Miro por la ventanilla
del tren. De vez en cuando me detengo en rostros anónimos que apoyan sus
cuerpos de diversas formas en los asientos azules. Algunos se hallan
ensimismados en canciones que oyen a través de auriculares y en mensajes que
envían a través de móviles; otros (imagino) se concentran en pensamientos
propios. En cada estación bajan dos, tres y hasta cuatro personas, pero solo
suben una, dos o como mucho tres. ¿Simple coincidencia? El tren tiene numerosos
vagones y yo me encuentro en la parte de atrás. Acaso en los vagones delanteros
la tendencia sea contraria y llegan más personas de las que se van.
El paisaje cambia con
demasiada rapidez para asimilarlo: árboles, polígonos industriales, túneles.
Sigo mirando por la ventanilla, incluso cuando no hay nada que ver. Me niego a
distraerme; resisto la tentación acariciadora de la pantalla smartphone.
Al iniciar el viaje me
sentí acompañado. Por gente desconocida, sí, pero que al menos hasta cierto
punto compartía la dirección de mi trayecto. A medida que avanzo los vagones
más próximos se despueblan, como un país arruinado por la guerra, y yo me voy
quedando solo. La tentación de la pantalla crece.
En las últimas tres
paradas me parece que no ha subido nadie y se han bajado seis personas. Me da
tiempo a contarlas antes de que se desvanezcan en estaciones clónicas que las
atraen con una llamada inaudible. El silencio crece a mi alrededor y el
traqueteo aumenta bajo mis pies. Si cogiera un libro (pero hace tanto que no leo
un libro) me costaría seguir la lectura. Las letras oscilarían a la deriva como
alcohólicos solitarios en la madrugada.
Cierro los ojos y trato
de recordar el entusiasmo con que emprendí el viaje: los deseos de llegar a mi
destino, los proyectos que arrancarían tan pronto diera el primer paso fuera de
la estación. No lo consigo. Al contrario, tales proyectos se antojan delirios y
utopías.
¿Qué ha sucedido en este
breve lapso que no acaba? Lo intento explicar por causas externas: el olor más
cargante, el paisaje más gris, la temperatura bochornosa... No me atrevo a
mirar la forma de mis manos ni el color de mis cabellos. Mientras tanto me he
quedado solo en el vagón, salvo por la presencia de una joven a la que observo
ya sin disimulo, como si fuera la última mujer sobre la tierra. Ella no separa
la vista de la pantalla de su teléfono, no para de escribir a una figura
ausente. Trato de imaginarla tocando otras teclas, las de un piano en una
habitación reservada para nosotros, junto a una cama donde yaceremos sin prisa,
cuando termine de apurar su melodía.
Al fin se levanta y sale
por la puerta que se cierra tras ella de inmediato, con el automatismo de la
muerte. Si hay un alma en el tren, no alcanzo a vislumbrarla. Tampoco la mía.
El aislamiento aniquila
la voluntad que pudiera persistir en mi interior. Lo he decidido: me bajaré en
la próxima parada. Sea cual sea. Qué importa, si ya no recuerdo dónde pretendía
llegar. No miraré atrás ni delante. Dejaré que el tren siga su curso, libre de
toda carga humana, y tome velocidad hacia su destino.