Cuando la madre de Isaac le preguntó a su hijo de doce años por qué había tardado tanto en regresar de la escuela, el chico le respondió que estaba haciendo los deberes en la biblioteca. Un par de chicles con sabor a menta y un buen lavado de manos hicieron el resto. Su madre no se enteró de que Isaac fumaba hasta que éste cumplió los 18 años.
Era un chaval bajito, con orejas de conejo y nariz de camaleón. Sus brazos flácidos contrastaban con la fortaleza de sus cabellos, siempre desmelenados sobre los hombros. Isaac descubrió a los doce años el poder de la mentira y jamás se le ocurrió contrastarlo con el poder de la memoria.
A los quince años, Isaac ya había cubierto todas las lagunas de su mente con los charcos de su imaginación. Si olvidaba comprar el pan, de inmediato se recobraba inventando un examen de física. Si suspendía un examen, enseguida fraguaba ante sus padres una conspiración en su contra.
Asentado en el vicio de inventar, a Isaac se le ocurrió que podía vivir de ello. Sin embargo, le abrumaba la idea de crear historias. Prefería que otras mentes diseñaran los argumentos y los personajes. Después él se encargaría de darle vida incluso al guión más pétreo.
Isaac vivía en la ciudad de Zaragoza desde que tenía memoria. Aunque nacido en Calatayud, sus padres se mudaron a la capital aragonesa en busca de mayor protagonismo político. Una vez convencido de su vocación de actor, Isaac no dudó en presentarse en el Teatro Principal de Zaragoza para ofrecer sus servicios. Su padre, Concejal de Cultura del Ayuntamiento y juguete apacible de las mentiras de su hijo, movió los hilos necesarios para que Isaac hablase en persona con la directora del Teatro.
-Sólo les pido que me prueben. Denme los papeles más difíciles, aquellos que los actores profesionales consideren imposibles de representar. Estoy dispuesto a trabajar gratis, hasta que les convenza de mi valía.
-Y entonces pedirás una fortuna.
La directora, una antigua actriz ya jubilada, tenía unos setenta años, una voz de cuervo granizado y al menos tres cicatrices en su rostro: a Isaac le pareció que la más grande asemejaba la forma de una estrella.
-Ay, chiquillo. Así que quieres ser actor. Veamos, ¿qué experiencia tienes?
En la mente de Isaac se encendió el recuerdo de una charla familiar. Él no era natural de Zaragoza. Dudó un instante; podía ser Calatayud o Terrer. No estaba muy seguro, ¿pero qué diferencia hay entre la mentira y el recuerdo?
-Tengo experiencia en el teatro de Terrer, señora.
-¿En el teatro de Terrer? ¡Pero si en Terrer no hay más teatro que el de las putas! ¿Acaso has trabajado allí, bribón?
-No, no, señora, en absoluto —repuso Isaac, abochornado. Es que yo… eh…. Como usted sabrá, la vida no es más que teatro. Y la vida está en la calle. Eso es, empecé a trabajar en la calle y…
-¡Y en la calle te condeno a trabajar!
miércoles, 28 de julio de 2010
lunes, 19 de julio de 2010
Jaque mate
Una partida de ajedrez marcaba los compases de su vida: lenta, silenciosa y solitaria… horas y horas frente a otra persona, con la que no podía comunicarse y a la que no debía siquiera mirar… sólo podía competir con ella y tratar de vencerla… él habría preferido estrecharle la mano y charlar un rato… pero esas no eran las reglas.
Movió el peón de acero dos casillas… planeaba una apertura ofensiva, buscaba dar caza a su rey lo antes posible… se defendió como pudo, y su adversario logró mantener la iniciativa de las blancas desde la primera jugada hasta la última… las negras siempre defendiéndose, siempre a la expectativa del movimiento del contrario.
Dos horas de partida y aún no lo veía nada claro… iba a perder, seguro, pero aún no sabía cómo… el tic tac del reloj sonaba más rápido, se acercaba la hora… aquel peón que avanzó dos casillas va a avanzar una sola… pero se convertirá en reina, y dispondrá el tablero a su antojo.
¿Por qué estoy jugando, si no me importa el triunfo o la derrota…? Ni siquiera sé por qué se asocia el triunfo a la victoria, y el fracaso a la rendición… me sentiré un perdedor aun ganando, porque este no es el juego que yo quería… aunque sólo son suposiciones, lo cierto es que nunca he ganado… pero supongo que el resultado de ganar sería parecido.
Ya me está dando un jaque con la torre… quiere rematarme con la reina recién coronada, se le ven las intenciones… pero nada puede hacerse, esto está perdido desde hace muchas jugadas… incluso desde antes de empezar.
Ahora que lo pienso, hay una jugada que me salvaría de la derrota… si muero yo, entonces mi rey estará a salvo… la partida sería nula, supongo… nadie dirá que me he retirado, porque no se puede comparar la muerte con una retirada… la muerte tiene vida propia, según dicen algunos… la retirada es la deshonra de vivir, según dicen otros.
Debería pensar en cómo prolongar esta agonía, y no en mi muerte… soy un caballero, y hay que seguir jugando hasta el final… y seguir viviendo hasta el final… mi rival es muy bueno, pero podría despistarse, y si se equivoca en una sola jugada, entonces… podría desplazar ese alfil al extremo del tablero, y amenazar con él al mismo tiempo su nueva reina y su viejo rey… entonces tendría que elegir.
Empiezo a confundir el latido de mi corazón con el tic tac del reloj… el reloj suena más fuerte, pero mi corazón suena más cerca… me pregunto si mi rival oirá este latido, y eso le hará apiadarse de mí… voy a mirarle un momento… nadie puede acusarme de ladrón por lanzarle una mirada furtiva… no despega la vista del tablero, parece que vive ahí, en ese reino con dos reinas y un rey… si existiera, el reino sería convulso… habría que matar a una reina para que el rey pudiera vivir… o matar al rey, y dejar luego que las reinas se mataran entre ellas… al final tal vez acabase gobernando un caballo… no lo había pensado, pero es gracioso que en el ajedrez valgan más los caballos que los peones… los peones parecen personas, obreros, soldados… los caballos son bestias… si este juego tuviera lógica, los peones deberían montar encima de los caballos y dirigirlos… pero es al revés, son los caballos los que saltan por encima de los peones.
