viernes, 25 de abril de 2014

Inteligencia rota

Los padres arrinconan a la profesora en una esquina del aula. Es una mujer regordeta de aspecto simpático, pero ahora está asustada porque la pareja le acecha con sus ojos desorbitados. Se complementan en sus ademanes amenazadores y levantan la voz alternándose como si les guiara la batuta de un odio compartido. El motivo de discusión es su retoño, que a los siete años recién cumplidos aún no ha pronunciado su primera palabra ni escrito su primera letra.
La maestra se defiende como puede. Ella misma ha hecho horas extra para tratar de enseñar al chico, pero este se niega a trazar los símbolos que le muestran o a pronunciar los sonidos que se le repiten. En su lugar dibuja cosas absurdas e inventa vocablos incomprensibles. La profesora comete un error que casi le cuesta una agresión física: insinúa que tal vez el niño sufre algún tipo de retraso. Se estrecha el cerco de los padres, que la empujan hacia la papelera con los puños alzados y las caras enrojecidas por la furia.

-¿Qué dices, zorra? Mi hijo es el más listo de todos.
-Te vamos a denunciar por incompetente. Iñaki no aprende porque no le prestáis atención. Lo cambiaremos de colegio, pero antes os vamos a denunciar y se te va a caer el pelo. ¡Vaya que sí!
No es el primer colegio en que ingresa Iñaki. Ya desde el principio se vio que su naturaleza era introvertida y su testarudez insólita. Sin importar lo mucho que le regañasen, siempre hacía lo que le apetecía en cada momento. Si quería jugar a las tres de la madrugada, no podrían impedírselo o lloraría el resto de la noche. Pero lo que más inquietaba a los padres eran los sonidos de Iñaki. Venían a ser los mismos que los de cualquiera pero articulados en un orden diferente. Aprendieron que para él “papá” se decía “caco” y mamá “pipo”, pero cuando intentaba decir algo más complejo (a veces pronunciaba decenas de sílabas seguidas) no podían comprenderle. Entonces sus lágrimas eran enternecedoras y daban un poco de miedo por la sensación de angustia extrema que comunicaban. Se encerraba horas enteras en el baño o en su habitación y no salía hasta que se le agotase el último llanto.     
Los padres estaban tan desesperados que no se habían dado cuenta del formidable sentido del ritmo que poseía Iñaki, ni de su sorprendente capacidad para dibujar personas, animales y objetos con sus partes siempre invertidas. Cabezas arrastrándose por el suelo y tejados sosteniendo fachadas constituían sus especialidades; había adquirido la precisión de un arquitecto. Lo llevaron a psicólogos, lo cambiaron de colegio tres veces, incluso hablaron con él y procuraron insistir en que memorizara el alfabeto. Pero fue en vano. Iñaki se encerraba más y más en sus extraños símbolos y en sus palabras fantásticas.
La profesora, como recurso desesperado para sacarse de encima a los padres, les sugiere que sometan a Iñaki a un test de inteligencia adecuado a su edad. La propuesta es tomada por los progenitores como una cuestión de honor.
Vuelven a la escuela al día siguiente. Cada padre toma a su hijo de la mano. Iñaki es rubio, pálido, de cabeza muy redonda y mirada triste, los ojos verdes siempre entornados como si le costara acostumbrarse a la luz del mundo. A veces han de pararse porque ha visto una planta que cautiva su atención o ha oído un pájaro cuyo canto le inspira la emisión de nuevos sonidos guturales. La madre chasca la lengua, impaciente. Llegarán tarde. El padre bosteza. Cuando Iñaki se pone a croar, se le ocurre que tal vez la maestra tenga razón y el niño les ha salido rana. Pero se acuerda de que Einstein habló con años de retraso y espanta enseguida ese pensamiento. 
La profesora les está esperando en la puerta. Sonríe con tensión: nunca se ha visto en una situación semejante. Por la noche ha soñado que los progenitores le cortaban los brazos y los ponían en un plato cuyo ingrediente principal era la cabeza del niño, enriquecida con salsa de sangre. La sonrisa se le borra cuando recibe la mirada ácida de la madre. Iñaki está entretenido contemplando un escarabajo verde que su padre no tarda en aplastar. La maestra los conduce por un par de pasillos hasta un aula aislada, estrecha, de paredes blancas. Un escritorio negro con un flexo gris y una silla bajita ocupan casi todo el espacio. En el centro del mueble reposa el test: dos folios amarillentos llenos de preguntas concretas sobre lengua, matemáticas, agudeza visual, memoria… Debajo, unos centímetros para responder o unos recuadros donde marcar la opción correcta.
El niño se sienta, agarra un bolígrafo situado junto a las hojas, apoya los codos y se queda mirando el sello del colegio impreso en la parte superior, al que añade unos pétalos. Los adultos lo observan desconfiados, como si pudiera hacer cualquier cosa menos lo que ellos esperan, de un modo similar a un entomólogo que acaba de descubrir una nueva especie pero sin tanta curiosidad. Iñaki mira los números y las palabras, los palpa con los dedos, los moja con su saliva. La profesora le pregunta si entiende el test. “Tos”, responde el chico alargando la ese. La madre se apresura a explicar que eso significa que sí.
-Ahora hay que dejarlo solo. Volveremos en media hora y comprobaremos los resultados. ¿Os apetece un café?
La simpatía de la docente se resquebraja ante la torva expresión de los padres. Toman un café, pese a todo. El silencio es tan pesado que se beben la taza enseguida y en menos de veinte minutos están de vuelta en la sala del test. La luz del flexo ilumina los papeles despedazados. Iñaki se ha ido.


