sin duda había perdido mucha sangre y su vida había pendido de un hilo. Como para disculparse me dijo señalándose las orejas que no oía bien. La conmoción solo se manifestaba en sus ojos, extraviados en la nada, y en la sangre que encapuchaba su rostro.
 
No volvió a abrir la boca, quedándose inmóvil como un árbol. Oí una sirena, salí a la carretera y vi una ambulancia subiendo a toda prisa hacia el Pueblo Español. Les hice señas, se detuvieron con un frenazo y les indiqué la posición del abuelo. Los sanitarios no tuvieron más suerte que yo arrancándole palabras. Lo colocaron en una silla de ruedas,  entre cuatro lo levantaron por encima de la barandilla y lo introdujeron en la ambulancia. El hombre no colaboró ni opuso resistencia. Acaso mostraba con su actitud displicente cuán superflua le parecía tanta parafernalia cuando por sí mismo se las había apañado para salir del atolladero.
 
Antes de irse me preguntaron de manera rutinaria por lo sucedido. Les describí cómo se había caído sin más delante de mis ojos, aunque mi sensación (esto no lo dije) fue más bien que se dirigía a un punto indeterminado del aire sin ponderar los efectos de la ley de la gravedad. Los sanitarios se encogieron de hombros y me aseguraron que ya se encargaban. El anciano desapareció en la parte trasera del vehículo como si no hubiera existido nunca.

martes, 14 de abril de 2015

La muerte del padre y el diario de mi mente


 

Acabo de terminar mi lectura de "La muerte del padre", primera de las seis partes que componen la novela autobiográfica (si tal concepto tiene sentido) del escritor noruego Karl Ove Knausgård. Confieso que me ha aburrido en algunas fases en que el autor se recrea innecesariamente y de forma repetitiva en detalles de escaso interés. Sin embargo, otros fragmentos poseen notable altura literaria e intelectual. Todavía no he decidido si leeré la segunda parte,  "Un hombre enamorado", ni la tercera, cuya traducción llegará pronto a nuestro país. Creo que necesito un descanso de su prosa meticulosa. De todos modos, la novela me ha servido para reflexionar sobre el fenómeno de la autoficción, tendencia seguida en diferentes grados de intensidad por autores tan brillantes como Coetzee, Sebald o Vila-Matas.    

Los escritores recurren cada vez más a su experiencia como materia prima de sus artefactos literarios. Narrar tu vida es una buena manera de poner en orden tus recuerdos; incluso te ayudar a entender qué importa de lo que has vivido. Pero quizá habría que escribir un libro para ti mismo y otro para los lectores. Tal vez lo que consideras más esencial no deseas compartirlo. La osadía y, para algunos, la falta de ética del proyecto de Knausgård consiste en retratar a sus seres queridos sin ningún tipo de idealismo (incluso con dosis considerables de crudeza). Es válido explotar tu propia persona para sacarle jugo a tus libros, ¿pero también sirve hacerlo con otros que a lo mejor no desean aparecer en sus páginas?
 
El documento más largo de mi ordenador se llama “Diario de mi mente”. Ronda las 250.000 palabras. Mi novela "Desconexión" apenas supera las 50.000. De mi diario mental solo comparto fragmentos escogidos. A veces escribo textos “en bruto” que destilo más tarde en relatos, poemas o artículos de opinión (como este mismo, por ejemplo). Otras veces reutilizo el material, lo adapto al contexto y lo pongo en boca de un personaje. A pesar de que en el diario no describo los sucesos de mi vida (si acaso los de mi mente, o una parte), no me haría la menor gracia que se hiciera público. Está lleno de contradicciones, tonterías y bravuconadas. No borro ni corrijo nada ni sigo ningún hilo, más allá de la ocurrencia del instante. Lo empecé, creo, con 19 años bautizándolo “Cogitaciones” en uno de mis arrebatos de cultismo. Ya a los 26 apenas me reconozco en sus primeras páginas (escupidas, al parecer, durante una clase de mi primer curso universitario). Pero no entendería mi pulsión por la escritura sin la existencia de este caótico galimatías.   
 
La publicación de un texto cambia su naturaleza. Si pienso que nadie va a leer lo que escribo puedo mostrarme más sincero, más íntimo. No necesito impresionar a nadie. Ni siquiera necesito escribir bien (lo cual no necesariamente perjudica la calidad de lo escrito). Cuando empecé "Desconexión" decidí que tenía que aprovechar el inmenso volcán de palabras de mi diario mental. Atribuí al protagonista algunas de mis reflexiones (las que, según mi criterio, mejor se adecuaban a su personalidad), introduje ciertos temas sobre los que había meditado y, en suma, consideré buena idea hacer un uso más directo de mis experiencias en la novela, aunque esta no tuviera nada de autobiográfico. No me arrepiento de ello, pero a la vez soy consciente de que un escritor debe tener la capacidad de contar de manera verosímil lo que no ha vivido. De lo contrario, su escritura quedará constreñida a su propia experiencia, que nunca será tan interesante para los lectores como para sí mismo.
 