Estoy empezando a delirar… creo que es porque en la siguiente jugada me van a dar el jaque mate, y eso siempre me pone muy nervioso… el condenado a muerte se debe de sentir igual… sabes que vas a perder, y eso es parecido a saber que vas a morir… por lo menos en el ajedrez.
Ya está, por fin ha matado al rey… aunque en realidad no lo mata, ni se lo come ni nada… simplemente lo señala, lo domina, le dice “de ahí no pasas, esto es un jaque mate”… pero no se le puede ahogar… aunque el ahogo conlleva la muerte, la verdad no entiendo tantas distinciones… el caso es que por fin he perdido, y puedo darle la mano a ese señor tan elegante… pero no voy a poder tomar nada con él, porque a mi izquierda hay otro pardillo como yo… que también anhela jugar una partida sin saber que le van a dar el jaque mate, y que no hay remedio ni esperanza de evitarlo.
Movió el peón de acero dos casillas… planeaba una apertura ofensiva, buscaba dar caza a su rey lo antes posible… se defendió como pudo, y su adversario logró mantener la iniciativa de las blancas desde la primera jugada hasta la última… las negras siempre defendiéndose, siempre a la expectativa del movimiento del contrario.
Dos horas de partida y aún no lo veía nada claro… iba a perder, seguro, pero aún no sabía cómo… el tic tac del reloj sonaba más rápido, se acercaba la hora… aquel peón que avanzó dos casillas va a avanzar una sola… pero se convertirá en reina, y dispondrá el tablero a su antojo.
¿Por qué estoy jugando, si no me importa el triunfo o la derrota…? Ni siquiera sé por qué se asocia el triunfo a la victoria, y el fracaso a la rendición… me sentiré un perdedor aun ganando, porque este no es el juego que yo quería… aunque sólo son suposiciones, lo cierto es que nunca he ganado… pero supongo que el resultado de ganar sería parecido.
Ya me está dando un jaque con la torre… quiere rematarme con la reina recién coronada, se le ven las intenciones… pero nada puede hacerse, esto está perdido desde hace muchas jugadas… incluso desde antes de empezar.
Ahora que lo pienso, hay una jugada que me salvaría de la derrota… si muero yo, entonces mi rey estará a salvo… la partida sería nula, supongo… nadie dirá que me he retirado, porque no se puede comparar la muerte con una retirada… la muerte tiene vida propia, según dicen algunos… la retirada es la deshonra de vivir, según dicen otros.
Debería pensar en cómo prolongar esta agonía, y no en mi muerte… soy un caballero, y hay que seguir jugando hasta el final… y seguir viviendo hasta el final… mi rival es muy bueno, pero podría despistarse, y si se equivoca en una sola jugada, entonces… podría desplazar ese alfil al extremo del tablero, y amenazar con él al mismo tiempo su nueva reina y su viejo rey… entonces tendría que elegir.
Empiezo a confundir el latido de mi corazón con el tic tac del reloj… el reloj suena más fuerte, pero mi corazón suena más cerca… me pregunto si mi rival oirá este latido, y eso le hará apiadarse de mí… voy a mirarle un momento… nadie puede acusarme de ladrón por lanzarle una mirada furtiva… no despega la vista del tablero, parece que vive ahí, en ese reino con dos reinas y un rey… si existiera, el reino sería convulso… habría que matar a una reina para que el rey pudiera vivir… o matar al rey, y dejar luego que las reinas se mataran entre ellas… al final tal vez acabase gobernando un caballo… no lo había pensado, pero es gracioso que en el ajedrez valgan más los caballos que los peones… los peones parecen personas, obreros, soldados… los caballos son bestias… si este juego tuviera lógica, los peones deberían montar encima de los caballos y dirigirlos… pero es al revés, son los caballos los que saltan por encima de los peones.
Estoy empezando a delirar… creo que es porque en la siguiente jugada me van a dar el jaque mate, y eso siempre me pone muy nervioso… el condenado a muerte se debe de sentir igual… sabes que vas a perder, y eso es parecido a saber que vas a morir… por lo menos en el ajedrez.
Ya está, por fin ha matado al rey… aunque en realidad no lo mata, ni se lo come ni nada… simplemente lo señala, lo domina, le dice “de ahí no pasas, esto es un jaque mate”… pero no se le puede ahogar… aunque el ahogo conlleva la muerte, la verdad no entiendo tantas distinciones… el caso es que por fin he perdido, y puedo darle la mano a ese señor tan elegante… pero no voy a poder tomar nada con él, porque a mi izquierda hay otro pardillo como yo… que también anhela jugar una partida sin saber que le van a dar el jaque mate, y que no hay remedio ni esperanza de evitarlo.
martes, 13 de julio de 2010
El señor
Un señor de mediana edad entró en un restaurante de nombre artístico: Francisco de Goya. El rótulo luminoso sugería que aquel local se transformaba en un bar animado y lujurioso durante la noche. Abrió el pomo de la puerta, que simulaba el aspecto de un corazón, con cuidado y casi a cámara lenta, como si de verdad le estuviera abriendo el corazón a una persona. Un chorro de luz entre azulada y violácea y una suave sensación de calor le recibieron en la entrada. Dos camareras atractivas, una africana y otra asiática, le saludaron con dos sonrisas idénticas.
-¿Qué desea, señor?— preguntó la africana con un timbre grave y alegre.
-Comer, si es posible.
-Pol aquí— indicó la china, casi con una reverencia en la voz y en el porte.
El señor siguió a la camarera asiática, que le condujo a un piso inferior donde había varias mesas, todas sin ocupación.
