No seré yo quien ponga una flor en tu epitafio. No voy a sobrevivirte ni a sobrellevarte. No voy a amarte más de lo razonable. No voy a querer que vuelvas, si tú quieres irte; ni iré a buscarte, si quieres que me marche.
Prefiero ser impermeable y no mojarme mientras me doy un beso, contigo o con otra, o acaso con una sombra. Prefiero una cita a solas, conciliar todas mis partes, acallarte y acallarme.
Hoy voy a cerrar este capítulo que compusimos a ciegas, sin tiento, sin otro concierto que el de tus recovecos. Hoy me suena todo como un golpe seco y distante, un mazazo merecido por exprimir el jugo de lo extinto. Una ola de calor y una ola de frío recorren mi cuerpo y trastocan los efluvios que desprendes. Una gota de lluvia entre un jirón de fuego compuso el tablero de este juego. Dos velas se derriten, pero ninguna llora; las dos se rozan. Al mismo tiempo, se deshacen: es su digna forma de solidarizarse.
Ya no me veo reflejado en este charco. Ya no me comporto como un niño, sino como un árbol. El néctar de mis versos es amargo, el rizo de tus labios se ha combado, la temperatura del encuentro no ha cristalizado. Mis latidos son perezosos, no siguen el tambor de tus pasos ni el tacto de tus abrazos. Es evidente, para qué negarlo: la magia entre nosotros se ha apagado.