viernes, 28 de diciembre de 2012

Breve despedida y agradecimiento a los lectores



2012 termina. Para bien o para mal, los recuerdos atesorados a lo largo del año, las vivencias y los padecimientos que nos sacudieron ya forman parte del pasado, esa construcción de la memoria que, sin importar los añadidos ficcionales que contenga, conforma nuestra identidad. Es el momento de mirar hacia el futuro, esa otra construcción que solo existe en la medida en que nos da por creer en ella. Los sueños se transformarán, las expectativas se volverán humo, piedra o realidad, se empezará a hablar de la desaceleración de la crisis económica, de las perspectivas de crecimiento inverso, del paro de la prima. La política seguirá siendo un asco, los medios de comunicación pretenderán fabricar cada semana acontecimientos históricos, reuniones decisivas, palabras salvadoras.

Habrá otras cosas que cambien, sin duda. No soy de los que piensan que la historia se repite, a menos que se simplifiquen drásticamente sus contextos. Y algunos cambios serán para mejor. Que cada cual haga su lista de deseos. Quien puede ser un poco solidario, que lo sea. Yo me limito a pediros que el año que viene sigáis leyendo las historias que tengo para contaros. Porque la vida del blog la determinan sus visitantes, esas personas que están al otro lado de la pantalla y que le recuerdan a uno que la escritura es algo más que una actividad solitaria.

No os cortéis a la hora de publicar una crítica o una sugerencia. Si os parece que vale la pena lo que escribo, compartidlo con vuestros contactos. Porque este espacio evoluciona con cada lectura, con el beso o la bofetada de cada comentario, con vuestra paciencia, indulgencia e interés. Gracias a todos por haber contribuido al crecimiento del blog a lo largo del año que termina. Sois mucho más que un número que registra el contador de visitas. Sois quienes descubrís mis aciertos y mis fallos, sois, en suma, los co-autores del blog.  Espero que sigamos construyendo juntos este edificio de palabras, que son el material más perdurable que atestigua la existencia del ser humano.
 
Feliz 2013
 

martes, 18 de diciembre de 2012

Escritores autopublicados en Amazon: el fenómeno indie


Amazon es una jungla de libros donde coexisten miles de especies diferentes, aunque algunas se convierten enseguida en líderes del rebaño. La versión digital del ilustrísimo Don Quijote de la Mancha (que puede descargarse gratis) aparece al lado de Cincuenta sombras de Grey, por 9,49 €. Pero no solo conviven clásicos y superventas. Además existe un grupo de autores independientes que publican por su cuenta y tratan de abrirse camino sin ayuda de nadie, machete en mano y a pecho descubierto.    
 
Amazon no solo vende toda clase de libros, sino también toda clase de cosas: videojuegos, relojes, zapatos, guitarras… Sin embargo, se ha convertido en el portal de referencia para comprar e-books. También en la lengua de Cervantes, en especial desde que se asentara su filial española, Amazon.es. Miles de escritores han publicado sus obras en esta inmensa librería online. Libros sobre cocina, sobre tenis, sobre automóviles, sobre cómo vender tu libro en Amazon… y también novelas, relatos y poesías de autores que, algunas veces, han emergido del completo anonimato para alcanzar un éxito rompedor. Son los llamados indie, que tienen su propia sección en el gigante de internet.
 
Cada vez es menos extraño que un escritor se autopublique en Amazon y después sea fichado por una editorial para ser publicado en papel. Es una estrategia que reduce el riesgo en estos tiempos en que cada inversión provoca ardores de estómago. Amazon realiza el estudio de mercado para el que no hay tiempo ni dinero en un sector en clara sobreoferta. También surgen editoriales especializadas en la publicación digital, como B de Books. Rastrean a los nombres que están triunfando en Amazon y los incluyen en sus catálogos, contribuyendo a la difusión de sus obras.
 
Quienes nunca dejarán de correr riesgos son los escritores. Autopublicarse tiene consecuencias. Para empezar, sus libros dejan de ser inéditas y, por tanto, inhábiles para la mayoría de concursos y editoriales que aceptan manuscritos. Además, no debe olvidarse que el mercado de los e-books, el punto fuerte de los autores indie, solo supone alrededor del 4% de la facturación del sector literario, según los informes del Observatorio de la Lectura y el Libro 
 
¿Cómo existir en Amazon?
 
Casi ninguno de los indie escogió Amazon como primera opción. Carlos Moreno Martín, autor de la Saga Quinox, reconoce que la autopublicación “sigue siendo un experimento”.  Pero no es una aventura que se afronte en solitario. Hay muchos colegas que están dispuestos a echar una mano: “Si en algo se caracteriza esta manera de publicar es en la ayuda que nos prestamos los unos a los otros”, asegura. Estos escritores de nuevo cuño no se definen por la posesión de un ego arrollador, sino por asociarse con otros compañeros. Para ello forman grupos en Facebook, Twitter o Google + en los que se dan consejos y se promocionan los unos a los otros. Incluso generan espacios y comunidades propias como Generación Kindle, cuya web no para de generar noticias acerca de sus andanzas. Saben que en solitario no son nadie, pero juntos adquieren fuerza.
 
Las ventajas no son pocas. Francisco José Palacios,  autor de El alma que vistes, destaca “el beneficio de la inmediatez”, ya que en unos pocos minutos puedes ver tu libro publicado, en vez de tener que esperar durante meses la improbable respuesta de una editorial o a la providencia de los concursos literarios. La segunda ventaja es “el control de las ventas”,  que es posible seguir casi a tiempo real. Además, “con una buena red de contactos que comenten, valoren y promocionen tu obra en las redes sociales, las ventas están casi aseguradas”.
 