-Donde usté guste.
El señor (que era calvo y bastante gordo, de movimientos pausados) se sentó en un rincón y esperó. El comedor lo atiborraban copias baratas de algunos de los cuadros más famosos de Francisco de Goya: dos majas, una bien desnuda y otra bien vestida (pero ambas mal pintadas), le observaban desde el extremo superior derecho de la estancia. Enfrente tenía el rostro sin autoridad de Carlos IV, rodeado de sus familiares más cercanos, y a su izquierda notaba la mirada de seis niños simpáticos y dos duques maduros. También figuraban representaciones de perros, de paisajes y de jóvenes en la flor de la vida. De las pinturas negras o de los desastres de la guerra no había ni rastro. Supuso que los encargados juzgaron inapropiada la presencia de temas inquietantes para acompañar a los comensales.
La camarera china apareció de nuevo con su sonrisa de papel reciclado, sosteniendo una libreta en su mano izquierda y un bolígrafo en la derecha.
-¿Comerá de menú, señol?
El señor, o señol, se rascó la calva antes de contestar.
-Para saberlo necesito ver todos los platos.
-Claro. Ahora vuelvo, señol.
Al cabo de un minuto reapareció la señorita con una carta de plástico. En la portada figuraba otra representación de la maja desnuda. Pensó por un momento que preferiría ver a la china desnuda antes que a la maja desnuda, pues la camarera, pese a su escasa estatura, tenía buen tipo, con unos pechos prominentes que se insinuaban bajo el escote de su vestido azul.
-Aquí tiene, señol.
-Perdone, pero creo que no me entendió bien. Le dije que necesitaba VER todos los platos. Como comprenderá, leer su nombre escrito no me ayuda en nada.
La china parpadeó varias veces y se tocó su melena morena, rasgándose dos o tres pelos.
-No entiendo, señol.
El hombre habló despacio y levantó un poco la voz, esforzándose en vocalizar.
-Lo que de verdad le agradecería es que me trajese todos los platos que tienen en el restaurante. Sólo entonces podría determinar cuál de ellos voy a elegir.
Como la camarera parecía igual de desorientada, el señor aclaró su petición, mientras miraba alguna de las propuestas de la carta.
-Cuando hablo de platos no me refiero a los recipientes, sino a la comida. Parece que tienen ternera guisada, lomo, rape… entre otras cosas. ¿Podría traerme todo para que pudiera decidirme?
-Un momento.
La camarera asiática subió las escaleras casi corriendo. Al señor le llegó un rumor de voces airadas desde el piso de arriba, pero no entendió ni una palabra. Quien bajó esta vez fue la camarera africana, pisando fuerte con sus tacones y ajustándose su camiseta blanca de tirantes. No había sonrisa en su rostro, sino una sobredosis de seriedad. Su voz potente retumbó en la estancia vacía.
-Mi compañera Xiuxiu dice que usted no se decide a pedir ningún plato. Dice que quiere verlos todos antes de elegir. No sé si ha querido burlarse de mi amiga, pero sabe que eso no es posible, así que pida algo o márchese.
Esta vez fue el señor quien parpadeó confundido. Nunca habría imaginado que su petición provocase una reacción tan violenta, contrastada con la simpatía con que las chicas le recibieron.
-Debe de haberse producido un malentendido. En absoluto quise burlarme de la señorita Xiuxiu. Si no es posible ver todos los platos, me gustaría al menos conocer los del menú. Yo no soy capaz de decidirme por un plato si antes no lo he visto y olido.
La camarera africana se cruzó de brazos y observó ceñuda al señor.
-Está bien, le sacaré los platos del menú. Espere.
Las dos camareras bajaron cinco minutos más tarde. La africana, que parecía una giganta al lado de su compañera, llevaba dos platos y la asiática, cabizbaja y con los ojos hinchados, portaba un tercero.
-Aquí están los tres platos del menú. A ver con cuál se queda el señor —la africana se ensañó con la última palabra, como retorciéndola en la boca hasta disolverla.
El hombre tenía ante sí un plato de macarrones a la boloñesa, uno de lentejas y una ensaladilla rusa. Los inspeccionó con los ojos bien abiertos, pasando la mirada de uno a otro, concentradísimo. Después se levantó del asiento para olerlos de cerca. Casi enfangó su nariz con el caldo de las lentejas y con la salsa de los macarrones. Cuando hubo concluido su inspección, se dirigió a las dos camareras. La africana, otra vez cruzada de brazos, lo miraba desafiante, y la china mantenía la vista fija en las viandas.
-Siento haberles causado tantas molestias. En condiciones normales les pediría que me dejaran probar sus alimentos, y entonces tomaría la decisión final. Pero, como no deseo importunarlas más, y se me está haciendo un poco tarde, creo que hoy me quedaré sin comer. Buenas tardes.
-¿Qué desea, señor?— preguntó la africana con un timbre grave y alegre.
-Comer, si es posible.
-Pol aquí— indicó la china, casi con una reverencia en la voz y en el porte.
El señor siguió a la camarera asiática, que le condujo a un piso inferior donde había varias mesas, todas sin ocupación.
-Donde usté guste.
El señor (que era calvo y bastante gordo, de movimientos pausados) se sentó en un rincón y esperó. El comedor lo atiborraban copias baratas de algunos de los cuadros más famosos de Francisco de Goya: dos majas, una bien desnuda y otra bien vestida (pero ambas mal pintadas), le observaban desde el extremo superior derecho de la estancia. Enfrente tenía el rostro sin autoridad de Carlos IV, rodeado de sus familiares más cercanos, y a su izquierda notaba la mirada de seis niños simpáticos y dos duques maduros. También figuraban representaciones de perros, de paisajes y de jóvenes en la flor de la vida. De las pinturas negras o de los desastres de la guerra no había ni rastro. Supuso que los encargados juzgaron inapropiada la presencia de temas inquietantes para acompañar a los comensales.