viernes, 11 de abril de 2014

El germen del Holocausto


Hoy comparto con vosotros este cuento que publicó recientemente la asociación cultural “Plazuela de los Carros”, de Torralbilla, en el libro que recoge las obras seleccionadas por el jurado en su II Concurso de Relatos Cortos. En él me invento la infancia traumática de Adolf Hitler que le conducirá a su irracional odio contra los judíos, con las trágicas consecuencias que todos conocemos.   
 
Cada tarde lo veía en el patio de la escuela, separado del resto por un muro invisible. Con la cabeza siempre levantada, orgullosa, y el pelo oscuro peinado con una raya estricta, nos miraba jugar al fútbol de manera displicente, como si estuviera convencido de que él podía hacerlo mucho mejor. Pero no tenía ninguna necesidad de probarlo. Parecía cómodo en su posición de espectador intocable o entrenador fantasma. Se situaba a la altura del centro del campo, de pie, y absorbía la imagen de cada patada, disparo o agarrón.

En clase se colocaba en la última fila, solo, y nunca decía una palabra. Era bajito, enclenque y, al parecer, tímido. Apenas levantaba la vista del pupitre. En ocasiones lo veía pintando o dibujando en su cuaderno. No era raro que apareciese con moratones en la cara, aunque nunca lo había visto pelearse con nadie. Debo confesar que me caía bien, o al menos me suscitaba curiosidad, pero yo también era tímido y no me atreví a hablarle ni una vez durante el año que fuimos compañeros.

Nunca olvidaré la mañana en que, después de una clase de plástica, decidió abandonar su puesto de observador y salir a jugar con nosotros. Correteó detrás de la pelota sin que estuviera claro a qué equipo pertenecía. Cuando consiguió controlarla, Hadar, que era el mejor jugador de los otros, se la quitó con una entrada dura. Él se retorció de dolor, pero el juego continuó y Hadar, tras driblar a dos contrarios, marcó un gol magnífico. Mientras sus compañeros lo abrazaban, él le miraba todavía desde el suelo con unos ojos rezumantes de odio. Me acerqué y le di la mano para ayudarlo a levantarse, pero me ignoró y se puso en pie sin ayuda.

No volvió a jugar al fútbol en mi presencia. Sin embargo, noté que siempre que el equipo de Hadar vencía (lo que era muy frecuente), su cara se agriaba en una mueca adusta que lo hacía parecer adulto a sus diez años. Si Hadar metía un gol, él contestaba pateando una piedra, rabioso. Un día en que logró tres tantos, al volver a clase se puso a dibujar tan enérgicamente que el profesor se dio cuenta. Cogió su cuaderno y lo mostró a la clase. Pude apreciarlo desde la segunda fila: la violencia era el rasgo común de todas las escenas. Aparecían cuerpos desmembrados, armas de fuego, cuchillos, edificios abrasados por las llamas. La única nota de color la aportaba el rojo intenso de la sangre que goteaban los personajes. El más martirizado se asemejaba a Hadar con su cuerpo larguirucho, sus orejas grandes y su cabeza esférica. El maestro arrancó las hojas, las convirtió  en una masa informe, le dio una bofetada, lo agarró de la muñeca y lo expulsó del aula.

No apareció durante la semana siguiente. Cuando se reincorporó tenía el rostro más amoratado que nunca. El profesor lo obligó a sentarse en primera fila, justo delante de mí, “para que no se distrajera”, según dijo con un tono humillante. Se le notaba acobardado o avergonzado; las piernas le temblaban cuando el maestro levantaba la voz. A partir de entonces, algunos de mis compañeros (entre ellos Hadar) comenzaron a burlarse de él. Le sacaban la lengua en los pasillos, se reían de su aspecto y le arrojaban bolas de papel cuando el profesor no podía verles. Más de una vez me cayeron a mí por encontrarme en mitad de su trayectoria. Él simulaba no percatarse de los impactos en su cabeza, en su espalda o en su cuello, pese a que a veces resonaban en el silencio de la clase.