Otra ventaja para los autores es que el porcentaje de sus derechos de autor es muy superior a lo habitual en papel, que se sitúa en torno al 10% del precio de venta en las librerías. Iván Hernández, cuyo libro La protegida Wittman se codea en las primeras posiciones de la lista general de Amazon.es con clásicos como Henry James o escritores superventas como E.L. James, explica que el precio de venta determina ese porcentaje: “Si lo vendes a 1 €, ganas 0,30 €. Si lo vendes a partir de 2,79€ tu beneficio sube hasta el 70%”. Sin embargo, “la gente gasta 1 € por un desconocido. 3 € es más difícil, 5 € impensable”.
 
Muchos indie optan por poner el precio mínimo a sus obras: 0,89 €. Es la manera  de competir con los libros publicados por las editoriales, que suelen tener un coste muy superior. Vender más por menos, esa parece ser la estrategia más provechosa. Amazon permite subir y bajar los precios tantas veces como el autor lo desee, e incluso ofrecer la obra gratis durante unos días con el objetivo de ganar mayor visibilidad.                     
 
No solo las ventas son importantes. También las valoraciones y los comentarios influyen en la captación de nuevos lectores. El mundo virtual favorece las trampas. Algunos se crean cuentas falsas para poner sus propios e-books por las nubes, compran muchos ejemplares para que aparezcan entre los más vendidos de su género o critican a mansalva las obras de sus compañeros. En esta jungla también hay quien ni vende ni deja vender, o al menos lo intenta. Para darle mayor seriedad al asunto, Amazon ofrece al comentarista la opción de demostrar que ha comprado el libro.   
  
¿Qué pasa con las editoriales?
 
Amazon es una amenaza para el negocio tradicional de las editoriales, basado en la venta de libros físicos. O tal vez no. Sobre este tema no hay ningún consenso. José Enrique Serrano Expósito, autor de varios libros autopublicados, cree que “la temen; consideran a esa multinacional un competidor peligroso... aunque algunas aplican aquello de si no puedes con ella, únete a ella”. Afirma que algunas editoriales “se molestan si ven tu libro en Amazon”, si bien esto sucede cada vez menos.        

Francisco José Palacios dice que, al principio, “las editoriales tradicionales han visto en Amazon un enemigo, pues los costos que maneja dicha plataforma son tan bajos que permiten unos precios ridículos”. Pero con el tiempo han aprendido que “Amazon no es una amenaza, sino una oportunidad”, tanto para vender en formato digital como en papel. Blanca Miosi, una de las escritoras más vendidas en Amazon, tiene claro que las editoriales han de  “adaptarse a los nuevos tiempos” ya que “está comprobado que muchos de los manuscritos rechazados han funcionado de cara al público”.
 
La existencia de las editoriales tal y como se han entendido hasta ahora está en el centro de la discusión. Los lectores y autores tienen la posibilidad de suprimir las barreras que había entre ellos y comunicarse de manera directa. Esto permite a los escritores conocer de primera mano las reacciones que genera su obra y actuar en consecuencia. Carlos Moreno cree que el filtro de las editoriales ya no es necesario porque “el hecho de que haya un sello detrás de una novela no implica calidad”. Asegura que quienes tienen prejuicios negativos hacia los autopublicados “se sorprenderían de las historias que se están perdiendo”. Iván Hernández se pregunta “¿quién es una editorial para decidir lo que se puede o no se puede leer?”, mientras José Enrique Serrano considera que “la gente cada vez se fija menos en lo que dicen las editoriales a la hora de escoger un libro”.                 
 
Ellas tienen su propia versión del asunto. Según el Departamento de Comunicación de  Ediciones aContracorriente, “lo que sí es necesario es el filtro de calidad de las obras para preservar las bases culturales de la escritura”. Ahora bien, reconocen que si un autopublicado “realiza un trabajo de corrección gramatical y estilístico profesional y es capaz de lograr una visibilidad y distribución decente, no necesita una editorial para nada”. Pero este sello no deja de ser una rara avis en el mundillo, ya que conciben las editoriales como “agencias de servicios para escritores”.
 
Antón Castro, escritor y periodista gallego, es de una opinión bien distinta. Cree que ahora “cualquier cosa que escribimos nos parece que es una obra maestra y que debe leerla todo el mundo” y que si no te publican puede suponer “un estímulo a mejorar, aunque las editoriales se equivocan mucho, felizmente”. Considera que “el universo digital es un gran enigma, un pozo sin fondo”. Francisco José Palacios reconoce que muchos de los libros que se publican en las plataformas virtuales “no alcanzan una calidad mínima para que ninguna editorial quiera publicarlos en papel”, si bien “entre tanta paja se pueden encontrar obras de una calidad literaria impresionante”.                                   
 
