miércoles, 31 de octubre de 2012

Palabras sin consuelo

Atasco. Estrés. El navegador volviéndose loco. Llegar a tiempo al pase de prensa de El ladrón de palabras (diez de la mañana, viernes 26 de octubre en el cine Verdi Park) parece misión imposible. Tal vez por casualidad, acierto en un par de direcciones y me planto en un garaje con el Renault Twingo protestando por las inclemencias de mis volantazos.
No me ponen reparos para entrar. Es la primera vez que voy al cine por la mañana, sin pasar por taquilla y sin pedirme palomitas. En la sala, algunas compañeras del máster de Periodismo Cultural y alrededor de treinta periodistas (tal vez más que espectadores en el estreno). El ambiente es distendido. Muchos de los presentes se conocen, han coincidido ya en unos cuantos pases como este y conversan sin preocuparse de bajar la voz. En sus rostros abundan las gafas y en sus manos las revistas. Un intermitente olor a menta sobrevuela las butacas.

La película, en versión original subtitulada al castellano, comienza con una ligera demora y sin publicidad. Al fin y al cabo, a los críticos no hay que convencerles de que acudan al cine. El ladrón de palabras tiene dos directores (Brian Klugman y Lee Sternthal) que no parecen suficientes (o son demasiados) para que la compleja historia que pretende contarse cuaje del todo. Sin embargo, el tema es interesante y los actores le ponen profesionalidad, de modo que uno se deja atrapar sin esfuerzos.

Un escritor famoso narra en una conferencia la historia de otro escritor que plagió al que sin duda hubiera sido el mejor de los tres, de no ser porque se desengañó de la vida y decidió dedicarse a cuidar flores. El plagiador siente una gran pasión por la escritura  –al menos por la suya –  pero no consigue que ninguna editorial se interese por su obra. Ante la amenaza de que su dulce vida neoyorquina se resquebraje, copia letra por letra un manuscrito que halla su esposa en París de manera casual y un tanto inverosímil. En esas palabras, el plagiador cree encontrarse a sí mismo y las presenta como si fueran suyas a la editorial en que trabaja, donde son bien acogidas. La novela se convierte en el libro del año en Estados Unidos. Su no-autor es la revelación literaria de la temporada, consiguiendo lo casi imposible: ser aclamado por crítica y público.

Pero el sueño se rompe cuando aparece el verdadero autor, un anciano solitario que en su día fue joven, se enamoró y estuvo en la Segunda Guerra Mundial, un poco al estilo de Hemingway. Su guapísima novia le extravió la novela que había escrito en las treguas del frente. El escritor siente que ha perdido algo más importante que el amor y abandona a la chica. Lo más increíble de todo es que la novela, engendrada entre cañonazos por un novato veinteañero y se supone que no revisada por su autor ni por nadie, resulta brillantísima según los misteriosos parámetros de la crítica estadounidense del siglo XXI.

El argumento plantea un debate de la postmodernidad: ¿para qué crear algo nuevo, lo que sin duda es imposible, si se puede aprovechar lo mucho que ya existe…? Así como Borges inventó a un personaje que se dedica a copiar El Quijote para redescubrirlo, el protagonista copia al entrañable abuelo cuyo genio literario ha quedado hundido entre los escombros de una vida accidentada. Sin embargo, poco chicha tiene el debate ético-cultural cuando asistimos a un plagio descarado. Al menos los autores postmodernistas proponen una nueva mirada a lo mismo de siempre.

El escritor fracasado opta por renunciar a uno mismo para triunfar siendo otro. Y, a su vez, otro escritor se aprovecha de ello y escribe un libro que a lo mejor le sirve para conquistar jovencitas. No, El ladrón de palabras no me ha convencido, quizá porque trata temas serios sin la suficiente seriedad, o quizá simplemente porque echaba de menos mis palomitas y un horario más agradecido.

Cuando termina la película, casi nadie se mueve de sus butacas. El final es ambiguo. Hay que esperar a que terminen los créditos; es posible que aún nos den una sorpresa. Pero no sucede nada. La pantalla ennegrece de súbito y las luces se encienden. Caduca el refugio del cine: es el momento de volver al atasco y al estrés. 

