Hoy comparto con vosotros
el relato con el que gané mi primer concurso literario. Fue hace dos años y
entonces tuve que mantenerlo inédito con la perspectiva de publicarlo en la
revista literaria Barcarola. Pero ha pasado el tiempo y todavía no me han confirmado
nada, así que creo que ya es hora de mostrarlo. Se titula "El inventor mental":
Lord Matthew Clever nació
en 1752, año de la invención del pararrayos. Estudió en el colegio Think About
(uno de los más prestigiosos de la ciudad de Londres), donde logró más
sobresalientes que amistades. Su inteligencia le granjeó tantos recelos como la
constante ostentación que hacía de ella. El primer día en que ingresó en la
Universidad de Oxford se presentó ante el rector con una libreta, en la que
había apuntado doce sugerencias para mejorar su funcionamiento. Ninguna se
aceptó mientras formaba parte de la facultad, pero todas se adoptaron más
tarde, tras arduas deliberaciones de la Congregación.
Matthew Clever se sintió
muy ofendido e infravalorado, así que decidió que jamás lucharía por nada ni
por nadie. Comenzó cinco carreras científicas en Oxford y no terminó ninguna; no
lo necesitaba. Heredero de la fortuna de su padre, un noble terrateniente del
norte de Inglaterra, su única motivación consistía en demostrarse a sí mismo (y
muy de vez en cuando a los demás) lo inteligente que era. Llevaba una vida
retirada en una mansión campestre donde la hiedra se acumulaba en las paredes,
a la vez que unas canas prematuras se adosaban a su pelo. El único contacto que
mantenía con el exterior era la lectura de las gacetas científicas que, por
aquel entonces, comenzaban a proliferar.
En una de esas
publicaciones, fechada en 1769, leyó que un tal James Watt había patentado un
ingenio al que llamaba “máquina de vapor”, capaz de transformar la energía
térmica en energía mecánica. Sorprendido de que aquello supusiese una
revolución, reunió a diez lores que conocía su padre para demostrarles que él
ya la había inventado cinco años antes. Les enseñó su libreta, en la que había
trazado unos planos que explicaban sus principios. Después de echarle un vistazo,
el lord de mayor edad tomó la palabra:
–Como sin duda habrá
leído, Watt no solo ha presentado la patente. También ha fabricado un modelo
que funciona, o al menos así lo creen los técnicos. Si usted lo tenía tan
claro, ¿por qué no intentó producir la máquina?
–Producir máquinas es una
labor que carece de interés para mí, señor Wiggins. No pretendo ser el primero
en construir ingenios revolucionarios, sino en concebirlos. Si analiza la
Historia, comprobará que todas las creaciones se estropean en cuanto salen de
la mente de su inventor. Se estropean al producirse y se estropean al
utilizarse, manchándose para siempre el honor de quien las ha ideado. Yo no me
expondré a semejante oprobio.
Nadie fue capaz de
convencerle de que obrase de otra forma. A partir de entonces, cuando Clever
leía que alguien había patentado un artilugio cuya primacía intelectual creía
pertenecerle, enviaba una carta al Registro de Patentes con las siguientes
palabras: “Yo lo concebí primero”. Después adjuntaba los planos y apuntes que,
según él, demostraban su autoría. Pero, por muy detallados y precisos que
fueran o parecieran, los documentos no tenían fecha. En el registro pensaban
que se trataba de un mentiroso que intentaba usurparle el mérito al auténtico
inventor y los desechaban nada más verlos.
Cansado de escribir esas
breves cartas, Matthew Clever decidió ir un paso más allá. Corría el año 1787
cuando ordenó al mayordomo –su único criado– que copiase lo siguiente:
“Yo, Lord Matthew Clever,
inventor intelectual de la máquina de vapor Clever (decisiva evolución de sus
rudimentarias predecesoras), el globo de aire caliente, la lámpara de aceite y
la hélice, les anuncio que recibirán en los próximos años la petición de una
nueva patente relacionada con el vapor y un medio de transporte ya conocido.
Estimo que los ingenieros que produzcan el invento tardarán al menos una década
en adquirir los conocimientos que he alcanzado. Estén atentos.
De no haberla visto
primero Wilfred Jamison, el destino más probable de la carta hubiese sido la
hoguera. Jamison trabajaba en el Registro de Patentes y, aunque su deseo era
ser fabricante de máquinas, carecía de la capacidad necesaria. Mas no carecía
de sagacidad y ciertas habilidades técnicas. Decidió enviar una carta a Clever
prometiéndole que le otorgaría la patente si le mostraba las pruebas. La firmó
con el sello oficial del registro, pero no con la rúbrica del jefe como era
costumbre, sino con la suya. Clever no esperaba esa respuesta ni ninguna otra,
de modo que invitó a Jamison a su residencia para hacerse una idea más clara de
sus propósitos.
Al contemplar la mansión,
Jamison comprendió por qué Clever no se había molestado en patentar sus
inventos. Se imaginó fumando un puro en los amplios pasillos de hierba, mirando
por las quince ventanas blancas que jalonaban el edificio y acariciando sus
paredes color caoba. Clever debió de leer los ojos ambiciosos de su invitado y
le instó a sentarse fuera, en una mesa ubicada en mitad del jardín. El
mayordomo trajo una segunda silla y les sirvió té.