En lo que coinciden todos los indie es en la puntualidad de Amazon en los pagos y en la sencillez del proceso de autopublicación para cualquier persona acostumbrada a usar ordenadores. Basta con seguir las instrucciones que te proporciona su página web para introducirte en la jungla digital. Lo difícil no es llegar, sino evitar que te aplasten quienes tienen una posición de dominio. Al escritor le espera un trabajo duro: crear o encargar una buena portada, corregir su obra, promocionarla… Solo unos pocos saldrán bien librados, pero los autores de mayor éxito pueden ganar más de mil euros al mes. Ya se sabe que ser mileurista en estos tiempos que corren no es ninguna tontería, pero si además lo consiguen cumpliendo el sueño de publicar sus libros, ¿qué más se puede pedir?

martes, 11 de diciembre de 2012

Escribir para pensar, pensar para escribir




La distinción entre el lenguaje escrito y el hablado es obvia. No es extraño el caso de los escritores que son brillantes en el primero y mediocres en el segundo. También hay oradores ingeniosos que se pierden cuando deben solidificar su discurso en la palabra escrita. A esta siempre se le exige mayor exactitud, pues se presupone que ha sido objeto de mayor reflexión.

Pero de lo que quiero hablar en esta entrada es de una tercera vía del lenguaje que no trasciende a los demás: el del pensamiento. Cuando tratamos de ordenar nuestras ideas y traducirlas en palabras, utilizamos un lenguaje diferente. Hay muchas frases que no necesitamos construir: son un flechazo del intelecto. No necesitamos explicar con tanto detalle el flujo del pensamiento, pero tampoco podemos dejar que se desboque sin control.

Por lo que a mí respecta, trato de conseguir la mayor concordancia posible entre la escritura y el pensamiento. Éste es un diálogo incesante con uno mismo. Es imposible no pensar, aunque sí es posible no escribir. En mi caso, ambos procesos se hallan indisolublemente unidos. Si se me ocurre algo de un mínimo valor, he de escribirlo cuanto antes para completarlo y concretarlo. En caso contrario me siento frustrado, siento que mi pensamiento ha sido en vano y que la idea se perderá en las grietas de mi memoria. La escritura salvaguarda mi razón. Sin ella sería un autómata de los impulsos.

Desde que he empezado a escribir con regularidad (no solo ficción, también toda clase de reflexiones), mi pensamiento se ha ensanchado profundamente. Diría que hasta entonces sólo me había aproximado al acto de pensar. Las palabras son la llave con que atravieso las barreras de mi mente. Son como espadas que atraviesan los escudos que cierran el intelecto. Escribo para pensar, pienso para escribir. También me gusta hablar, desde luego, pero tengo la impresión de que las conversaciones orales son un campo de pruebas en que mis dianas yerran a menudo el tiro.     

Hace decenas de miles de años que el hombre empezó a proferir palabras. Entonces tuvo que aprender que había cosas que era mejor callarse. Sin embargo, aún a día de hoy no siempre está claro el distingo. A veces nos horrorizan nuestras palabras y otras nos tortura nuestro silencio. Pero al menos podemos elegir. Aunque muchas personas parezcan evitarlo, el pensamiento no es una elección. Enfrentémonos a él con la mayor hondura de que seamos capaces, sin miedo a las revelaciones que nos brinde. Pensar es gratis, aunque nos cueste y a veces salga caro.   

miércoles, 5 de diciembre de 2012

¿Por qué escribir?



Dice Paul Auster en su autobiografía Memorias de Invierno que algo malo debe de haber en el alma de un hombre para que dedique su vida a escribir. Aquí pretendo explicar las razones personales que me empujan a emprender esta actividad, tan complicada como apasionante, y conocer las motivaciones de otros escritores y lectores.
 
Concibo la escritura como la única forma de recuperar algo que estaba oculto en mí, o de descubrir algo nuevo que ni siquiera sospechaba albergar en mi interior. Si no escribo siento que algo se pierde por el camino, creo que yo mismo. La escritura es la huella que dejo en el mundo (en mi mundo) de los pasos que doy, una huella que necesito contemplar si no quiero verme abocado a una total desorientación.

El acto de relectura viene a ser una forma de releer tu vida. Es como descifrar tu sombra trazada con símbolos y alegorías por una mano extraña que es la tuya, ya que describirse directamente a uno mismo sería demasiado crudo, además de fallido. Así pues, la escritura es sobre todo la manera de descubrirme, de que no me aburra nunca de mí, de sorprenderme cada día cuando me planto frente al ordenador. Valga como ejemplo este texto, que surgió de modo inesperado y sin ninguna premeditación, a partir de una lectura de Mario Bellatín que ni siquiera entraba en mis planes: Underwood Portátil  

El deseo de escribir es una pulsión interna irresistible que no creo que me abandone hasta la muerte o hasta la vejez, como parece que le ha ocurrido a Philip Roth, quien declaró haber perdido el “fanatismo” por la escritura que ha guiado su existencia, tortuosa como la de todos los escritores. La prueba de que esa pulsión no es pasajera es que no desaparece ni en los mejores ni en los peores momentos, lo que demuestra que no es un sustitutivo de nada sino esencial en sí mismo. Es como un latido que me recuerda que sigo viviendo y evolucionando a cada momento, con cada palabra.

Si he de ser sincero escribo en primer lugar para mí, ya desde niño cuando mis temas eran los libros de Harry Potter, los videojuegos de Final Fantasy o la Tercera Guerra Mundial. No concibo la escritura como un medio para un fin, ya sea el dinero, el reconocimiento social o cualquier otro motivo. Soy partidario de perderme en el laberinto de mis ficciones, como predicara Borges. Pero también necesito al lector para saber que ese descubrimiento que la escritura me releva interesa a alguien y puede ser compartido. 