 

martes, 23 de octubre de 2012

Desconectados (3)





De nuevo rescaté mi teléfono del bolsillo y llamé a casa. Si internet funcionaba, estaría allí en menos de quince minutos. A diferencia de lo que ocurría en los bares, siempre tenía algo que hacer en la red.

-Hola, mamá. Estoy en un descanso de clase y me duele un poco la cabeza. Un amigo me ha ofrecido unas pastillas pero no sabemos seguro cuál va mejor. ¿Podrías decirle a mi padre que lo busque en internet? Es que aquí no funciona.

-Tu padre no está, ha salido a lavar el coche. Creo que ha dejado el ordenador encendido, ya te lo miro yo… Dice que no puede mostrar la página.

-¿No funciona tampoco?

-Eso creo. Ya sabes que yo esto no lo manejo demasiado. ¿Te duele mucho?

-No te preocupes, no es grave.

-Pero mira que lo tienes que buscar todo, no sé qué harías sin internet. Pídele un Nolotil o un Ibuprofeno que te sentará bien.

-Vale, mamá. Hasta luego.  

Si mi madre no había cometido ningún error, se trataba de una avería general. Comenté a mis colegas que en mi casa también se había perdido la conexión. Fue un error porque era justo lo que necesitaban para encorajinarse y jugar diez partidas más. En las últimas me uní a ellos de puro aburrimiento. Mi desconocimiento de la mayoría de reglas y la tendencia de mi cerebro a vagar por confines remotos cuando participo en algo que no me interesa contribuyeron por igual a que desempeñara un papel desastroso. Fue una de las tardes más soporíferas e irritantes que recuerdo. Cuando llegué a casa a las ocho de la tarde no me quedaban uñas por morder; incluso me había arrancado un pedazo de carne del pulgar, que goteaba sangre a intervalos irregulares.

Como de costumbre, mi madre vegetaba junto al televisor. Mi padre aún no había llegado y esto era motivo más que suficiente para irritarla. No tardé en encerrarme en mi habitación. Desde ella podía trasladarme hasta los rincones más lejanos gracias a los servicios ofrecidos por las que todavía llaman “nuevas tecnologías”. No necesitaba espacio físico para ensanchar mi imaginación mientras dispusiera de internet. Encendí el portátil con la esperanza de que se hubiese recuperado. A buen seguro habría recibido en las últimas horas varios e-mails importantes. Estaba suscrito a diferentes listas que me mantenían informado de cualquier noticia en el campo del marketing online. Además, a las diez  quería asistir a una videoconferencia en la que un experto iba a explicar algunas claves de su éxito. La bromita de la desconexión ya había durado demasiado. 

Me senté en mi escritorio de madera, conecté el ratón y tecleé la contraseña lo más rápido que pude. Una gota de sangre cayó con paciencia desde mi pulgar derecho hasta posarse en la letra R. Presioné el icono del navegador y me incliné hacia la pantalla, ávido. Nada: no se puede mostrar la página web. La ansiedad se apoderó de mí. Reinicié el ordenador, introduje un módem USB, reconfiguré la red inalámbrica, probé con la tableta, con el móvil, con oraciones a diferentes deidades. Todo fue inútil.

Me tumbé en la cama con la cabeza en el lugar de los pies. Las paredes blancas se me achicaron. Creo que fui consciente por primera de las reducidas dimensiones de mi habitación, la más pequeña de la casa: ocho metros cuadrados en los que se amontonaban sin demasiado orden enchufes, baterías, cascos, cargadores, videojuegos, reproductores, aparatos… un pequeño jardín tecnológico en buena medida desfasado.

Mi madre abrió la puerta para preguntarme qué quería cenar.

-Me da igual —dije sin ocultar mi malhumor.

-¿Qué te pasa, Ricardo? ¿Aún te duele la cabeza?

-Se ha caído la maldita conexión a internet.

