En los instantes
previos al nacimiento del bebé, el padre supo que había llegado el momento más
trascendental de su vida. Mientras tanto la madre trataba de dominar la
exigencia de la situación. Un corro de voces la aturdía; sus intentos por
empujar a la criatura no parecían suficientes. Pero poco a poco se abrieron
puertas en su cuerpo. De su interior brotó primero una cabeza, después un
cuerpo de brillante palidez, al fin unos pies leves como algas.
El dolor y la tensión
en el rostro de la madre se tornaron en una sonrisa todavía incrédula. Él lo
había planeado todo: sujetaría al bebé entre sus brazos nada más se desligara
en su totalidad, lo elevaría como un estandarte y lo besaría antes de
entregárselo a la mujer que amaba.
Sin embargo, cuando la
criatura quedó tendida en la camilla esas intenciones se apagaron cual febril
alucinación. La frente del padre se arrugó de pronto, se afilaron sus ojos y se
endureció toda su expresión. No pudo acercarse al bebé, que le produjo de
inmediato una repulsión aterradora, como si su mujer hubiera engendrado al
demonio.
Se marchó del hospital
a la carrera. Solo se atrevió a volver al día siguiente para permanecer junto a
su esposa. No preguntó por el niño, pero aun así le explicaron que le habían
hecho algunas pruebas rutinarias y que pronto podrían llevárselo. “Es una
criatura preciosa”, añadió con una sonrisa afectuosa la enfermera que atendía a
la madre. ”Estarás ansioso por verla”. El padre asintió poco entusiasmado y se
inventó una dolencia para justificar la huida ante su mujer. Ella no le prestó
atención y le relató el modo en que lo había acariciado y besado en sus
primeras horas: “Ojalá hubieras estado conmigo”.
La situación se agravó
cuando la familia dejó el hospital y se estableció en el piso. El padre no
podía permanecer a menos de cinco metros del bebé. Su cercanía le provocaba
estornudos, fiebre y picores, además de un temor inexplicable. La pareja se
sentía muy desconcertada. Sus sueldos no permitían lujos y la vivienda era
reducida, de modo que el sofá se había convertido en la odiosa reclusión del
esposo. La convivencia se hizo difícil y la tensión se incrementó. Consultaron
a pediatras y psicólogos, pero ninguno encontró una explicación racional para
los problemas del padre. A todos resultaba obvio que el bebé era normal y, por
tanto, inocente.
La pareja concluyó que
debían solucionarlo entre ellos. Acordaron que la madre lo ataría a una silla y
le traería al bebé, obligándole a aceptarlo. El hombre la ayudó a sujetarle las
piernas con cinta americana. Ella le besó en la frente, le acarició el rostro y
trató de infundirle fortaleza con una sonrisa reparadora. “Todo se va a
arreglar, cariño. Vamos a ser muy felices los tres”. Él asintió, cerró los ojos
unos segundos, asió con fuerza sus manos al asiento y se irguió todo lo que
pudo en el respaldo.
La madre regresó
enseguida con el niño envuelto en un pañal azul. El bebé, arrancado de la
placidez de la cuna, gimoteaba y protestaba. La mujer lo besó y balanceó
suavemente. Al mismo tiempo que se relajaba el hijo se agitaba el padre: se
convulsionaron sus rodillas, se multiplicaron sus espasmos y sus dedos apenas
podían resistir la tentación de desatar la cinta americana.
La madre se acercó
dando pasitos cortos. Alternó su mirada del bebé al marido, cada vez con mayor
frecuencia. El hombre se inclinó hacia su hijo todo lo que le permitía su
cuerpo amarrado. La mujer lo deslizó en sus brazos abiertos y se alejó unos
centímetros para deleitarse en la unión… pero el miedo pudo más que la lógica y
el deseo. Al notar el suave contacto de la carne del niño, su padre lo dejó
caer, se arrancó la cinta americana y corrió hacia la puerta de salida, abandonando
a un bebé ensangrentado en el suelo y a una mujer doliente junto a él.
Debatido entre la
angustia, el remordimiento y el alivio, no se atrevió a volver en tres días. Un
nuevo temor, el de la reacción de su esposa, se sumó al que le profesaba a su
hijo. Temía que sintiera como propia la ofensa e interpretara el rechazo del
bebé como un rechazo implícito a la madre. Pero no estaba dispuesto a renunciar
de un modo tan pusilánime a la felicidad, así que regresó a casa y llamó tres
veces a la puerta, suave y despacio. Se le eternizaron los segundos que la
mujer tardó en abrirle y se le aceleraron las pulsaciones al enfrentarse a su seriedad.
Masculló una pregunta acerca del estado del niño. Ella lanzó un suspiro:
“Podría haber sido peor”.
Lo invitó a entrar con
un gesto de su mano, o más bien se lo exigió. Los ojos del padre dieron un
repaso completo al salón, sin resultado. “Ven a mi dormitorio”, dijo la mujer.
En cuanto puso un pie en él le recibieron unos berridos tremendos. “No quiere
ni que te acerques”. Contuvo el deseo de cumplir la aparente voluntad del niño
y se inclinó sobre la cuna, estremeciéndose al descubrir el amplio vendaje que
cubría su frente. Los lloros se desbocaron a la vez a un lado y otro de la
barandilla. El hombre retrocedió y la madre consoló al bebé, olvidándose de la
presencia de su esposo hasta que arreciaron sus estornudos, acompañados de flemas
y mucosidades incontenibles. “Enseguida voy contigo… de momento será mejor que
esperes fuera”.
El padre agotó sus
reservas de pañuelos, se sentó en el sofá y observó su propio reflejo difuminado
en la pantalla oscura del televisor. Encima del aparato destacaban las
fotografías del viaje de novios, correspondientes al pasado verano. Las amplias
sonrisas de los enamorados parecían presagiarles largos años de felicidad.
La madre reapareció
todavía sonriente después de tranquilizar a su hijo. El padre intentó decir
algo, pero apenas salieron de su boca unos balbuceos. ¿Cómo explicarle que no
podía acercarse al bebé, que no lo odiaba sino que lo temía igual que un niño
pequeño teme al coco y al hombre del saco? La mujer se sentó a su lado y le
besó en la mejilla: “Sé que no es culpa tuya”.
Cuatro semanas más
tarde, el hombre se dirigió a un parque próximo a la vivienda de la madre de su
hijo. Ella le esperaba en un banco de piedra, con las piernas cruzadas y la
mirada serpenteando entre los hierbajos del suelo. Él se detuvo unos segundos y
la contempló escondido en la sombra de un árbol. Suspiró y se encaminó hacia
ella. Nada más verlo la mujer se levantó para abrazarlo. Deslizó los dedos por
su espalda en una lenta caricia mientras él se aferraba a su cintura.
–Te quiero —le susurró
el hombre a la oreja.
–Y yo a ti, cariño.
–Necesito verte más.
La mujer deshizo el
enlace y lo miró con los ojos muy abiertos, llenos de compasión.
–A mí también me
gustaría, pero sabes que no es posible. Por ahora solo tengo dinero para pagar
a la niñera un día a la semana.
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