La camarera china apareció de nuevo con su sonrisa de papel reciclado, sosteniendo una libreta en su mano izquierda y un bolígrafo en la derecha.
-¿Comerá de menú, señol?
El señor, o señol, se rascó la calva antes de contestar.
-Para saberlo necesito ver todos los platos.
-Claro. Ahora vuelvo, señol.
Al cabo de un minuto reapareció la señorita con una carta de plástico. En la portada figuraba otra representación de la maja desnuda. Pensó por un momento que preferiría ver a la china desnuda antes que a la maja desnuda, pues la camarera, pese a su escasa estatura, tenía buen tipo, con unos pechos prominentes que se insinuaban bajo el escote de su vestido azul.
-Aquí tiene, señol.
-Perdone, pero creo que no me entendió bien. Le dije que necesitaba VER todos los platos. Como comprenderá, leer su nombre escrito no me ayuda en nada.
La china parpadeó varias veces y se tocó su melena morena, rasgándose dos o tres pelos.
-No entiendo, señol.
El hombre habló despacio y levantó un poco la voz, esforzándose en vocalizar.
-Lo que de verdad le agradecería es que me trajese todos los platos que tienen en el restaurante. Sólo entonces podría determinar cuál de ellos voy a elegir.
Como la camarera parecía igual de desorientada, el señor aclaró su petición, mientras miraba alguna de las propuestas de la carta.
-Cuando hablo de platos no me refiero a los recipientes, sino a la comida. Parece que tienen ternera guisada, lomo, rape… entre otras cosas. ¿Podría traerme todo para que pudiera decidirme?
-Un momento.
La camarera asiática subió las escaleras casi corriendo. Al señor le llegó un rumor de voces airadas desde el piso de arriba, pero no entendió ni una palabra. Quien bajó esta vez fue la camarera africana, pisando fuerte con sus tacones y ajustándose su camiseta blanca de tirantes. No había sonrisa en su rostro, sino una sobredosis de seriedad. Su voz potente retumbó en la estancia vacía.
-Mi compañera Xiuxiu dice que usted no se decide a pedir ningún plato. Dice que quiere verlos todos antes de elegir. No sé si ha querido burlarse de mi amiga, pero sabe que eso no es posible, así que pida algo o márchese.
Esta vez fue el señor quien parpadeó confundido. Nunca habría imaginado que su petición provocase una reacción tan violenta, contrastada con la simpatía con que las chicas le recibieron.
-Debe de haberse producido un malentendido. En absoluto quise burlarme de la señorita Xiuxiu. Si no es posible ver todos los platos, me gustaría al menos conocer los del menú. Yo no soy capaz de decidirme por un plato si antes no lo he visto y olido.
La camarera africana se cruzó de brazos y observó ceñuda al señor.
-Está bien, le sacaré los platos del menú. Espere.
Las dos camareras bajaron cinco minutos más tarde. La africana, que parecía una giganta al lado de su compañera, llevaba dos platos y la asiática, cabizbaja y con los ojos hinchados, portaba un tercero.
-Aquí están los tres platos del menú. A ver con cuál se queda el señor —la africana se ensañó con la última palabra, como retorciéndola en la boca hasta disolverla.
El hombre tenía ante sí un plato de macarrones a la boloñesa, uno de lentejas y una ensaladilla rusa. Los inspeccionó con los ojos bien abiertos, pasando la mirada de uno a otro, concentradísimo. Después se levantó del asiento para olerlos de cerca. Casi enfangó su nariz con el caldo de las lentejas y con la salsa de los macarrones. Cuando hubo concluido su inspección, se dirigió a las dos camareras. La africana, otra vez cruzada de brazos, lo miraba desafiante, y la china mantenía la vista fija en las viandas.
-Siento haberles causado tantas molestias. En condiciones normales les pediría que me dejaran probar sus alimentos, y entonces tomaría la decisión final. Pero, como no deseo importunarlas más, y se me está haciendo un poco tarde, creo que hoy me quedaré sin comer. Buenas tardes.
lunes, 5 de julio de 2010
Un gato con mucha cabeza
La primera vez que lo vimos nos pareció un gato muy mono. Sí, eso nos pareció, y por eso mi hermana lo recogió sobre la capota del coche rojo. Nos pareció curioso que aquel gato no se escondiera debajo de los coches, como hacen todos los gatos. Pensamos que era un gato exhibicionista, con su larga cola contorneándose en el aire. Después nos fijamos mejor y nos asombró el tamaño de su cabeza, casi como la de un niño pequeño. Mi hermana lo cogió por los pelos del cuello, acunándolo como a un bebé, y le sonrió. Luego comprobamos que pesaba más de 8 kilos. El gato maulló varias veces con un tono agudo, apremiante. Pensamos que tendría hambre o alguna otra necesidad, así que decidimos refugiarlo en nuestra casa.
Como ya sabes, a nosotros se nos murió un gato hace unos meses, ni muchos ni pocos, los justos para que nos apeteciera tener otro sin que el recuerdo perjudicara al nuevo inquilino, y sin que el olvido amenazara nuestra afición por los pequeños felinos. El gato, además, era muy mono, y nos encariñamos enseguida con él. Tenía un pelaje suave, combinado en blanco y negro de un modo peculiar, muy retro. La mayor parte de su cuerpo estaba cubierto de pelos blancos, pero aquí y allá tenía unos cuantos mechones negros: uno grande cerca de la cola, otro en la cabeza, y varios sobre el lomo y entre las patas. Así que decidimos llamarlo Dálmata, aunque mi madre decía que era nombre de perro y que tendríamos que haberlo llamado Gary o Bobby, porque en su pelaje se podía improvisar una partida de ajedrez. A ninguno se nos ocurrió llamarlo Cabezón, pese a que esa era la característica más llamativa de su aspecto.