En el recreo le tiraban la pelota a la cara, así que tuvo que retirarse de su posición habitual y lo perdí de vista. Un día en que la lluvia era muy aguda me refugié en la biblioteca en lugar de salir al patio. Allí me lo encontré leyendo en un rincón apartado de la mesa. Sujetaba un grueso libro de historia con la mano izquierda y cerraba el puño derecho como si las palabras excitaran su deseo de matar a alguien. Al notar que lo observaba apretó sus cejas, abrió al máximo sus ojos y me lanzó una mirada que se extendía como un látigo derribando anaqueles, sillas, cuerpos, muros para interrogarme (tal vez amenazarme) con una intensidad que yo nunca había experimentado.

Desde ese momento supe que era mejor no meterse con él. Daba igual su cuerpo escuchimizado o su carácter retraído. En su iris tenuemente azul parecía capaz de retenerlo todo, de rebosar su furia y esparcirla a voluntad. No había miedo en su mirada, tampoco duda de ninguna clase, solo una férrea determinación que buscaba a qué aferrarse para ya no soltarlo nunca. Creo que le habría bastado cualquier cosa: un prejuicio, una idea, una teoría. Pero lo primero que atravesase sus ojos y penetrase en su mente se instalaría inamovible como una estatua. 

Temí por Hadar y por mis compañeros, incapaces de atisbar las brasas que avivaban en su interior con cada ofensa. Intenté advertirles. Les pedí que lo dejaran en paz, pero no me tomaron en serio. ¡Ojalá hubiera sido yo el objetivo de sus burlas, yo que soy una persona pacífica y vulgar! Incitaron su odio hasta el último día de curso, inventando nuevas formas de castigarle. Un día, a la salida de la escuela, le dieron una paliza entre tres delante de mis ojos. Hadar fue quien le atizó más duro. No se le cayó una lágrima ni soltó un grito de dolor o de auxilio. Tan solo el sonido de las patadas y los puñetazos contra su cuerpo demostraba que no estaban golpeando al aire. Lo dejaron tirado en el suelo con la sangre manando de su nariz. En cuanto se alejaron se levantó tambaleante, se secó con un pañuelo y después lo rompió en varios pedazos. 

Aquello tenía que estallar. No sabía cuándo, cómo ni dónde, pero estaba seguro de que estallaría con una violencia incontrolable, aunque los sucesos de los años posteriores fueron mucho más terribles de lo que yo hubiera podido imaginar. A la mañana siguiente lo vi apuntar varios nombres en su cuaderno. El de Hadar figuraba en primer término, subrayado. A continuación del apellido escribió una palabra entre paréntesis: “judío”. Recuerdo que al hacerlo una ligera sonrisa le torció la boca.

martes, 1 de abril de 2014

Currículum alternativo


En estos tiempos en que encontrar empleo es una tarea difícil, he elaborado un currículum alternativo que en nada se parece al que envío cuando descubro una oferta de trabajo interesante. A ver si me abre alguna puerta... a ser posible, de esas que no son de cristal y con las que chocas sin darte cuenta. Que nadie se lo tome muy en serio :D


Experiencia laboral y formación académica

 
Graduado en la carrera de conocimientos inútiles y poco profundos (tapeo intelectual, engorda más de lo que nutre)

Máster en lenguas extintas y palabras olvidadas

Seis años de experiencia en buscar la perfecta metáfora (por supuesto, sin hallar rastro de ella)

Diestro cazador de las formas fugaces de las nubes

Inigualable contemplador de las musarañas de su pensamiento

Grandes habilidades personales, sobre todo en el campo de las divagaciones con uno mismo y las disquisiciones pseudo-filosóficas


Publicaciones

 
Las primeras páginas de 6 novelas incompletas

16 relatos malos como para llevarlo a juicio

Un blog maltrecho y mal hecho, después de cientos de entradas aún nadie sabe de qué va

 
Aspectos a mejorar (no leer si se pertenece a las filas de Recursos Humanos de empresa prometedora, generosa y desesperada)


Problemas para trabajar en equipo: su hemisferio cerebral derecho está atrofiado y, con todo, es el que predomina

Estabilidad mental: sus personajes no dejan de tener extrañas alucinaciones y se sospecha que, de existir en la vida real, inmediatamente serían recluidos en centros psiquiátricos 

Discernimiento entre realidad y ficción: se le ha visto llorar por el inesperado bodorrio de bellas mujeres que solo existían en el sueño de un primo lejano