Lo dije en el mismo tono que habría empleado para anunciar la muerte de un familiar próximo. Por supuesto, mi madre no podía comprender la gravedad de la situación, y yo no tenía las menores ganas de explicárselo. Pero la atmósfera de mi cuarto se estaba volviendo tan deprimente que decidí sentarme junto a ella en el sofá de la sala de estar. Supuse que mi madre debía de sentir la misma incomprensión ante mis largas horas frente al ordenador que yo sentía al verla mirando sus programas televisivos. ¿Qué interés contiene un aparato que solo permite mirar, sin añadir nada de tu propia creación? Es como reflejarse en el espejo de un desconocido tratando de distinguir tu sombra desdibujada entre los cristales rotos. Si mi madre me hubiera hablado en ese instante, con mi espalda apoyada en la piel marrón del sofá y mi vista ciega y ausente en la pantalla, tal vez no hubiera reconocido su voz de entre los concursantes.   

El programa se interrumpió para dar paso a un especial informativo. El rostro del presentador parecía aún más sombrío que cuando anunciaba trágicos atentados o fatales accidentes. La noticia que contaba no era para menos: se había desencadenado una desconexión mundial.

“Se barajan diversas hipótesis que explicarían el colapso de la red. Según algunos expertos, la sobredosis de información podría ser el causante de la caída de todo el sistema. También se especula con un sabotaje de piratas informáticos a los principales proveedores de internet. En cualquier caso la policía, el ejército y los servicios de inteligencia de todo el mundo están trabajando con el objetivo de recuperar cuanto antes la conexión. Desde el gobierno se ha querido lanzar un mensaje de calma a los ciudadanos, con el convencimiento de que se trata de una crisis pasajera y de que en pocas horas se recuperará la normalidad.”

viernes, 19 de octubre de 2012

Desconectados (2)

A pesar de la caída de internet, el tiempo no se detuvo por completo y la clase terminó con puntualidad. Bajé a la cafetería junto a mis compañeros de fila, que solían jugar a las cartas en los descansos. Yo permanecí sentado entre ellos comiéndome una bolsa de patatas, ajeno a sus bromas y a su diversión. Por mucho que insistieran en que aprendiese las reglas de los diferentes juegos, yo no podía soportar la perspectiva de depender de la suerte, ni siquiera en un aspecto tan trivial.

Me distraje observando a un grupo de chicas pertenecientes a otro curso. Una de ellas era mucho más guapa que las otras. Nos habíamos cruzado varias veces en los pasillos de la facultad. Su rostro era siempre serio, como si estuviera obligada a mostrarse así ante los chicos cuya simple contacto visual le resultaba molesto. Por desgracia, se dio cuenta de que mis ojos reparaban en los suyos con una frecuencia que no podía ser aleatoria en un lugar tan atiborrado de ruido y de gente. Esquivó cuerpos, mesas y sillas para dirigirme una mirada intensa, lacerante. La sombra de alguien que iba hacia la barra interrumpió el duelo o, mejor dicho, la rendición incondicional. Un segundo después, la joven reía con sus compañeras. Entonces recordé que tenía novia y que no debía preocuparme por esas tonterías. Cogí el móvil por instinto para enviarle un WhatsApp, pero enseguida devolví mi teléfono inteligente a las profundidades del bolsillo.  

Puesto que internet no regresaba, la perspectiva de aguantar otras dos horas de clase se nos antojó insufrible y decidimos salir a tomar algo. Numerosos estudiantes estaban tumbados en el césped del campus. Pronto se congregó un grupo amplio en torno a la fuente de piedra, situada en el centro bajo la sombra de un roble. El tiempo empezaba a mostrarse primaveral. Sin embargo, la mayoría de rostros estaban de espaldas al sol. Las pantallas de los móviles emitían destellos fugaces y las palabras confusas iban de aquí para allá. Una sola pregunta se repetía mil veces con ligeras variantes, y las mismas respuestas vacías se daban una y otra vez.

En pocos minutos se desencadenó una desbandada general. Decenas de personas abandonaron la facultad, atravesaron el césped y traspasaron el arco de medio punto que delimitaba el campus. Mis cuatro amigos y yo conseguimos deslizarnos en el bar más cercano con zona Wi-Fi antes que la mayoría, de modo que pudimos sentarnos al fondo de la estancia. Sin embargo, enseguida comprobamos que allí tampoco había conexión.