El caso es que el gato se comportó de manera muy rara desde el primer momento, y tendríamos que haber sospechado algo. Pero claro, quién podía imaginarse una cosa así. Lo dejamos que se desenvolviera por la casa a su libre albedrío, mas no había manera de apartarlo de nosotros. Era como si se hubiera enamorado de nuestra hospitalidad. Nos acariciaba las piernas con sus patitas, incluso la cara cuando lo sujetábamos cerca de nosotros: Ha debido de sufrir mucho en la calle, el pobre, dedujo mi hermana mientras le rascaba la cabeza.
El gato comía poco, y sólo los restos de alimentos humanos. No probaba las latas de los gatos ni de los perros. Es un poco caprichoso para haber sufrido tanto, pensé yo, pero no lo dije porque aquel gatito me parecía encantador, y tan listo que casi lo veía capaz de ofenderse por mis palabras. Averiguó él solo dónde debía orinar, y a los diez minutos ya se ubicaba por la casa y desfilaba por los pasillos con plena soltura. Pero sobre todo tenía una manera de mirar, con esos ojos azules que destellaban una luz triste, capaz de conmover a un alérgico. Te habría encantado incluso a ti, Pili, que no te gustan los animales.
Pronto empezó a hacer el intento de andar sobre sus patas traseras. Era de lo más cómico ver cómo se desplazaba a trompicones unos centímetros, apoyándose en las paredes, y resbalaba a los pocos segundos. Pero, para ser justos, enseguida hizo rápidos progresos, y a las pocas horas ya era capaz de cruzar el salón de punta a punta en una especie de ballet ondulante. Se convirtió nada más llegar en la atracción y el asombro de la casa. Interrumpíamos casi cualquier cosa por verle. Después de cada tropezón, el gato nos miraba con los ojos muy abiertos y movía sus patitas arriba y abajo, reclamando nuestra atención.
Otra cosa increíble fue cuando se subió encima de la mesa a la hora de comer. Mi hermana y yo habíamos terminado el plato de sopa y estábamos esperando a que se hiciera el segundo, cuando vimos cómo Dálmata saltaba primero del suelo a la silla, y luego de la silla a la mesa. Entonces se acercó a la cuchara y trató de cogerla con las dos patas delanteras. Consiguió levantarla un poco e impulsarla hacia el plato, como si quisiera apurar con ella el sorbito que quedaba. Pero pronto la cuchara se le hizo demasiado pesada, o sus pezuñas muy pequeñas o muy torpes, y se le cayó con estrépito sobre el plato. Imagínate la cara de mi hermana y la mía. Aquella actitud era lo más antinatural e inconcebible para un gato. Si hubiera querido chupar la sopa, le habría bastado con estirar su lengua pringosa y lamer el recipiente. Ahora entendemos el mensaje que el pobre Dálmata intentó lanzarnos, y que se nos escapó entre el asombro y la incredulidad. Entonces no entendimos nada, claro.
Pero esto no es lo más extraordinario de todo, porque lo que pasó al día siguiente excedió todos los límites de la lógica felina y humana. Dálmata (aunque yo propuse que lo llamáramos Einstein, por las habilidades formidables que mostraba o trataba de mostrarnos), empezó a maullar a la desesperada justo cuando comenzó la publicidad del programa televisivo que nos distraía. Nos hizo unos gestos inequívocos con sus patas. Adelantó la delantera derecha y enseñó una garra, señalando con ella nuestros rostros, y después a sí mismo. Avanzó unos pasos hacia la puerta del salón, y como nosotros seguíamos ahí mirándolo, pasmados, se tiró en el suelo bocabajo y se echó las patas a la cabeza, pronunciando un maullido quejumbroso y prolongado. Yo me levanté del sofá, y el gato recuperó enseguida su posición cuadrúpeda, repitiendo sus gestos. Cuánto nos costó entenderle, y mira que sus señales eran inequívocas.
El gato nos condujo hasta el cuarto de baño, empujando la puerta entreabierta con su cuerpo. Dio un pequeño salto para encender el interruptor de la luz, y otro parecido para encaramarse en la tapa bajada del váter. Tambaleó al filo de la caída, pero logró sostenerse en equilibrio. Debía de haberlo ensayado cuando no mirábamos, o de lo contrario era un acróbata inigualable aun para los tigres más ágiles del circo. Entonces el gato, porque era macho, levantó su cola y preparó su pene, sosteniéndose sobre sus patas traseras, y empezó a orinar de un modo muy similar al que ejecutaría cualquier hombre. La orina sonó suave, apenas unas gotas que no removieron el fondo del desagüe. El gato no pudo aguantar mucho tiempo el peso de su cabeza y cayó hacia delante, zambulléndose en el agua estancada. Corrimos a sacarlo y a secarlo, y el gato no volvió a abrir la boca durante el resto del día.
Pili, no me mires con esos ojos y esa cara de incredulidad, como si no te lo creyeras. Nosotros también miramos así al pobre gato mientras se sacudía el agua y temblaba de frío en el salón. Sus pelos puntiagudos se desbocaron en todas direcciones, y sus reiterados estornudos aumentaron mi sentido de culpabilidad. Me sentía frustrado, porque intuía que el gato trataba de lanzarnos una señal con esas demostraciones. Sabía que existía un móvil para todo aquello, pero ignoraba cuál, y eso me inquietaba.
Empezamos a debatir qué podíamos hacer con el felino. Mi madre dijo que debía de padecer algún trastorno de conducta. Algún gen gatuno debía de habérsele perdido en el tránsito hacia la vida, y por eso el animal se hallaba desconcertado e imitaba los comportamientos humanos. El gatito, todavía húmedo, se marchó cabizbajo cuando oyó aquello y se refugió en algún lugar fuera de nuestra vista. Yo lo defendí tenazmente. Dije que era un elegido, un eslabón entre el gato común y el catus sapiens, el felino inteligente y definitivo. Mi hermana propuso que lo lleváramos al veterinario para que lo juzgase; los tres accedimos.