Esta es la mejor explicación que soy capaz de dar sobre mi vocación literaria. Aquí se recopilan las respuestas de numerosos autores a  tan trascendental cuestión (o no): http://elpais.com/diario/2011/01/02/eps/1293953215_850215.html Se trata sin duda de una cuestión muy personal. ¿Y tú, por qué escribes? ¿O por qué te gusta leer lo que otros han escrito?

jueves, 29 de noviembre de 2012

Una reflexión sobre el posmodernismo


Uno de los términos que más se repiten en el máster sobre Periodismo Cultural que estoy realizando es el de la posmodernidad. Se trata de un concepto amplio, desarrollado por autores como Foucault o Baudrillard, que abarca varias facetas del mundo contemporáneo y que ha suscitado tantos aplausos como críticas. En este artículo me propongo reflexionar acerca de las consecuencias que comporta en el arte de hoy. 

 El posmodernismo es muy diverso: lo único que tienen en común sus diferentes manifestaciones es que se alzan contra la modernidad. Defienden que el periodo idealista que esta encarnaba ha expirado. Ahora vivimos en un mundo en el que se nos han caído los mitos y todo es relativo. Afirma Vargas Llosa en su ensayo La civilización del espectáculo que “como ya no hay manera de saber qué cosa es cultura, todo lo es y ya nada lo es”. El escritor peruano reivindica el valor de la palabra frente a los pensadores posmodernos, que no conceden a la literatura capacidad para describir la existencia. También critica a Foucault porque ha defendido un mundo sin jerarquías de ningún tipo, tampoco culturales, en el que lo mismo vale Shakespeare que Ken Follet.

En mi opinión, la postura de Vargas Llosa es demasiado conservadora. Si el arte contemporáneo no nos impactara, si no tuviéramos dificultades para comprenderlo, no reflejaría la época confusa y compleja en que vivimos. Por ello no es una contradicción que entendamos mejor el arte clásico. Sus valores y su estética han sido asimilados a lo largo de los siglos y, aunque hayan quedado desfasados en parte, no nos cuesta identificarnos con ellos. Pero eso no significa que ciertas manifestaciones del arte de hoy no sean dignas de situarse junto a las grandes obras clásicas.

Ahora bien, la postura de los posmodernos es demasiado radical. La pérdida de las jerarquías termina por desvalorizar el concepto de cultura y asesta un golpe duro a la figura del creador. Son necesarios los autores brillantes y los autores mediocres para establecer diferencias entre el valor artístico de sus obras, cuyo mérito no puede reducirse a lo que señale la dictadura del mercado.

El ansia de progreso que caracterizó a la modernidad no ha desaparecido, aunque se deba adaptar a los nuevos tiempos. Quizá el arte en cincuenta años sea radicalmente distinto por la influencia de la tecnología. Quizá los seres humanos ordenen a robots que conformen obras hoy inimaginables. No me cabe duda de que el arte seguirá evolucionando y sorprendiéndonos.  Pero su punto de partida continúa siendo el mismo: el infinito deseo de libertad que inspira al ser humano. Las ficciones del arte nos permiten ser más libres que en la vida real, que es una prisión comparada con el paraíso que nos prometen nuestras fantasías. Por eso nunca se agotan, porque el hombre nunca se cansará de soñar. Y por eso creo que vale la pena acometer la creación de algo nuevo, o al menos actuar como si tal cosa no fuera imposible de antemano en estos tiempos que corren. El arte debe ser tan ambicioso hoy como lo ha sido siempre.

miércoles, 21 de noviembre de 2012

¿Cómo interpretar un sueño?



Esta entrada va a ser un poco diferente. En ella voy a explicar cómo interpreto mis sueños de manera intuitiva mediante un ejemplo, por si resulta aplicable para el lector. Os cuento. El otro día, en contra de mi costumbre, escribí dos páginas de mi novela (ya llevo 120) antes de irme a dormir. Ya en la cama, seguí reflexionando sobre cómo debía continuar la historia. Incluso llegué a pensar que tal vez soñaría con ello, como efectivamente sucedió de manera alegórica.

Cuando me desperté sobre las siete de la mañana, hice el ejercicio de recapitular los recuerdos de mi sueño. Escribía un artículo para un periódico en el que explicaba que en los últimos años el dominador del fútbol español había sido el F.C. Barcelona (lo cual no podía hacerme mucha gracia, ya que soy aficionado del Espanyol y del Real Madrid). De repente, el Barcelona jugaba contra el Levante en mi propia sala de estar. Yo era consciente de que el duelo transcurría en mi domicilio, pero estaba convencido de que se trataba de un partido de liga (al fin y al cabo, la parte más racional del cerebro no suele activarse durante los sueños).

El Barcelona ganaba como casi siempre, pero en un momento dado yo salía a jugar y contribuía a que el Levante se acercara en el marcador hasta el 3-2. Justo cuando el partido rebosaba emoción, todos los jugadores abandonaron el campo (es decir, el salón de mi casa) y me quedaba solo. Entonces me desperté presa del desconcierto.

Estuve a punto de renunciar a la comprensión del sueño, pero al recuperar algunos detalles (al principio no recordé que estaba redactando un artículo) me di cuenta de que el fútbol era una alegoría de la escritura. Mi intervención en el partido obedece a mi deseo de modificar la realidad, aunque sea a través de la ficción. No conforme con limitarme a apuntar lo que había ocurrido, como haría un periodista de información deportiva, deseaba ser el protagonista de la acción y transformarla en algo más grato (yo no quería que el F.C.B. volviese a ganar). Para ello asumía el papel de jugador-escritor en un territorio (mi propia casa, mi propia fantasía) en el que yo ponía las reglas.

