A sus 64 años nadie
tenía derecho a decirle cómo debían hacerse las cosas. Él ya sabía todo lo que
necesitaba para vivir y para volar. Había combatido en la Segunda Guerra
Mundial al mando de una brigada paracaidista del Ejército de los Estados
Unidos. ¿Cómo iba a admitir a estas alturas que le enseñaran la manera de abrir
el artefacto que había llegado a ser una prolongación de su propia piel? ¡Qué
despreciable forma de insultar su inteligencia! Y encima le recomendaban que
hiciera un curso preliminar y que se dejase acompañar por un experto. Qué
irrisorios serían los conocimientos de cualquiera comparados con los que él
había atesorado en su dilatada experiencia militar, repleta de aterrizajes en
el corazón de las líneas enemigas.
Había visto el anuncio
en un cartel situado enfrente de su casa. “Curso de paracaidismo. Salte de la
mano de un experto, sin ningún peligro, y disfrute de una experiencia única”,
rezaba. Para él no sería única y la ausencia de riesgo le irritaba más que
tranquilizarle. Pero quizá le serviría para recordar los tiempos en que luchaba
contra los nazis. Estaba harto de la vida moderna, de la televisión y de los
ordenadores, ese extraño invento que fascinaba a su hijo (a quien no veía desde
hacía años).
Se decidió rápido.
Saltaría en paracaídas al día siguiente, sin necesidad de cursos previos ni de
un instructor que le cogiera de la mano. Apuntó el número en un papel y llamó
por teléfono en cuanto llegó a casa.
–Quiero saltar mañana
—dijo en un tono castrense.
Una simpática voz de mujer
le respondió al otro lado de la línea.
–Señor, está todo
reservado esta semana. Pero, si lo desea, puedo guardarle una plaza para el
próximo jueves.
–Muy bien, que así sea
—gruñó.
–Le recuerdo que la
edad máxima para saltar es de 65 años.
–¡No son tan viejo,
maldita sea!
No era tan viejo, pero
casi (aunque su estado físico tenía poco que envidiar al de un hombre de
cincuenta). Iba a cumplir los 65 el viernes siguiente. Se regalaría ese salto y
demostraría que aún podía ser paracaidista sin ninguna ayuda, a diferencia de
todos esos jovencitos a los que había que abrir el cordón de apertura para que
no se estrellaran.
El jueves por la mañana
se enfundó su vieja chaqueta militar, de color verde oscuro y ennoblecida por
la dorada Medalla al Honor que le había otorgado el presidente Truman por su
intrepidez en combate. Se colocó con la espalda muy recta en el asiento de su
Jeep. Hacía meses que no lo lavaba porque el polvo que lo cubría le daba
prestigio.
Condujo hasta el
aeródromo situado a las afueras de San Antonio. Le adelantó por la carretera un
Ferrari descapotable conducido por un joven con gafas de sol. Llevaba la música
a todo volumen (una horrible melodía pop desfasada antes de nacer). El viejo le
miró un momento con furia antes de que se perdiera por las curvas ondulantes
como la estela de un cohete. ¿Qué habría hecho ese chico para merecer un
Ferrari? Nada, seguramente. A los jóvenes se lo dan todo hecho, pensaba, y por
eso pueden vivir en la Luna y de la Luna. Esa era la gran noticia del año: la
llegada a la Luna. ¡Qué mundo tan absurdo!
Las fotografías de los
paisajes lunares no le impresionaban, pues había visto otros similares formados
por las explosiones de las bombas. Pero eso no lo sabían los aficionados que
esperaban en el aeródromo, mientras él dejaba el Jeep en un aparcamiento al
aire libre. Ninguno de sus compañeros, si podía llamárseles así, superaba los
cuarenta años. La mayoría, vestidos con camisetas de manga corta y colores
chillones, reían y hablaban entre ellos
y con los expertos que iban a explicarles lo que él ya había aprendido mucho
tiempo atrás.
Un helicóptero reposaba
en el centro de la pista, de unos trescientos metros de longitud. El aire
cálido empujaba una nubecilla de polvo que el viejo inspiró con placer. El
intenso calor le aportaba una dosis de tensión necesaria. Se acercó al grupo,
compuesto por ocho personas más dos instructores, con la frente y el cuello
bien erguidos.
–Buenas tardes. ¿Usted
es… Jeff Warrock? —preguntó un tipo rubio consultando una hoja de papel.
–Sí, soy yo. Estoy
listo para saltar.
Unas risitas surgieron
a su alrededor. Warrock les dirigió sus arrugas, su tez curtida y sus ojos
saltones. La dureza de su mirada apagó al momento las burlas. Uno de los
instructores le contestó que primero darían una clase teórica y que no
saltarían hasta la semana que viene. Warrock chascó la lengua y negó con la
cabeza.