Así que encerramos al gato en una jaula, lo cargamos al hombro y fuimos hasta el veterinario. El animal no decía ni una palabra, no maullaba, quiero decir. Se dejó coger sin oponer resistencia y se quedó ahí quieto, mirando a través de los barrotes desde la plaza trasera del coche. Mi madre conducía, mi hermana ocupaba el asiento delantero y yo me quedé atrás, observando a Dálmata. Me pareció que de sus ojos, apenas entreabiertos, se vislumbraba una brizna de humedad.
El veterinario nos recibió sonrientes. Puede que lo conozcas, es ese hombre ya mayor y bastante rico, calvo y rechoncho, equipado con esos anteojos naranjas que ha utilizado para examinar a cientos de animales: Veo que tenéis un nuevo miembro en la familia, nos dijo. Le contamos lo que te he contado a ti, y nos escuchó con una cara aún más pasmada que la tuya. Se quitaba los anteojos y se los volvía a poner cada pocos segundos, y lanzaba miradas furtivas y fruncidas al gato, que seguía encerrado en su jaula.
Al principio tampoco dio crédito, pensó que le gastábamos una broma, pero pronto percibió el tono serio de nuestro testimonio: Es un gato extraordinario, no cabe duda, sentenció, y yo miré a mi madre y a mi hermana con una expresión de triunfo. Sabía que tenía de genio algo más que de loco.
Entonces el veterinario sacó al gato de la jaula y lo puso en el centro de una mesa rectangular para examinarlo de cerca. Encendió también un flexo azul que había en el extremo, dirigiendo la luz hacia la cara del gato. Éste permaneció con los ojos cerrados y se dejó hacer mientras el especialista lo manoseaba. Le acarició su enorme cabeza, susurrando para sí; le cogió las pezuñas, forzándolo con la presión de sus dedos a mostrarle sus garras; le acarició sus delicados bigotes; le obligó a ponerse con la tripa hacia arriba; le abrió la boca y chequeó el estado de sus dientes y, por último, indagó en sus partes íntimas: Parece sano, y desde luego es un gato muy educado. Suelo llevarme unos cuantos arañazos siempre que hago esto. Algo así creo que nos dijo. Le temblaban un poco los dedos, su rostro se arrugaba en un rictus de concentración y los anteojos casi se le deslizaban hacia el suelo.
Abrió una puerta al fondo de la estancia y se metió tras ella, con el felino entre sus brazos. Nos quedamos los tres esperando, pues nos aseguró que no se demoraría. Eché un vistazo a la habitación. Era pequeña, un poco agobiante por el olor mezclado de gatos, perros y pájaros, y por la acumulación de pastillas, jarabes, cremas, galletitas y latas en una amplia estantería de caoba. Pensé que nuestro veterinario había sacrificado su espacio personal, poniendo sus necesidades por debajo de las necesidades de los animales. Lo cierto es que no gastaba mucho en decoración, pero tenía un equipo muy completo. Era un auténtico friki de las mascotas, y coleccionaba toda clase de objetos con que atenderlas.
Mi madre abrió la única ventana, oblicua a la tarima, y respiró en la calle, donde la gente se cobijaba de una incipiente lluvia. Escuchamos, provenientes del cuarto donde el veterinario se había recluido, unos sonidos parecidos al flash de una cámara fotográfica. Yo miraba la jaula vacía del gato con un nudo de aprensión en el estómago. Mi madre supuso que le estaría practicando unas radiografías. Mi hermana no dejaba de tocarse el pelo, y yo empecé a voltear la habitación, cabizbajo y nervioso. Tanto me abstraje que incluso me golpeé la pierna con la mesa, y por poco no derribo el flexo del doctor.
Se me hizo eterno el periodo de espera. Debió de ser media hora, paro se me agotaron allí la tarde y el ánimo. Al final no pudo contenerme y llamé a la puerta tres veces. El veterinario se disculpó y salió con el gato en una mano y una ancha diapositiva enmarcada en fondo negro en la otra: Observen esto, es lo más extraordinario que he visto nunca. Dejó al gato en el suelo, junto a la jaula, cerró la persiana y encendió otra vez el flexo, modulando el chorro de luz plateada a media intensidad para realzar la diapositiva.
Como podéis ver, este es un cerebro humano, muy similar al vuestro y al mío. Cogió una varilla de madera y comenzó a señalar sus partes. Yo empezaba a preguntarme qué justificaba esa clase de anatomía, cuando el doctor sacó otra diapositiva del mismo aspecto, pero con diferente contenido: Este es el cerebro de un gato normal. No hay comparación posible, es mucho más pequeño y con una forma diferente. Pues bien, la primera diapositiva que habéis visto es la del cerebro de vuestro gato. Por misterioso o increíble que parezca, no hay ninguna duda de que este gato posee el cerebro de un hombre.
Permanecimos los cuatro en silencio durante un par de minutos. Mi madre, mi hermana y yo pasábamos la mirada de una diapositiva a la otra, como hechizados por la revelación. El veterinario tenía los ojos perdidos en la persiana, y su cerebro tal vez se perdía imaginando los logros científicos anticipados por este descubrimiento.
Sentí vergüenza y la necesidad de disculparme de algún modo ante Dálmata, así que bajé la vista hacia su pequeña prisión. El catus sapiens se había esfumado. Mientras nosotros nos asombrábamos de su inteligencia humana, el gato al que jamás comprendimos se escurrió bajo la lluvia, y el único recuerdo que nos dejó fue un mechón de pelo negro en su jaula.
Como ya sabes, a nosotros se nos murió un gato hace unos meses, ni muchos ni pocos, los justos para que nos apeteciera tener otro sin que el recuerdo perjudicara al nuevo inquilino, y sin que el olvido amenazara nuestra afición por los pequeños felinos. El gato, además, era muy mono, y nos encariñamos enseguida con él. Tenía un pelaje suave, combinado en blanco y negro de un modo peculiar, muy retro. La mayor parte de su cuerpo estaba cubierto de pelos blancos, pero aquí y allá tenía unos cuantos mechones negros: uno grande cerca de la cola, otro en la cabeza, y varios sobre el lomo y entre las patas. Así que decidimos llamarlo Dálmata, aunque mi madre decía que era nombre de perro y que tendríamos que haberlo llamado Gary o Bobby, porque en su pelaje se podía improvisar una partida de ajedrez. A ninguno se nos ocurrió llamarlo Cabezón, pese a que esa era la característica más llamativa de su aspecto.