Me gustaría saber qué pensáis de este intrincado asunto de la autoficción. Como lectores, ¿os gustan las historias con un componente autobiográfico? Como escritores, ¿os nutrís de los sucesos cotidianos para armar vuestros relatos o, por el contrario, los concebís de manera independiente? 

martes, 7 de abril de 2015

Entrevista a Ricardo, protagonista de mi novela "Desconexión"


La entrevista de hoy es diferente a todas las que he realizado en mi vida y, por tanto, estoy un poco nervioso. No tengo ni idea de cómo va a salir. El entrevistado es un personaje especial, alguien en quien he pensado mucho y que ha influido poderosamente en mi escritura. Sin él mi libro Desconexión no habría existido, o al menos habría tomado un aspecto muy diferente. Hablo de Ricardo Expósito Duarte (hay quienes lo llaman simplemente R.E.D.), protagonista y narrador de mi primera y de momento única novela. La entrevista la he realizado a través de partículas cuánticas que conectan nuestro planeta con el universo de los seres de ficción.

Hola, Ricardo, es un honor conocerte en persona. Debo confesar que te imaginaba más pálido y enclenque.
-Las cosas han cambiado mucho desde que escribimos aquella historia. Ahora me paso los días en el gimnasio, tomando el sol en la playa, navegando en mi yate… Gracias a mi autobiografía (¿o debería decir tu novela?) soy un personaje famoso y me sobra el dinero, así que me estoy tomando un año sabático.

¡Qué suerte! En mi caso, no creas que el libro me esté reportando beneficios millonarios. ¿No podrías enviarme una transferencia?
¿Por qué iba a hacer tal cosa? El personaje que creaste me parece espantoso, por lo menos en las primeras páginas. Joder, es que dices que no sé ni freír un huevo frito sin la ayuda de Internet. No soy gilipollas, ¿vale? Ahora te aguantas. Es más, quizá debería reclamarte dinero por haberte apropiado de mi imagen y haber hecho un uso indebido de ella. Solo te perdono porque soy millonario. No sé ni por qué te he concedido esta entrevista, realmente no te lo mereces.

Hay gente que me pregunta si tú y yo nos parecemos. ¿Cuál es tu opinión al respecto?
¡Ya te gustaría parecerte a mí! Soy un tipo más complejo e interesante de lo que describes. En el libro solo reflejas mis primeros pasos en la vida, cuando aún no confiaba en mí mismo y solo me expresaba a través de la Red. Hiciste algo parecido al director de la película sobre Facebook, en la que Zuckerberg aparece como un friki que no se sabe relacionar, cuando a mí me parece un capo de vuestro mundo. Sin duda el tipo más inteligente que mencionas en “Desconexión” (además de mí, claro está).

Por lo que deduzco de tus palabras, la novela no te convence demasiado…
A ver, no me entiendas mal. Tiene cosas interesantes, tiene su punto. Al menos las partes en que permites que me explaye son buenas. El problema es que a veces se te va la pinza. Que si esta chica no sé qué, que si el vodka no sé cuántos… te has empeñado en sacar solo la peor parte de mi personalidad. Me sentiría muy resentido contra ti si no fuera por la enorme felicidad que me embarga en estos momentos, cuando el sol se despide en la orilla del atardecer y una joven escultural acaba de pasar en top less guiñándome el ojo.

¿Ya no sientes nada por Julia Casado, la chica con la que mantenías una ciber-relación al principio de la novela?
Joder, qué pechos, madre mía…. Perdona, no te estaba escuchando. ¿Qué decías?

Es igual… Ando un poco desconectado de vuestro mundo. ¿Al final qué sucedió con  Internet?
No lo sé, aquí en la playa es lo último en lo que pienso. Me he vuelto un neoludita. No entiendo esa obsesión de la gente por móviles, tabletas y ordenadores. Cuanto tienes una vida feliz e interesante, no necesitas recibir whatsapps o comentarios en las redes sociales para aumentar tu autoestima, sentirte popular o crearte falsas esperanzas. Te basta con ver tu propio rostro sonriente brillando en el agua cristalina. Ayer vino un tipo a mi apartamento de lujo para ofrecerme un ordenador y lo eché a patadas. No quiero saber nada de todo eso. Quiero distanciarme lo más posible del personaje que creaste y ser yo mismo. Ya no te necesito. De verdad, por mí puedes desaparecer. Yo seguiré a mi rollo tan tranquilo.       

Mira, estás empezando a cabrearme con tu chulería. No sé si eres consciente de que ahora mismo podría entrar en Amazon y suprimir el libro que te ha hecho famoso. Volverías a la nada.
Jajajaja. Me parto contigo. ¿En serio te crees en condiciones de amenazarme? Por más que lo intentaras, no tienes poder para borrarme. Ya hay gente que ha leído mi historia, ya hay gente que se ha encariñado conmigo y no me olvidará nunca. Desde el momento en que se publica un libro, pasa a pertenecer a los lectores. ¿Te haces llamar escritor y ni siquiera sabes eso? Igual deberías dedicarte a otra cosa.