¿Por qué me quedaba solo al final? O, dicho de otro modo, ¿cuál era la lección que podía sacarse de mi sueño? Que mi novela no debe girar en torno a mi propia persona, puesto que en tal caso no interesará a nadie y me quedaré solo (sin lectores). El protagonista de mi novela, que cuenta la historia en primera persona, es un joven universitario que comparte ciertos rasgos conmigo, no tanto en su personalidad como en su pensamiento. De hecho, le he atribuido varias reflexiones que había escrito meses atrás sin apenas modificar una palabra. No es que esto sea malo de por sí, pero el sueño me ha servido para recordar que en la novela es necesario construir la ficción de modo que conforme la historia más interesante posible con los materiales de que se dispone. No hay que buscar la solución más cómoda si no es la mejor, ni están en los recuerdos todas las respuestas, ya que se trata sobre todo de un ejercicio de imaginación.

No sé si esta reconstrucción servirá a alguien para interpretar uno de esos sueños intrigantes que a uno le parecen absurdos de raíz. Si es así, habrá valido la pena. Creo que todos somos “Freud en potencia” y tenemos la capacidad de entender los valiosos mensajes que a veces se esconden en nuestras ensoñaciones, si le ponemos algo de interés al asunto.

martes, 13 de noviembre de 2012

El rostro del dinero

 
Se levantó espoleado por la insistencia del despertador de su móvil. Se duchó, se recortó los pelos de la barba sin apenas fijarse en su rostro, se vistió con traje y corbata, descendió al garaje y condujo su Mercedes negro hasta el rascacielos sede de la empresa de telecomunicaciones en la que se desempeñaba como ejecutivo. Al llegar allí se sorprendió de que sus subordinados no le saludaran, pero no le dio importancia. Estaba de buen humor por motivos de negocios. Según sus previsiones las perspectivas de beneficio económico eran grandes y, sobre todo, cabía la posibilidad de que ascendiese a un puesto todavía más alto en la organización. A esa meta dirigía todos sus esfuerzos: las orejas se le agigantaban en cuanto oía la palabra dinero y sus ojos refulgían frente a los billetes. 

Llegó a su despacho, se sentó en una butaca y encendió el ordenador. Casi no pudo creer lo que vio en la pantalla: su nombre, normalmente escrito en la página inicial con letras mayúsculas, había desaparecido. Llamó a su secretaria presionando un botón. Enseguida llegó una mujer de unos cuarenta años con el pelo sujeto a un moño metálico, gafas cuadradas y facciones angulosas. Era la única persona dentro de la empresa (al margen de aquellas que podían amenazar su posición) cuyo nombre y rostro conocía. La secretaria torció la boca y estiró hacia arriba sus cejas en cuanto observó a un desconocido instalado en el despacho de su superior.

–¿Quién es usted? ¿Qué está haciendo aquí?

El ejecutivo no solía dar explicaciones sin pedirlas primero.

–Eso es más estúpido que preguntarle a un bebé qué hace en la cuna. Me he dado cuenta de que alguien ha tocado mi ordenador. Mi nombre no aparece. ¿Acaso ha sido usted quien lo ha suprimido?

–Oiga, mi jefe va a llegar en cualquier momento. Tiene que irse de inmediato o me veré obligada a…

–¡Silencio! ¡Silencio y aire! ¡Largo de aquí!

La secretaria giró sobre sus talones y se marchó impulsándose en largas zancadas. El ejecutivo apuntó en una hoja el apellido de la empleada para no olvidar que debía despedirla antes de finalizar el día. Reescribió su nombre en el ordenador y se conectó a internet con intención de examinar las noticias económicas. Antes de que tuviera tiempo dos hombres fornidos entraron en el despacho y, siguiendo las instrucciones de la secretaria, lo agarraron por los hombros y lo empujaron fuera.

–¡Me quedaré con sus caras! ¡Averiguaré sus nombres! ¡Y olvídense del finiquito! —gritó rabioso.   

Los guardias de seguridad, por toda respuesta, lo sujetaron con más energía y lo expulsaron con mayor rapidez del edificio. El ejecutivo se nubló bajo el cielo despejado. De su cara se deslizaban gotas de sudor, su traje se había arrugado y todavía jadeaba improperios desde el otro lado de la puerta. Al menos los guardias tuvieron la cortesía de devolverle su maleta arrojándosela sobre el pecho.

Intentó serenarse y analizar la situación. Era evidente que algún enemigo en la dirección de la empresa, temeroso de su plausible oportunidad de ascenso, había convencido al principal propietario de que lo destituyese. Extrajo de la maleta su teléfono móvil (o quizá se trataba de un ordenador de bolsillo) y llamó al dueño. Este le respondió con gruñidos y mal humor, probablemente desde la cama. Por más que trató de identificarse aportando datos confidenciales no logró que le reconociera. Iba a despedirse con educada sumisión cuando un pitido le reveló el fin del diálogo.

En tal estado de cosas decidió lo inaudito, esto es, retornar a casa y tomarse el día libre (o al menos la mañana libre, pues confiaba en recobrar lo antes posible la comunicación con el propietario). Recuperó su Mercedes –del que solía decir que solo le faltaba la corbata para ser tan elegante como él– y deshizo el trayecto mientras escuchaba música de Vivaldi. Lo aparcó en su plaza de garaje preciándose de la exactitud de sus maniobras, tomó el ascensor hasta el octavo piso y abrió la puerta de casa. Al introducirse en el espacioso salón resonaba todavía en su mente la bella melodía invernal del compositor italiano. Pero pronto le alertaron unos gemidos provenientes de la habitación de su hijo y, posteriormente, unos cuchicheos y un sonido como de arrastre.

