A veces pienso que el insomnio es un regalo que me hice a mí mismo. Por la noche, cuando apago las luces y me tumbo en la cama, he encontrado muchas de mis mejores ideas. Porque, durante el día, mi cerebro recibe demasiados estímulos visuales, sonoros y de toda índole. Cuando estos estímulos desaparecen es cuando logra su mayor concentración. Cuando mi cuerpo quiere descansar, mi cerebro se despierta.
Quizá por este motivo he adquirido la comprensión del lenguaje onírico. Pero no lo he hecho de un modo científico, a la estela de Freud, sino intuitivamente. Si, al despertarme, tengo fresco en mi mente el recuerdo de un sueño (sea agradable o no), lo último que haría es olvidarlo. Dedico un minuto o dos a analizar las sensaciones, las formas irreales, los conceptos sugeridos por la ensoñación. Me conozco lo bastante bien para entender enseguida los símbolos del sueño. Y esto me resulta muy útil, pues se infravalora la lucidez cerebral del durmiente. Los consejos que me proporcionan los sueños son para mí los primeros, los más fiables. Son una declaración subterránea de mi propia alma.
En ocasiones algunos amigos y familiares me han contado sus sueños y yo, cual pequeño Freud del siglo XXI, he tratado de interpretarlos. Sin embargo me resulta mucho más complicado descifrar los suyos que los míos. Para interpretar bien los sueños de una persona necesito conocer los anhelos de su espíritu, sus deseos y temores más profundos. Sólo uno mismo puede alcanzar una interpretación inequívoca. Por eso recomiendo a quienes me lean que dediquen un minuto o dos (antes de levantarse de la cama, ducharse, vestirse y salir al mundo terrenal) a la exploración del subconsciente, cuando se ha hecho consciente en forma de sueño. Existen páginas en Internet que explican los significados comunes de los sueños, pero yo no confiaría demasiado en ellas, pues un símbolo onírico no es como una bandera o un escudo. Su significado varía totalmente en función de quien lo produce.
Conocer el lenguaje onírico también provoca satisfacciones de un tipo distinto. Si la conexión con ese otro mundo es lo bastante fuerte, uno puede llegar a controlar sus propios sueños. ¿A quién no le gustaría salirse de una pesadilla y volar hacia el paraíso, tal como se lo imagina? A estos soñadores experimentados se les denomina onironautas: los astronautas de los sueños, aquellos capaces de viajar a un universo complementario y mágico, intangible pero real.
En ocasiones he controlado mis propios sueños. He decidido mis actos y mis movimientos, he evocado a una persona (no diré a quién) y ésta ha aparecido. La otra noche llegué más lejos. Pensé en un personaje y me convertí en él. Hice un leve movimiento con el dedo, y construí una casa en la que se introdujo mi personaje que, en cierto modo, también era yo. Creé un pasaje entre el mundo de los sueños y el mundo terrenal, una conversación entre mi yo consciente y mi yo inconsciente, sin la menor interferencia y con plena transmisión de significado. Ahora estoy convencido de que el control onírico es el estado más próximo a la divinidad.
Quizá por este motivo he adquirido la comprensión del lenguaje onírico. Pero no lo he hecho de un modo científico, a la estela de Freud, sino intuitivamente. Si, al despertarme, tengo fresco en mi mente el recuerdo de un sueño (sea agradable o no), lo último que haría es olvidarlo. Dedico un minuto o dos a analizar las sensaciones, las formas irreales, los conceptos sugeridos por la ensoñación. Me conozco lo bastante bien para entender enseguida los símbolos del sueño. Y esto me resulta muy útil, pues se infravalora la lucidez cerebral del durmiente. Los consejos que me proporcionan los sueños son para mí los primeros, los más fiables. Son una declaración subterránea de mi propia alma.
En ocasiones algunos amigos y familiares me han contado sus sueños y yo, cual pequeño Freud del siglo XXI, he tratado de interpretarlos. Sin embargo me resulta mucho más complicado descifrar los suyos que los míos. Para interpretar bien los sueños de una persona necesito conocer los anhelos de su espíritu, sus deseos y temores más profundos. Sólo uno mismo puede alcanzar una interpretación inequívoca. Por eso recomiendo a quienes me lean que dediquen un minuto o dos (antes de levantarse de la cama, ducharse, vestirse y salir al mundo terrenal) a la exploración del subconsciente, cuando se ha hecho consciente en forma de sueño. Existen páginas en Internet que explican los significados comunes de los sueños, pero yo no confiaría demasiado en ellas, pues un símbolo onírico no es como una bandera o un escudo. Su significado varía totalmente en función de quien lo produce.
Conocer el lenguaje onírico también provoca satisfacciones de un tipo distinto. Si la conexión con ese otro mundo es lo bastante fuerte, uno puede llegar a controlar sus propios sueños. ¿A quién no le gustaría salirse de una pesadilla y volar hacia el paraíso, tal como se lo imagina? A estos soñadores experimentados se les denomina onironautas: los astronautas de los sueños, aquellos capaces de viajar a un universo complementario y mágico, intangible pero real.
En ocasiones he controlado mis propios sueños. He decidido mis actos y mis movimientos, he evocado a una persona (no diré a quién) y ésta ha aparecido. La otra noche llegué más lejos. Pensé en un personaje y me convertí en él. Hice un leve movimiento con el dedo, y construí una casa en la que se introdujo mi personaje que, en cierto modo, también era yo. Creé un pasaje entre el mundo de los sueños y el mundo terrenal, una conversación entre mi yo consciente y mi yo inconsciente, sin la menor interferencia y con plena transmisión de significado. Ahora estoy convencido de que el control onírico es el estado más próximo a la divinidad.