–No necesito ninguna
lección. Comprendo lo que significa ser paracaidista mucho mejor que cualquiera
de vosotros. Hoy hace un día estupendo y no voy a esperar. Quien se atreva, que
salte detrás de mí.
Se dirigió sin que
nadie pudiera detenerlo hacia el paracaídas, que se hallaba entre el
helicóptero y los aficionados. Pese a las protestas de los instructores, sujetó
el artefacto (de color rojo, con manchas amarillas) con su mano izquierda y
comenzó a explicar con la derecha cómo se colocaba dentro del contenedor, el
modo de activar el cordón de apertura y la forma correcta de embutirse el
arnés, el casco y las gafas.
Unos minutos después,
un corro de mujeres y hombres sentados en el suelo escuchaba atentamente a Jeff
Warrock desgranando todos los secretos del paracaidismo. Sus bocas no se abrían
salvo para preguntar algunos detalles que no les habían quedado claros y que el
viejo resolvía sin dificultad. Se sentía como el capitán de una brigada de
soldados novatos a los que instruía en los momentos previos a un salto que
podía ser mortal o glorioso, pero nunca trivial. Pese a su aspecto de pijos
frívolos y malcriados, se mostraban inquisitivos y con ganas de aprender. Los
instructores, al principio reacios a aceptar la intrusión, se colocaron junto a
los otros, al evidenciarse que el último en llegar aventajaba en mucho sus
conocimientos.
–Bien, ha llegado el
momento de observar a un auténtico experto en acción. Este helicóptero tiene
seis asientos, así que cinco de vosotros subiréis conmigo.
Jeff Warrock se montó
en el aparato, un modelo azul de pequeñas dimensiones. Antes de enrolarse en la
brigada de paracaidistas había gobernado un caza y, comparado con la rapidez y
precisión que le exigían los aviones enemigos, el manejo del helicóptero se le
antojaba un viaje de placer. Tampoco le impresionaban los numerosos indicadores
circulares de la cabina ni las dos palancas que debía controlar. En realidad le
parecía un pájaro amaestrado y sin carácter.
Los cinco pasajeros
incluían a un instructor, que le reemplazaría como piloto cuando se arrojase a
tierra. El viento era leve y el cielo se encontraba despejado. El despegue se
efectuó con limpieza. Warrock utilizó la palanca derecha para controlar la
dirección y la izquierda para regular la velocidad. Los pasajeros se asomaban
desde los asientos y observaban admirados cómo el viejo piloto les llevaba
hacia algún punto de la atmósfera, desde el que se lanzaría sin más protección
que el paracaídas. El instructor, por su parte, vigilaba el mapa de ruta, los
movimientos de Warrock y el indicador de la altura. Tras media hora de viaje le
advirtió de que rozaban los 4000 metros.
–Ya lo sé. No te preocupes.
Calla y mira, que ya te avisaré cuando sea tu turno —gritó por encima del ruido
del motor.
Warrock bullía de
placer en su hábitat. De haber podido controlar la gravedad, habría construido
su hogar en el aire. Llevaba una década sin volar y, pese a que sus capacidades
no eran las mismas que en el pasado, se creía invulnerable. Aun contra su
voluntad no pospuso en exceso el momento del salto. Consultó el mapa y avisó al
instructor de que iba a abandonar la cabina, así que debía sustituirlo de
inmediato. El cambio se efectuó con presteza, aunque hubo dos segundos en los
que el helicóptero se tambaleó sin gobierno y amenazó con caer en picado,
provocando algunos gritos en las plazas traseras. Pero pronto el nuevo piloto
recuperó el control y enderezó la máquina.
Jeff Warrock se puso el
casco y las gafas y agarró con fuerza el paracaídas. El tacto de la tela le
pareció menos regio que en tierra. Tanto daba. Una corriente de aire le sacudió
el rostro mojado en sudor. Se colocó el arnés sobre los hombros y se despidió
de su tripulación con un movimiento de la mano. No logró evitar un temblor en
los dedos al fijar el arnés a sus piernas. Dejó que esa excitación inigualable
que no había experimentado desde la guerra recorriera cada célula de su cuerpo.
Antes de saltar todavía se giró y distinguió sombras que le animaban cerrando
los puños en un gesto de coraje.
Se irguió y sacó pecho,
con el orgullo de quien se sabe ganador de la batalla, para medirse una vez más
–la última– a la fuerza de la gravedad que se concentraba en su figura. Se
precipitó desplegando los brazos como alas y gritando algo contra los nazis.
Cayó a una velocidad de 200 km/ hora; más rápido se deslizaron las imágenes en
su cerebro. Vio a sus primeros reclutas, su primer paracaídas, a su primera mujer,
a la última y a su único hijo, que debía de vegetar frente a un ordenador.
Cerró los ojos y se recreó en aquellas evocaciones. Mientras descendía al
abismo sintió que su masa se descomponía en el cielo. El paracaídas nunca se
abrió.
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