En fin, Ricardo. No estoy dispuesto a que me des lecciones, precisamente tú. Disfruta de esa vida maravillosa en tu mundo de ficción. Por lo que a mí respecta, procuraré crear personajes más agradecidos en mis próximas novelas.   

miércoles, 1 de abril de 2015

Muerte bajo la lluvia

Aparcar en Barcelona es tarea ardua. Cuando lo consigues entras poco menos que en un estado de euforia. Más aún si la ubicación es adecuada y ya llegabas con retraso a la actividad que te había impelido a coger el coche. Al atrapar una plaza sientes que todo lo demás va a funcionar solo. Craso horror. Olvidas las precauciones que cualquier persona no barcelonesa (y que además carece de habilidades de orientación) debe tomar incluso para los más breves trayectos. Quien no tiene cabeza tiene móvil. ¡Apunta la dirección, maldita sea! 
No solo el afortunado aparcamiento no supuso ninguna señal auspiciosa que se confirmara después. Al terminar la inspección de un piso apenas amueblado cuya habitación alquilaban a precio de oro, un tremendo aguacero empapó las calles en menos de lo que tarda un catalán en exhibir su bandera. La atmósfera se volvió tan plomiza y grisácea que me costó reconocer dónde me hallaba. Y, lo que es peor, no tenía apuntada la dirección donde había estacionado mi vehículo.
 
Comenzó entonces una epopeya que nunca olvidaré mientras me libre del mal de Alzheimer. En apenas un par de minutos me encontraba calado por completo. Mi chaqueta (no impermeable, por supuesto) chorreaba desde el cuello hasta las mangas provocándome temblores de intensidad creciente. No pierdas la calma. ¡Joder, habías aparcado muy cerca!
Traté de recuperar la sensación de sosiego que me había invadido cuando dejé el coche perfectamente alineado con el resto de la fila, pero por desgracia se había desvanecido junto al tímido sol que se levantara en lo que ya parecía un día, un mes, un año diferente y remoto. Subí una calle, otra, la siguiente, la anterior. Volví al punto de partida y escruté el suelo como si esperara que mis pasos hubiesen dejado huella en alguna parte. La gente se refugiaba en bares, comercios y portales, pero yo me negaba porque ello suponía aceptar mi derrota absoluta. Prefería dejar mi ropa y mi salud a merced de la lluvia, que burlonamente redoblada sus esfuerzos.  
 
La locura no tardó en someterme. Andaba a gran velocidad con ojos desquiciados, imaginando un Renault Twingo en cada esquina. Todo el que se topó conmigo aquella tarde debió de verme como un perturbado recién salido del manicomio sin prescripción psiquiátrica. Y el coche no aparecía. Las luces de los establecimientos, aliadas con la impenitente lluvia en el afán de trastornarme, nublaban mi vista cual media docena de copas que de pronto te empañan los ojos y la mente. Iba lanzando gritos de desesperación y rabia que rebotaban contra el aire y volvían a mí envueltos en la indiferencia más absoluta. ¿Dónde estás, coche de mierda? ¡La puta madre que te parió, lluvia asquerosa! Ya no eran palabras sino vísceras lo que salía de mi boca.    
 
Uno puede preguntar por la entrada de un parking, por un bonito restaurante, por un renombrado edificio, por una calle concreta o hasta por un prostíbulo, pero no por un Renault azul aparcado en los alrededores. Nadie se fija en esas cosas. Además, ¿a quién coño le iba a preguntar si todos se habían escondido? La lluvia les amilanaba como si creyeran que podía fulminarles. Llegó un punto en que el agua me resbalaba, no la oía ni la sentía cayendo sobre mi cabeza, pues había penetrado en cada uno de mis órganos. Amenazaba farolas, increpaba portales, invocaba la presencia de mi vehículo con furia y resentimiento, pero también con tristeza y ternura.          
 
Lo hallé cuando ya no lo buscaba. Mis lágrimas eran el eco de la lluvia y casi no tenía fuerzas para seguir pataleando en mitad de los charcos que cubrían la calzada. Mi mente proyectaba fotografías imposibles: olas congeladas por el rayo, un salvavidas que flota con ironía representando el último resto de un naufragio, el estornudo de Neptuno que provoca los maremotos, yo ahogándome en una cisterna, una ballena aplastándome bajo su peso… Se me confundían las piernas con las espinas, las manos con las aletas y los ojos con las branquias, quizá porque creía estar nadando y al mismo tiempo huía del agua que no cesa, que no cesará hasta inundar el mundo.
 
No sé si lo encontré, él me encontró a mí o la lluvia me lo trajo. Pero no fue alegría ni alivio lo que sentí al ocupar, todavía confuso y asombrado, su asiento extrañamente seco. Más bien, acaso, la sensación de miedo e inseguridad propia del momento sagrado y olvidado del nacimiento, cuando te arrancaron con brutalidad la convicción de que el útero materno constituye el cosmos.
 
¿Sabría conducir después de aquello? ¿Estarían vivos mis pies bajo el paraguas de las botas? ¿Cómo se pone la primera?