Los
padres arrinconan a la profesora en una esquina del aula. Es una mujer
regordeta de aspecto simpático, pero ahora está asustada porque la pareja le
acecha con sus ojos desorbitados. Se complementan en sus ademanes amenazadores
y levantan la voz alternándose como si les guiara la batuta de un odio
compartido. El motivo de discusión es su retoño, que a los siete años recién
cumplidos aún no ha pronunciado su primera palabra ni escrito su primera letra.
La
maestra se defiende como puede. Ella misma ha hecho horas extra para tratar de
enseñar al chico, pero este se niega a trazar los símbolos que le muestran o a
pronunciar los sonidos que se le repiten. En su lugar dibuja cosas absurdas e
inventa vocablos incomprensibles. La profesora comete un error que casi le
cuesta una agresión física: insinúa que tal vez el niño sufre algún tipo de
retraso. Se estrecha el cerco de los padres, que la empujan hacia la papelera
con los puños alzados y las caras enrojecidas por la furia.
-¿Qué
dices, zorra? Mi hijo es el más listo de todos.
-Te
vamos a denunciar por incompetente. Iñaki no aprende porque no le prestáis
atención. Lo cambiaremos de colegio, pero antes os vamos a denunciar y se te va
a caer el pelo. ¡Vaya que sí!
No
es el primer colegio en que ingresa Iñaki. Ya desde el principio se vio que su
naturaleza era introvertida y su testarudez insólita. Sin importar lo mucho que
le regañasen, siempre hacía lo que le apetecía en cada momento. Si quería jugar
a las tres de la madrugada, no podrían impedírselo o lloraría el resto de la noche.
Pero lo que más inquietaba a los padres eran los sonidos de Iñaki. Venían a ser
los mismos que los de cualquiera pero articulados en un orden diferente.
Aprendieron que para él “papá” se decía “caco” y mamá “pipo”, pero cuando
intentaba decir algo más complejo (a veces pronunciaba decenas de sílabas
seguidas) no podían comprenderle. Entonces sus lágrimas eran enternecedoras y
daban un poco de miedo por la sensación de angustia extrema que comunicaban. Se
encerraba horas enteras en el baño o en su habitación y no salía hasta que se
le agotase el último llanto.
Los
padres estaban tan desesperados que no se habían dado cuenta del formidable
sentido del ritmo que poseía Iñaki, ni de su sorprendente capacidad para
dibujar personas, animales y objetos con sus partes siempre invertidas. Cabezas
arrastrándose por el suelo y tejados sosteniendo fachadas constituían sus
especialidades; había adquirido la precisión de un arquitecto. Lo llevaron a
psicólogos, lo cambiaron de colegio tres veces, incluso hablaron con él y
procuraron insistir en que memorizara el alfabeto. Pero fue en vano. Iñaki se
encerraba más y más en sus extraños símbolos y en sus palabras fantásticas.
La
profesora, como recurso desesperado para sacarse de encima a los padres, les
sugiere que sometan a Iñaki a un test de inteligencia adecuado a su edad. La
propuesta es tomada por los progenitores como una cuestión de honor.
Vuelven
a la escuela al día siguiente. Cada padre toma a su hijo de la mano. Iñaki es
rubio, pálido, de cabeza muy redonda y mirada triste, los ojos verdes siempre
entornados como si le costara acostumbrarse a la luz del mundo. A veces han de
pararse porque ha visto una planta que cautiva su atención o ha oído un pájaro
cuyo canto le inspira la emisión de nuevos sonidos guturales. La madre chasca
la lengua, impaciente. Llegarán tarde. El padre bosteza. Cuando Iñaki se pone a
croar, se le ocurre que tal vez la maestra tenga razón y el niño les ha salido
rana. Pero se acuerda de que Einstein habló con años de retraso y espanta
enseguida ese pensamiento.
La
profesora les está esperando en la puerta. Sonríe con tensión: nunca se ha
visto en una situación semejante. Por la noche ha soñado que los progenitores
le cortaban los brazos y los ponían en un plato cuyo ingrediente principal era
la cabeza del niño, enriquecida con salsa de sangre. La sonrisa se le borra
cuando recibe la mirada ácida de la madre. Iñaki está entretenido contemplando
un escarabajo verde que su padre no tarda en aplastar. La maestra los conduce
por un par de pasillos hasta un aula aislada, estrecha, de paredes blancas. Un
escritorio negro con un flexo gris y una silla bajita ocupan casi todo el
espacio. En el centro del mueble reposa el test: dos folios amarillentos llenos
de preguntas concretas sobre lengua, matemáticas, agudeza visual, memoria…
Debajo, unos centímetros para responder o unos recuadros donde marcar la opción
correcta.
El
niño se sienta, agarra un bolígrafo situado junto a las hojas, apoya los codos
y se queda mirando el sello del colegio impreso en la parte superior, al que
añade unos pétalos. Los adultos lo observan desconfiados, como si pudiera hacer
cualquier cosa menos lo que ellos esperan, de un modo similar a un entomólogo
que acaba de descubrir una nueva especie pero sin tanta curiosidad. Iñaki mira
los números y las palabras, los palpa con los dedos, los moja con su saliva. La
profesora le pregunta si entiende el test. “Tos”, responde el chico alargando
la ese. La madre se apresura a explicar que eso significa que sí.
-Ahora
hay que dejarlo solo. Volveremos en media hora y comprobaremos los resultados.
¿Os apetece un café?
La
simpatía de la docente se resquebraja ante la torva expresión de los padres.
Toman un café, pese a todo. El silencio es tan pesado que se beben la taza
enseguida y en menos de veinte minutos están de vuelta en la sala del test. La
luz del flexo ilumina los papeles despedazados. Iñaki se ha ido.