Ni siquiera el más
omnipotente puede explicarse a sí mismo de manera perfecta. Pero mi ánimo se hallaba
aquel día en un estado de fatal decisión. El sabio es el que duda y decide con
acierto. Eso me dije mientras abría viejas puertas en dirección al santo
cementerio.
Después de tantos años
es difícil conservar la esperanza en el futuro. No confío ya ni en la bondad de
las plantas, que con su silencio perpetuaban mi anhelo de ser recordado. Seguro
que preferirían rezarle al sol o a la lluvia, mucho más útiles para ellas que
este anciano lacrimoso, envejecido por sus lamentos.
¿Por qué no me
procuraría una eterna compañía cuando tuve la oportunidad? Reconozco que en el
albor no me preocupaban la soledad ni el aburrimiento. Pensaba que mis
creaciones me mantendrían joven para siempre. El orgullo que en un principio me
causaban devino en llana curiosidad, y desde hace milenios solo yacen sobre mí
pesadumbres y preocupaciones.
¿Cuál fue mi abismal
error? ¿Qué engendro engendré? ¿Cómo pude transmitir tanta perversión a un ser
que debía haber sido a mi imagen y semejanza? Creo que en el último momento me
preocupó la monotonía de verme reflejado millones de veces sobre la Tierra. Por
eso introduje un cambio en la forma y en el fondo. ¿Cómo no adiviné que el
resultado sería nefasto? Toda luz fue extinguida por la sombra; a toda virtud
venció el pecado. Incluso quienes creyeron en mí hasta el final extraviaron la
senda. No comprendieron que la ignorancia no ha de ser retribuida con la
muerte. No tuve más remedio que clausurar el paraíso (pues nadie era digno de
pisarlo) y ampliar al infinito las instalaciones del infierno.
Menos mal que nunca
creé a una compañera. Si en la confección de un ser inferior que se me
pareciese fue tan notorio mi fracaso, ¡cuán grande habría sido el desastre si
hubiera pretendido dar vida a una igual! Me río de todas las discusiones matrimoniales
de los humanos. A buen seguro mi pareja y yo habríamos perforado con nuestras
trifulcas las entrañas del universo, y nos habríamos deseado la muerte por muy
inmortales que fuéramos.
Ya caducaron estas
meditaciones. Ahora desciendo con ritmo melancólico y me despido de las
estrellas, rememorando el entusiasmo con que les di su forma y su resplandor.
Ellas han sido mis ojos. Si lo veo todo no es por gracia de mi omnipresencia,
pues uno puede estar en todos los lugares y no ver ninguno tal como es. Debo
agradecerle a los astros su infatigable labor como centinelas. No los culpo de
las devastaciones que me han mostrado. También poseen alma: lloran, envejecen y
se extinguen. Pero se tienen los unos a los otros para relevarse en su eterna
vigilia y mirarse en el firmamento con los ojos del destino. De las estrellas
sí me enorgullezco. Espero que sostengan el cosmos en mi ausencia, mientras
perciban alguna esperanza, y que se dejen absorber discretamente por la
oscuridad cuando se apague el último soplo de vida.
Ya me fundo en las
llamas del averno con un cálido dolor. Ahora que he muerto, tal como llevan
siglos anunciando los filósofos, algunos se preguntarán de qué manera pude
escribir esta confesión. Quizá me acusen de brujería, o tal vez me conviertan
en un mártir y empiecen un nuevo calendario. Hace tiempo que renuncié a
comprender a los humanos. La realidad es simple: la escribí antes de inmolarme.
Al fin y al cabo, así como al escritor le gusta jugar a ser Dios, a Dios le
gusta jugar a ser escritor.