Giró el pomo sin molestarse en llamar. Un joven de unos veinte años yacía descamisado en la cama con las sábanas más revueltas que su melena oscura. Un tanga rojo asomaba bajo la silla del escritorio.

–¡Hijo! ¿Qué haces aquí? ¿Qué haces así? ¿Qué es eso que…?

Sus preguntas se interrumpieron al impacto de un puñetazo en la nariz. Después de derribarle el chico le arrastró por el suelo, le quitó las llaves y la maleta y se dispuso a desembarazarse de él sin contemplaciones. Trató de dirigirle la palabra otra vez, pero una patada en la cabeza le arrebató el conocimiento.

Cuando lo recuperó no recordaba muy bien quién era. Tenía el cuerpo dolorido, unas gotas de sangre coloreaban el cuello de su camisa y no comprendía qué estaba haciendo en la calle, cerca de su domicilio pero fuera. Rebuscó en los bolsillos de la chaqueta para asegurarse de que la cartera seguía en su sitio. Suspiró con alivio y acurrucó en la palma de su mano los seis billetes, de cuantías entre diez y cincuenta euros; calculó que podía almorzar un bocadillo.

Entró en uno de esos locales futboleros que languidecen entre partido y partido. En un rincón dos viejos sorbían sus cervezas. Otro de su quinta le saludó tras la barra con una voz ronca de fumador incorregible. Un tanto incómodo por la inmundicia de las paredes y la desnudez decorativa, pidió lo más barato y se escabulló hacia el servicio. Le preocupaba la remota posibilidad de tropezar con un conocido en un lugar de tan poca clase.
El jabón se había terminado, así que tuvo que higienizarse solo con agua. Después de secarse levantó un momento la vista hacia el cristal sucio y agrietado del espejo, fijándose en sí mismo por primera vez en todo el día. Un trozo de carne amoratada le devolvió una mirada de asco.

Su primer impulso fue darse la vuelta con brusquedad, temeroso de que un desconocido le atacara. Al cerciorarse que no había nadie más se tornó poco a poco hacia el espejo. Observó con mayor detenimiento sus facciones, el color de sus ojos y la forma de su nariz, sin que ninguno de sus rasgos le resultasen familiares en absoluto. Entonces se fijó en la elegante chaqueta –intacta a pesar de todo– y acarició la corbata roja que pendía del cuello de la camisa. Ante el contacto de la seda se ablandó la expresión de su rostro y pudo, al fin, reconocer su retrato (pues no le parecía sino eso, una interpretación o, peor, una imitación inexacta de su figura).
Recordó la desastrosa jornada laboral y la paliza que le había propinado su hijo. Contuvo el impulso de resquebrajar la superficie del espejo y salió dando un portazo. A dentelladas devoró su bocadillo y a disgusto lo pagó, mostrándose más preciso en lo segundo que en lo primero, pues parte del lomo se le desgajó del pan y manchó su traje.

Cada vez más irritado, se alejó del bar con el firme propósito de no regresar nunca a un sitio así. Emprendió el camino de vuelta a su hogar. Comprobó que le faltaban las llaves, así que llamó cinco veces al timbre. Le respondió una exclamativa voz de falsete:

–Convertidor de billetes, ¡dígame!  

–¿Convertidor? ¿Qué dice? ¿Se refiere a…? ¿Es usted un falsificador de…?

–¡No, señor! Yo me dedico a convertirlo en un billete, si a usted le parece bien, claro está.

–¿Qué furiosa estupidez es esa? Tengo mucho dinero pero soy un ser humano, y por tanto no puedo ser un billete.

–¿Tiene mucho dinero? ¡Entonces es obvio que me he explicado mal, señor! Me refiero a que puedo imprimir su rostro en los billetes que utilice. Si a la gente le gustan, pronto se hará famoso y su cara se conocerá en todo el mundo. Si quiere más detalles suba, por favor. Se los daré con gusto.       

El desconocido le abrió. Puesto que la voz provenía del número correspondiente a su casa, supuso que su familia estaba sufriendo una broma. Al llegar a la puerta experimentó un acceso de inquietud. La figura tallada en verde de un euro gigante atravesaba la madera; la parte inferior del símbolo la remataba el timbre. Iba a marcharse, convencido de que se hallaba en una confusión, cuando se abrió la puerta. Le recibió un tipo sonriente de unos treinta y pocos años, larguirucho como un rascacielos y con el pelo teñido de verde. Portaba una camiseta en la que dos símbolos del euro se entrelazaban.

–¡Buenas tardes, señor! ¡Tiene usted un aspecto magnífico! ¿Quiere pasar y convertir su cara en un bien invalorable?  

Pese a los reparos que semejante espécimen le causó al instante hubo algo (tal vez un tintineo en el cerebro, una excitación de la curiosidad o el deseo de relajarse un rato en medio de un día tan conflictivo) que le impulsó a entrar. El desconocido le acompañó hasta el salón, que más bien parecía un puzle gigantesco o un mural inacabado de billetes con el tamaño de alfombras. Pegados como carteles en la pared, se destacaban en ellos las figuras de personas irreconocibles, pero todas muy orgullosas de convertirse en el rostro del dinero. El anfitrión lo invitó a sentarse en un sofá de piel (verde, por supuesto) y se colocó enfrente en una silla mientras señalaba con las manos en todas direcciones.  