–Bien, señor Jamison. Déme
una razón para que le enseñe los planos de mi invento.
–Señor Clever, la razón es
tan cristalina como los beneficios que supondría la patente.
El anfitrión chascó la
lengua, bajó la barbilla y habló en tono desdeñoso mientras negaba con la
cabeza.
–Veo que es tan estúpido
como sus compañeros del registro.
–¿Por qué lo dice?
—preguntó Jamison en un tono de curiosidad científica.
–Por varias razones. En
primer lugar asegura que mi patente me proporcionaría beneficios, cuando ni
siquiera sabe qué es lo que he inventado. En segundo lugar supone que me
interesa el dinero, cuando si así fuera me habría molestado en patentar mis
creaciones anteriores. En tercer lugar (y esto es lo más grave y lo más
estúpido) pretende engañarme.
–¿Por qué lo dice?
—repitió Jamison, con la boca semiabierta y las cejas levantadas.
–Usted no acude en nombre
del Registro de Patentes, sino a título personal. Es tan obvio... incluso su
expresión de incredulidad es lo más ridículo que he visto nunca.
Jamison apuró su taza de
té antes de contestar.
–Usted supone que soy
estúpido. En cambio, yo supongo que usted es inteligente. No albergaba la
esperanza de engañarlo por mucho tiempo. Le pido disculpas.
–Muy bien, pero le
recuerdo que no estoy haciendo suposiciones, sino afirmaciones. Y ahoga dígame,
¿qué es lo que pretende? ¿Para qué desea ver mis planos?
–En parte es por
curiosidad. Mi padre fue maquinista. Siempre se quejaba de su trabajo: horas y
horas guiando los carros por tablas de madera que se torcían o partían con
frecuencia... Solía llevarse a mi madre porque era la única forma de que
estuvieran juntos. Fui engendrado entre los caballos que se utilizan como
fuerza de transporte. Por lo que dice en la carta, intuyo que usted podría
mejorar eso, ¿verdad?
–¿Mejorarle a usted? Lo
dudo mucho. En cuanto a los carros, tal vez podría mejorarlos. Y también podría
equivocarse de plano, o de pleno. No sería la primera vez.
Jamison ignoró las ironías
de su interlocutor y continuó hablando con tranquilidad.
–Me he apostado una semana
de rondas cerveceras con uno de mis compañeros del registro. Él dice que usted
es un majadero; yo digo que quizá sea un genio. Tal vez ha inventado de veras
el globo, la lámpara de aceite, la hélice y la nueva y mejorada máquina de
vapor. En tal caso, me gustaría saber por qué ha guardado esas maravillas…
encerradas en su propia mente.
–Es donde mejor están, a
salvo de los políticos y de los curiosos.
–Señor, ¿no cree que es
obligación de todos contribuir al progreso? Algunos solo aspiramos a pequeñas
cosas. Pero usted, con su cabeza... podría hacernos avanzar diez años en el
tiempo.
–Y entonces seríamos todos
más viejos. No veo motivos para...
Clever iba a tomar un
sorbo de té; una sucesión de estornudos se lo impidió. Un movimiento reflejo de
su brazo provocó la caída de la taza, que se partió en numerosos fragmentos.
–Oh, maldita sea.
–No se preocupe.
Jamison se acuclilló,
recogió con cuidado los trozos y los dejó encima de la mesa, ante la mirada
indiferente del dueño de la mansión.
–Gracias, pero no requiero
de nuevos sirvientes.
–No soy su criado, pero
puedo convertirme en su colaborador. Mi padre me enseñó mucho acerca de las
máquinas. Si de verdad ha encontrado una forma de optimizar los carros, o algún
otro medio de transporte, me encargaría de la aplicación de esas mejoras. ¿No
le gustaría ver cómo su creatividad se convierte en la admiración de todo el
imperio?
Clever se pasó el dedo índice
por los labios durante unos segundos, mientras fijaba su vista en el cielo gris
que amenazaba tormenta. Después entrecerró sus ojos afilados y escrutó el rostro
de Jamison.
–Así que pretende hacer un
trato conmigo. ¿En qué condiciones?
–Repartiríamos los
beneficios a partes iguales. Solo ha de prestarme los documentos en los que
detalla su creación. Yo me encargo de todo lo demás. Por supuesto, usted
figurará como el inventor en el Registro de Patentes.
Clever se levantó de
pronto, con tanta brusquedad que tiró varios de los trozos que Jamison había
recogido.
–¿Qué clase de trato es
ese? Yo le ofrezco mi inteligencia y usted, a cambio, su mano de obra. ¡Y
pretende repartir las ganancias a partes iguales, como si valiera lo mismo la
una que la otra!
–Las cifras son
negociables.
–No me interesa. En ese
acuerdo solo ganaría usted. Ahora márchese de mi casa y no vuelva nunca más.
A la semana siguiente,
Matthew Clever vio por primera vez su nombre en una gaceta. The Sensationalist
publicó un artículo protagonizado por “un demente que se considera autor de
algunos de los inventos más importantes de las últimas décadas”. Como prueba se
reproducía la última carta que el loco había enviado al Registro de Patentes.
Ningún lord volvió a visitar a Clever y las hiedras siguieron campando en su
mansión.