El caso es que el gato se comportó de manera muy rara desde el primer momento, y tendríamos que haber sospechado algo. Pero claro, quién podía imaginarse una cosa así. Lo dejamos que se desenvolviera por la casa a su libre albedrío, mas no había manera de apartarlo de nosotros. Era como si se hubiera enamorado de nuestra hospitalidad. Nos acariciaba las piernas con sus patitas, incluso la cara cuando lo sujetábamos cerca de nosotros: Ha debido de sufrir mucho en la calle, el pobre, dedujo mi hermana mientras le rascaba la cabeza.
El gato comía poco, y sólo los restos de alimentos humanos. No probaba las latas de los gatos ni de los perros. Es un poco caprichoso para haber sufrido tanto, pensé yo, pero no lo dije porque aquel gatito me parecía encantador, y tan listo que casi lo veía capaz de ofenderse por mis palabras. Averiguó él solo dónde debía orinar, y a los diez minutos ya se ubicaba por la casa y desfilaba por los pasillos con plena soltura. Pero sobre todo tenía una manera de mirar, con esos ojos azules que destellaban una luz triste, capaz de conmover a un alérgico. Te habría encantado incluso a ti, Pili, que no te gustan los animales.
Pronto empezó a hacer el intento de andar sobre sus patas traseras. Era de lo más cómico ver cómo se desplazaba a trompicones unos centímetros, apoyándose en las paredes, y resbalaba a los pocos segundos. Pero, para ser justos, enseguida hizo rápidos progresos, y a las pocas horas ya era capaz de cruzar el salón de punta a punta en una especie de ballet ondulante. Se convirtió nada más llegar en la atracción y el asombro de la casa. Interrumpíamos casi cualquier cosa por verle. Después de cada tropezón, el gato nos miraba con los ojos muy abiertos y movía sus patitas arriba y abajo, reclamando nuestra atención.
Otra cosa increíble fue cuando se subió encima de la mesa a la hora de comer. Mi hermana y yo habíamos terminado el plato de sopa y estábamos esperando a que se hiciera el segundo, cuando vimos cómo Dálmata saltaba primero del suelo a la silla, y luego de la silla a la mesa. Entonces se acercó a la cuchara y trató de cogerla con las dos patas delanteras. Consiguió levantarla un poco e impulsarla hacia el plato, como si quisiera apurar con ella el sorbito que quedaba. Pero pronto la cuchara se le hizo demasiado pesada, o sus pezuñas muy pequeñas o muy torpes, y se le cayó con estrépito sobre el plato. Imagínate la cara de mi hermana y la mía. Aquella actitud era lo más antinatural e inconcebible para un gato. Si hubiera querido chupar la sopa, le habría bastado con estirar su lengua pringosa y lamer el recipiente. Ahora entendemos el mensaje que el pobre Dálmata intentó lanzarnos, y que se nos escapó entre el asombro y la incredulidad. Entonces no entendimos nada, claro.
Pero esto no es lo más extraordinario de todo, porque lo que pasó al día siguiente excedió todos los límites de la lógica felina y humana. Dálmata (aunque yo propuse que lo llamáramos Einstein, por las habilidades formidables que mostraba o trataba de mostrarnos), empezó a maullar a la desesperada justo cuando comenzó la publicidad del programa televisivo que nos distraía. Nos hizo unos gestos inequívocos con sus patas. Adelantó la delantera derecha y enseñó una garra, señalando con ella nuestros rostros, y después a sí mismo. Avanzó unos pasos hacia la puerta del salón, y como nosotros seguíamos ahí mirándolo, pasmados, se tiró en el suelo bocabajo y se echó las patas a la cabeza, pronunciando un maullido quejumbroso y prolongado. Yo me levanté del sofá, y el gato recuperó enseguida su posición cuadrúpeda, repitiendo sus gestos. Cuánto nos costó entenderle, y mira que sus señales eran inequívocas.
El gato nos condujo hasta el cuarto de baño, empujando la puerta entreabierta con su cuerpo. Dio un pequeño salto para encender el interruptor de la luz, y otro parecido para encaramarse en la tapa bajada del váter. Tambaleó al filo de la caída, pero logró sostenerse en equilibrio. Debía de haberlo ensayado cuando no mirábamos, o de lo contrario era un acróbata inigualable aun para los tigres más ágiles del circo. Entonces el gato, porque era macho, levantó su cola y preparó su pene, sosteniéndose sobre sus patas traseras, y empezó a orinar de un modo muy similar al que ejecutaría cualquier hombre. La orina sonó suave, apenas unas gotas que no removieron el fondo del desagüe. El gato no pudo aguantar mucho tiempo el peso de su cabeza y cayó hacia delante, zambulléndose en el agua estancada. Corrimos a sacarlo y a secarlo, y el gato no volvió a abrir la boca durante el resto del día.
Pili, no me mires con esos ojos y esa cara de incredulidad, como si no te lo creyeras. Nosotros también miramos así al pobre gato mientras se sacudía el agua y temblaba de frío en el salón. Sus pelos puntiagudos se desbocaron en todas direcciones, y sus reiterados estornudos aumentaron mi sentido de culpabilidad. Me sentía frustrado, porque intuía que el gato trataba de lanzarnos una señal con esas demostraciones. Sabía que existía un móvil para todo aquello, pero ignoraba cuál, y eso me inquietaba.