–Como puede ver, soy capaz de imprimir su faz varias veces en el mismo billete, incluso por las dos caras si lo desea (le hago descuento en ese caso). Desde que no tenemos Constitución ni Comunidad Europea se ha decretado la libre maquetación. Existe una puja entre los hombres poderosos para imponer el billete dominante. Aunque han pasado por mi puerta empresarios y políticos poseedores de nobles fortunas, todavía cabe la posibilidad de que su imagen resulte más pegadiza, o pagadiza si me permite la broma. Por cierto, ¿cuál es su nombre?

El ejecutivo miró de reojo el tupé que coronaba el pelo del singular comerciante. Observó que trataba de imitar el símbolo del euro, si bien la parte superior de la C había aplastado el conjunto convirtiéndolo en una mezcla de montaña y ensaladilla rusa.

–No sé si lo entiendo muy bien. ¿Comercia con dinero o con caras?

–¡Con ambas cosas! Es ahí donde radica la novedad. Yo pongo su rostro en los billetes que me pague. Después compra con ellos y se multiplica el flujo. Como no le noto muy decidido le contaré un secreto. El zoológico no ha sido explotado todavía. ¡Siguen arreglándoselas con el dinero vulgar! Usted podría convertirse en el capo de la zona.

El comerciante sacó de debajo de su camisa verde (todo en él era verde, salvo la piel pálida y los ojos azules) un folleto titulado “Construya el billete de sus sueños”. Comenzó a pasar hojas ante la mirada alucinada del ejecutivo y a explicarle los modelos que conjuntarían mejor.

–Con su faz redonda quedaría muy lucido en los viejos billetes de cincuenta. Podría ajustarla a ese arco de medio punto e instalar su barbilla rozando la Península Ibérica. Sí, creo que sería una buena solución. El resultado final recordaría al de aquel señor del fondo, pero más equilibrado porque usted tiene la cara verdaderamente redonda.

La expresión del ejecutivo se dulcificó. Sus orejas se extendieron como radares y sus ojos se agrandaron ante cada gesto del encantador, que no paraba de sonreír y agasajarle en su justa medida. Realizó un par de preguntas sobre el sistema técnico que en verdad no le interesaban, solo para visualizar en su mente la imagen ensalzada de su rostro reluciendo al brillo mágico de los billetes.

–¿Cuánto cuesta ese modelo de ahí?

–Señor, con todo respeto debo suponer que no me ha escuchado con atención. El precio lo pone usted. Yo solo le cobro la mano de obra. Pero cuanto más adquiera más cosas podrá comprar y más rápido se extenderá su billete por todas partes. Imagínese a un pueblo entero de raíces ancestrales arrodillado ante su escultura, donándole sacrificios y pagando los impuestos que decida merecer. Imagínese a los grandes empresarios y políticos del mundo discutiendo y peleando por un pedazo de su cara. Imagínese el poder absoluto que este papel puede proporcionarle: se quedará corto.

El hipnotizador sacó un billete del bolsillo y lo estiró delante de sus ojos. El ejecutivo lo devoró con la mirada y después desvió sus sentidos hacia las paredes que abanicaban sus anhelos. Deslumbrado por las posibilidades que ante él se abrían, vació la cartera hasta el último céntimo y prometió volver con más, mucho más, todo lo que tuviera, dispuesto a intercambiar billetes mediocres por los personales e intransferibles que se le brindaban.



Lee aquí el resto de mis relatos: https://www.peopleebooks.com/VerUsuario.aspx?UserId=a7ec2bd9-3e74-4110-bb27-7693d4f7d99a


 

miércoles, 7 de noviembre de 2012

Sobre la infancia, la educación y la libertad


 
 
Hace poco vi un documental bastante interesante que propone, con una pizca de irrealidad y grandes dosis de idealismo, una educación radicalmente diferente a la que todos hemos recibido. Se llama “La educación prohibida” y os lo recomiendo si tenéis interés en descubrir métodos alternativos de enseñanza: 


 
 

A raíz de su visionado, me he puesto a recordar mis anteriores etapas en el sistema educativo público, siempre tan criticado incluso antes de que los recortes le afectaran. En los dos o tres últimos años de instituto, los estudiantes pugnábamos porque el profesor nos quitara unas líneas que estudiar del libro de historia, y jamás mirábamos la página que había sido descartada. Solo queríamos respuestas claras. Si un docente no nos daba una contestación directa y simple, nos parecía que era un ignorante o que se estaba burlando de nosotros.

Creo evidente que todos los niños nacen artistas y científicos. No hay más que mirarlos: su deseo de experimentar y de aprender es infinito. El mundo se les queda pequeño… por eso tantos desean ser astronautas. Sin embargo, algo de alienante y de represor debe de haber en la educación que se les imparte, cuando en la adolescencia solo quedan retazos de su maravillosa inquietud infantil. A los quince años, la curiosidad intrínseca del ser humano ya está suprimida, en muchos casos para siempre, y solo prima en la mayoría de estudiantes una visión utilitaria de la educación: “estudio esto, saco una nota, mis padres me dejan en paz”. El niño se pregunta por los porqués, mientras que el adolescente se conforma con una básica respuesta al “para qué”.    

Por fortuna, este proceso degradante de la curiosidad no es irreversible. Si uno pone un poco de voluntad, se puede recuperar la fascinación por todas las cosas que iluminaba la mente del niño. Se puede redescubrir el valor del conocimiento por el conocimiento (y del arte por el arte). Se puede llegar a la sencilla conclusión de que es preferible intentar saber algo a ser un completo ignorante, y que es bueno hacerse preguntas en vez de aceptarlo todo pasivamente sin siquiera esforzarse en comprender la realidad.

