Crees controlarlo. Solo tomas una pastilla, nunca más de tres copas. Solo
apuestas el fin de semana. Con el tiempo, las normas se flexibilizan. Cada día
un poco más. Por una vez no pasa nada. Hoy tienes algo que celebrar, mañana
algo que lamentar. El consumo aumenta, pero sigues engañándote sobre tu
capacidad de gestión.
Si quisiera podría dejarlo, aseguras ante los otros o en tu fuero
interno. Pero en realidad no lo intentas. No tienes el menor deseo de reducir o
anular tu adicción. Se ha convertido en tu compañera más fiable y en tu mejor
confidente, a la que puedes recurrir cuando lo demás falla: la víbora que te
abraza sin juzgar, aportándote la relajación o la adrenalina que compensa los
sinsabores de la vida diaria.
No lo necesito. Solo es una forma de divertirse como otra cualquiera, te
dices a ti mismo. Pero si no lo tienes te pones nervioso. El mundo se torna
gris y cualquier cosa se convierte en una molestia insufrible. Llega un momento
en que te ocultas de la gente, porque no comprenden la intimidad que mantienes
con tu adicción (aunque, por supuesto, no la denominas así, esa palabra suena
muy mal y no hace justicia a la naturaleza de vuestra relación).
Te hundes en la adicción, nadas en ella huyendo de ti y de los demás.
Lejos, muy lejos, quieres distanciarte de quienes no te entienden, de los que
se niegan a aceptar tus excusas (aunque tú las llamas razones o motivos, los
tienes de sobra para comportarte de esa manera). Dejad de meteros con mi vida privada.
¿Qué os importa a vosotros?, gritas inflado de rabia.
Ya estás a solas con ella. Por fin ha conseguido tenerte en exclusiva,
apropiarse de ti. Tu salud, tus finanzas, tu estado de ánimo se resienten. Por
mucho que aumentes la dosis, no logras el estallido de adrenalina o la dulce
evasión que mecía tu mente con la suavidad de una brisa marina. Los mundos
ilusorios que se abrían ante ti, los goces sinfín se han convertido en un
pasillo oscuro, interminable, cuyas salidas han quedado cercenadas por tu
propio orgullo.
Tu cuerpo y tu cerebro claman por otra dosis. Estarían dispuestos a
cualquier sacrificio, a cualquier humillación por recuperar una dosis que les
devolviera la sensación primigenia. Pero no hay forma de conseguirlo. Ni
siquiera combinando varias adicciones alcanzas el mismo resultado. Nada basta,
y los periodos en los que no puedes permitirte tu dosis se tornan pozos negros
de los que emerges con dificultad creciente. Tu memoria se vuelve confusa, tu
propio rostro se ha convertido en un fantasma y tus músculos pesan tanto que a
duras penas logras moverte.
En tus escasos momentos de lucidez, comprendes que una nueva dosis quizá
resultaría mortal. Pero también seguir sin ella se parece a la muerte. Y te
preguntas si no será la muerte lo único que te permita recuperar por un
instante el placer perdido, antes de desvanecerte en el que, a estas alturas,
se antoja el único desenlace posible.
A lo mejor todavía haya algo en la vida por lo que merezca la pena
luchar. Pero el pasillo donde te asfixias es tan angosto, y la opresión que
sientes en el pecho tan fuerte, que no alcanzas a imaginar de qué se trata. Tal
vez una mano amiga podría sacarte de este infierno, mostrarte un camino lleno
de pinchos y esperanza, una crucifixión con final feliz. Pero has mordido cada
mano que quiso ayudarte, has arrojado al vacío todas las llaves y las puertas
de salida se han desvanecido para siempre.
Tu vida es este pasillo. La adicción te domina por completo, y no te
dejará escapar hasta que le hayas entregado la última gota de tu ser.