Nos tomamos los refrescos sin demasiado entusiasmo. Los otros no tardaron en sacar una baraja para reanudar sus partidas. Esa clase de juegos suponían la solución perfecta para paliar el aburrimiento y disimular la ausencia de temas de conversación. Mientras ellos se entretenían yo acostumbraba a sacar el móvil y navegaba con frenesí o escribía algunos mensajes. El tacto de la pantalla era una caricia para mis dedos. Además había adquirido verdadera destreza con el teclado, tal vez comparable a la de un maestro pianista. Mi teléfono era el pasaporte para un sinfín de ocupaciones, no siempre divertidas pero igualmente necesarias. 

Creo que aquel día fue el primero en que deseé conocer las reglas de los juegos. Mis amigos parecían ajenos a cualquier preocupación durante su intercambio de cartas. De vez en cuando estallaban sonoras risas y bromas que me eran ajenas por completo. Tenía la impresión de que, si en aquel momento el techo del local hubiera comenzado a resquebrajarse, no se habrían percatado hasta que los primeros trozos les golpearan en la cabeza.

Solíamos acudir a ese bar para discutir acerca de trabajos o para esparcirnos después de las clases. Por primera vez me fijé en los adornos de las paredes: fotografías en blanco y negro de plazas y monumentos de la ciudad, recortes de periódicos de fechas por algún motivo históricas, cuadros con los rostros estirados de antiguos gobernadores. También reparé en las caras del resto de la gente. Varias me resultaban desconocidamente familiares. Era probable que hubiésemos coincidido en decenas de ocasiones en aquel mismo sitio, sin que ni ellos ni yo despegáramos la boca siquiera para lanzar un saludo. Pero ya era demasiado tarde para hacer amigos. En unos meses se me habría terminado esta etapa de la vida a la que llaman universitaria, pero que por lo visto consiste más bien en salir de fiesta sin nada que celebrar y en emborracharse hasta perder la conciencia de uno mismo (lo que incrementa en gran medida las posibilidades de mantener un encuentro sexual). No creía que fuese a echar de menos ni las clases ni a los profesores, ni quizá tampoco a los que todavía eran mis compañeros y que se dedicaban a jugar a las cartas como si en sus símbolos y números se hallara todo el sentido de la existencia. 

Por lo que a mí respecta, estaba ya bastante convencido de que la vida carece de un sentido profundo, pero también de que ese no es motivo para dejar de vivir. En poco tiempo sería mi propio jefe e iniciaría una aventura empresarial. Quizá la abrumadora seguridad que tenía acerca de mi éxito la volvía menos excitante, pero en cualquier caso mi deseo de finalizar la carrera era categórico. No podía imaginar por qué tantas personas aseguraban que los años universitarios habían sido los mejores de su vida. Para mí reptaban como el cauce de un río seco, sin otro propósito que la expedición de un documento cuya única importancia consistía en autorizarme a ser libre y ambicioso.

miércoles, 17 de octubre de 2012

Desconectados

Os dejo el inicio de la novela en que estoy trabajando. Llevo escritas más de cincuenta páginas, pero cada línea está todavía sujeta a revisión. ¡Me interesan mucho vuestras opiniones!




El instante en que internet se desconectó estaba en clase revisando mis seguidores en Twitter. Tenía 7 612. Esas personas o entes iban a ser mi futuro. Esperaba que en poco tiempo fueran mis clientes: les vendería mis conocimientos acerca de redes sociales, marketing online, generación de tráfico, posicionamiento web, analítica web, diseño de páginas web… toda una serie de habilidades que había adquirido con los años y que, de pronto, no servían para nada.

Comprobé en el ordenador que no había ninguna red inalámbrica disponible. Tampoco con el móvil era posible conectarse. Mis compañeros cuchicheaban excitados. Observé que en cada pantalla se propagaban como una calamidad bíblica el fondo blanco y las palabras malditas:

Internet Explorer no puede mostrar la página web

Puede intentar lo siguiente:

Diagnosticar problemas de conexión

 

Miré el reloj desde la tranquilidad de la última fila. Restaban treinta minutos para que la clase finalizara. Habría que aguantar un rato sin internet. Tal vez podía escuchar lo que el profesor estaba diciendo. Hablaba acerca de la historia de la publicidad en televisión, un tema que no me interesaba lo más mínimo en tanto que la televisión era un medio acabado y arrodillado ante la todopoderosa red. La radio, los periódicos, los libros… eran también antiguallas cuyo lugar debía reservarse a la memoria y la nostalgia de hombres viejos. El futuro de la humanidad pasaba por una interconexión global y una transmisión de datos instantánea mediante los cauces de la tecnología informática. La misma idea de permanecer sentado oyendo lo que un profesor ya entrado en años había leído cuando tal vez fuera joven me disgustaba profundamente.