A medida que cumplimos años, nos volvemos menos sabios para la felicidad. Un niño encuentra la felicidad en cualquier cosa. Cuando se hace mayor (o menor, según cómo se mire), por lo general ya ha incubado una cadena de deseos tan desaforados que nada es suficiente para saciar su ansia de felicidad. Se educa a los niños para ser competitivos porque es lo que la sociedad exige, sin que se plantee un debate serio acerca de si deseamos una sociedad cada vez más competitiva en el futuro. Los animales compiten unos contra otros para sobrevivir, y nadie duda que también somos animales, ¿pero no podría la inteligencia humana encontrar en el siglo XXI una forma más estrecha de colaboración entre los hombres y una rivalidad más sana, por objetivos más nobles…?  

Los adultos censuran a los niños como si ellos no tuvieran defectos. Si la educación no les ofrece los estímulos necesarios para que se desarrollen en libertad, será señal de su inteligencia que se rebelen contra ella. Porque quizá la libertad sea un derecho en el plano teórico, pero en la práctica hay que ganársela y está amenazada por todas partes, incluso por personas que nos quieren.

 

miércoles, 31 de octubre de 2012

Palabras sin consuelo

Atasco. Estrés. El navegador volviéndose loco. Llegar a tiempo al pase de prensa de El ladrón de palabras (diez de la mañana, viernes 26 de octubre en el cine Verdi Park) parece misión imposible. Tal vez por casualidad, acierto en un par de direcciones y me planto en un garaje con el Renault Twingo protestando por las inclemencias de mis volantazos.
No me ponen reparos para entrar. Es la primera vez que voy al cine por la mañana, sin pasar por taquilla y sin pedirme palomitas. En la sala, algunas compañeras del máster de Periodismo Cultural y alrededor de treinta periodistas (tal vez más que espectadores en el estreno). El ambiente es distendido. Muchos de los presentes se conocen, han coincidido ya en unos cuantos pases como este y conversan sin preocuparse de bajar la voz. En sus rostros abundan las gafas y en sus manos las revistas. Un intermitente olor a menta sobrevuela las butacas.

La película, en versión original subtitulada al castellano, comienza con una ligera demora y sin publicidad. Al fin y al cabo, a los críticos no hay que convencerles de que acudan al cine. El ladrón de palabras tiene dos directores (Brian Klugman y Lee Sternthal) que no parecen suficientes (o son demasiados) para que la compleja historia que pretende contarse cuaje del todo. Sin embargo, el tema es interesante y los actores le ponen profesionalidad, de modo que uno se deja atrapar sin esfuerzos.

Un escritor famoso narra en una conferencia la historia de otro escritor que plagió al que sin duda hubiera sido el mejor de los tres, de no ser porque se desengañó de la vida y decidió dedicarse a cuidar flores. El plagiador siente una gran pasión por la escritura  –al menos por la suya –  pero no consigue que ninguna editorial se interese por su obra. Ante la amenaza de que su dulce vida neoyorquina se resquebraje, copia letra por letra un manuscrito que halla su esposa en París de manera casual y un tanto inverosímil. En esas palabras, el plagiador cree encontrarse a sí mismo y las presenta como si fueran suyas a la editorial en que trabaja, donde son bien acogidas. La novela se convierte en el libro del año en Estados Unidos. Su no-autor es la revelación literaria de la temporada, consiguiendo lo casi imposible: ser aclamado por crítica y público.

Pero el sueño se rompe cuando aparece el verdadero autor, un anciano solitario que en su día fue joven, se enamoró y estuvo en la Segunda Guerra Mundial, un poco al estilo de Hemingway. Su guapísima novia le extravió la novela que había escrito en las treguas del frente. El escritor siente que ha perdido algo más importante que el amor y abandona a la chica. Lo más increíble de todo es que la novela, engendrada entre cañonazos por un novato veinteañero y se supone que no revisada por su autor ni por nadie, resulta brillantísima según los misteriosos parámetros de la crítica estadounidense del siglo XXI.

El argumento plantea un debate de la postmodernidad: ¿para qué crear algo nuevo, lo que sin duda es imposible, si se puede aprovechar lo mucho que ya existe…? Así como Borges inventó a un personaje que se dedica a copiar El Quijote para redescubrirlo, el protagonista copia al entrañable abuelo cuyo genio literario ha quedado hundido entre los escombros de una vida accidentada. Sin embargo, poco chicha tiene el debate ético-cultural cuando asistimos a un plagio descarado. Al menos los autores postmodernistas proponen una nueva mirada a lo mismo de siempre.

El escritor fracasado opta por renunciar a uno mismo para triunfar siendo otro. Y, a su vez, otro escritor se aprovecha de ello y escribe un libro que a lo mejor le sirve para conquistar jovencitas. No, El ladrón de palabras no me ha convencido, quizá porque trata temas serios sin la suficiente seriedad, o quizá simplemente porque echaba de menos mis palomitas y un horario más agradecido.

Cuando termina la película, casi nadie se mueve de sus butacas. El final es ambiguo. Hay que esperar a que terminen los créditos; es posible que aún nos den una sorpresa. Pero no sucede nada. La pantalla ennegrece de súbito y las luces se encienden. Caduca el refugio del cine: es el momento de volver al atasco y al estrés.