Empezamos a debatir qué podíamos hacer con el felino. Mi madre dijo que debía de padecer algún trastorno de conducta. Algún gen gatuno debía de habérsele perdido en el tránsito hacia la vida, y por eso el animal se hallaba desconcertado e imitaba los comportamientos humanos. El gatito, todavía húmedo, se marchó cabizbajo cuando oyó aquello y se refugió en algún lugar fuera de nuestra vista. Yo lo defendí tenazmente. Dije que era un elegido, un eslabón entre el gato común y el catus sapiens, el felino inteligente y definitivo. Mi hermana propuso que lo lleváramos al veterinario para que lo juzgase; los tres accedimos.
Así que encerramos al gato en una jaula, lo cargamos al hombro y fuimos hasta el veterinario. El animal no decía ni una palabra, no maullaba, quiero decir. Se dejó coger sin oponer resistencia y se quedó ahí quieto, mirando a través de los barrotes desde la plaza trasera del coche. Mi madre conducía, mi hermana ocupaba el asiento delantero y yo me quedé atrás, observando a Dálmata. Me pareció que de sus ojos, apenas entreabiertos, se vislumbraba una brizna de humedad.
El veterinario nos recibió sonrientes. Puede que lo conozcas, es ese hombre ya mayor y bastante rico, calvo y rechoncho, equipado con esos anteojos naranjas que ha utilizado para examinar a cientos de animales: Veo que tenéis un nuevo miembro en la familia, nos dijo. Le contamos lo que te he contado a ti, y nos escuchó con una cara aún más pasmada que la tuya. Se quitaba los anteojos y se los volvía a poner cada pocos segundos, y lanzaba miradas furtivas y fruncidas al gato, que seguía encerrado en su jaula.
Al principio tampoco dio crédito, pensó que le gastábamos una broma, pero pronto percibió el tono serio de nuestro testimonio: Es un gato extraordinario, no cabe duda, sentenció, y yo miré a mi madre y a mi hermana con una expresión de triunfo. Sabía que tenía de genio algo más que de loco.
Entonces el veterinario sacó al gato de la jaula y lo puso en el centro de una mesa rectangular para examinarlo de cerca. Encendió también un flexo azul que había en el extremo, dirigiendo la luz hacia la cara del gato. Éste permaneció con los ojos cerrados y se dejó hacer mientras el especialista lo manoseaba. Le acarició su enorme cabeza, susurrando para sí; le cogió las pezuñas, forzándolo con la presión de sus dedos a mostrarle sus garras; le acarició sus delicados bigotes; le obligó a ponerse con la tripa hacia arriba; le abrió la boca y chequeó el estado de sus dientes y, por último, indagó en sus partes íntimas: Parece sano, y desde luego es un gato muy educado. Suelo llevarme unos cuantos arañazos siempre que hago esto. Algo así creo que nos dijo. Le temblaban un poco los dedos, su rostro se arrugaba en un rictus de concentración y los anteojos casi se le deslizaban hacia el suelo.
Abrió una puerta al fondo de la estancia y se metió tras ella, con el felino entre sus brazos. Nos quedamos los tres esperando, pues nos aseguró que no se demoraría. Eché un vistazo a la habitación. Era pequeña, un poco agobiante por el olor mezclado de gatos, perros y pájaros, y por la acumulación de pastillas, jarabes, cremas, galletitas y latas en una amplia estantería de caoba. Pensé que nuestro veterinario había sacrificado su espacio personal, poniendo sus necesidades por debajo de las necesidades de los animales. Lo cierto es que no gastaba mucho en decoración, pero tenía un equipo muy completo. Era un auténtico friki de las mascotas, y coleccionaba toda clase de objetos con que atenderlas.
Mi madre abrió la única ventana, oblicua a la tarima, y respiró en la calle, donde la gente se cobijaba de una incipiente lluvia. Escuchamos, provenientes del cuarto donde el veterinario se había recluido, unos sonidos parecidos al flash de una cámara fotográfica. Yo miraba la jaula vacía del gato con un nudo de aprensión en el estómago. Mi madre supuso que le estaría practicando unas radiografías. Mi hermana no dejaba de tocarse el pelo, y yo empecé a voltear la habitación, cabizbajo y nervioso. Tanto me abstraje que incluso me golpeé la pierna con la mesa, y por poco no derribo el flexo del doctor.
Se me hizo eterno el periodo de espera. Debió de ser media hora, paro se me agotaron allí la tarde y el ánimo. Al final no pudo contenerme y llamé a la puerta tres veces. El veterinario se disculpó y salió con el gato en una mano y una ancha diapositiva enmarcada en fondo negro en la otra: Observen esto, es lo más extraordinario que he visto nunca. Dejó al gato en el suelo, junto a la jaula, cerró la persiana y encendió otra vez el flexo, modulando el chorro de luz plateada a media intensidad para realzar la diapositiva.
Como podéis ver, este es un cerebro humano, muy similar al vuestro y al mío. Cogió una varilla de madera y comenzó a señalar sus partes. Yo empezaba a preguntarme qué justificaba esa clase de anatomía, cuando el doctor sacó otra diapositiva del mismo aspecto, pero con diferente contenido: Este es el cerebro de un gato normal. No hay comparación posible, es mucho más pequeño y con una forma diferente. Pues bien, la primera diapositiva que habéis visto es la del cerebro de vuestro gato. Por misterioso o increíble que parezca, no hay ninguna duda de que este gato posee el cerebro de un hombre.
Permanecimos los cuatro en silencio durante un par de minutos. Mi madre, mi hermana y yo pasábamos la mirada de una diapositiva a la otra, como hechizados por la revelación. El veterinario tenía los ojos perdidos en la persiana, y su cerebro tal vez se perdía imaginando los logros científicos anticipados por este descubrimiento.
Sentí vergüenza y la necesidad de disculparme de algún modo ante Dálmata, así que bajé la vista hacia su pequeña prisión. El catus sapiens se había esfumado. Mientras nosotros nos asombrábamos de su inteligencia humana, el gato al que jamás comprendimos se escurrió bajo la lluvia, y el único recuerdo que nos dejó fue un mechón de pelo negro en su jaula.
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