Los treinta minutos transcurrieron de manera exasperante. Podía escuchar el latido de cada segundo demorándose en el ambiente sombrío del aula. El profesor hablaba en un tono monótono y rápido, como si las palabras fueran burbujas que deseara expulsar cuanto antes. En las primeras filas, alguien tomaba apuntes. Sin embargo, en las últimas la mayoría se dedicaba a jugar al solitario, al buscaminas o entretenimientos similares. Otros parloteaban en voz baja, como si su única expectativa para matar el tiempo consistiera en que un compañero dijese algo ingenioso, lo cual no era demasiado probable.

Yo me limité a morderme las uñas con la vista fija en la esquina inferior derecha de la pantalla, donde el reloj se negaba a avanzar. El ordenador no me interesaba sin internet. No lo usaba para ver videos estúpidos, escuchar canciones malas o chatear con el primero que apareciese. Era el instrumento con el que pretendía edificar mi porvenir. Tenía en mente la creación de una empresa ambiciosa, para lo cual me había construido una cierta presencia en la red. Disponía de un buen número de contactos y un tráfico fluido hacia las diferentes páginas webs que me representaban. Pese a mi juventud (o gracias a ella), empezaba a ser una referencia en mi campo. En unos meses terminaría el grado en Publicidad y Relaciones Públicas y lanzaría mi campaña de promoción. Mi plan estaba trazado con meticulosidad para reducir al mínimo las posibilidades de fracaso. La inversión era mínima y las posibilidades de negocio brillantes.

En los últimos minutos de la clase, el profesor frenó el ritmo de su discurso. Tal vez se sintió presionado porque un pequeño porcentaje de alumnos que casi nunca le miraban parecían escucharle, o quizá había calculado mal y la lección que conocía de memoria estaba acabándose antes de tiempo. Era un hombre alto y delgado cuya voz aguda transmitía una notable inseguridad. Más de una vez había pensado que su presencia era otro signo de la decadencia de las universidades en general y de la mía en particular. Sin duda el momento más ridículo de sus lecciones era cuando preguntaba con una especie de sonrisa complaciente si había quedado todo claro, como si atribuyera la ausencia de dudas a la precisión de sus explicaciones y no a la manifiesta falta de interés que suscitaban.

miércoles, 10 de octubre de 2012

Reencuentro


 
Encontraré un camino hasta llegar a ti.

Conseguiré desnudarte.

Te miraré sin extrañeza,

porque nuestro destino es compartirnos.

 

Alma, cuerpo, mente:

son fronteras de humo.

Solo tú y yo somos reales.

 

Aunque no pueda acariciarte por dentro,

ni palpar el hálito que te impulsa,

puedo sentirte rodeándome en todas direcciones.

Sé que caminas conmigo cuando paseo en solitario

y siento como una agradable tristeza.

 

Antes del fin serás mía,

y yo seré de ti,

Antes de que se encuentren la vida y la muerte,

tu corazón habrá latido en mi pecho.

miércoles, 3 de octubre de 2012

Fénix de luna



 

Las fauces de las nubes engullen a la luna. La rodean poco a poco, tendiéndole un manto de pálida frescura; la seducen con su baile siniestro; cada uno de sus pasos, un muñón desgarrado. La luna grita en silencio que la abracen. Pero ya los dientes blancos muerden su carne de fantasma. Nadie oye su alarido cuando es borrada del cielo como una mancha triste.

Las nubes siguen su tenebroso camino; la luz que han robado no cabe en su seno. Pero en mi memoria sigue viviendo aquella luna que pedía clemencia a los pies del firmamento, sin que nadie la oyera. Y en mi corazón persiste una sombra de aquella luz que fue arrancada. La recordaré cuando las estrellas se cansen de brillar y cuando el sol proteste porque la noche no le llama. Entonces el cadáver de la luna emergerá de mi interior y encontrará su sitio por encima de los muertos y los vivos.