La carga del saber no está hecha para todos. Muchos curiosos
insuficientemente sabios no pueden soportarla. Yo creo que el escritor perfecto
debería saberlo todo sobre el mundo y sobre los hombres; conocer cada región,
cada sentimiento y cada idea… y acertar con las palabras que más se acerquen a
su expresión. Ambas cosas son imposibles. Por tanto, hay que “saber saber” sin
abrumarse, y aceptar que lo que se conoce es siempre poco, por mucho que se lea,
se viaje y se aprenda.
De todos modos, nos gusta viajar por todas partes con ingenuo entusiasmo.
A veces nos sirve solo para comprender que nada es tan radicalmente distinto a
como habíamos pensado, y que las mayores diferencias son construidas por
ficciones humanas. Fotografiamos lo que no entendemos, formas que se nos
escapan, paisajes fugitivos…
Sin embargo, en mi reciente viaje a Galicia he comprobado que se trata de una región con fuerte personalidad. Allí, los acantilados se confunden con barcos vivos que se aventuran en el océano, respetuosos en su gallardía. En cambio, algunas embarcaciones parecen incapaces de avanzar en las aguas infinitas. También hay edificios cuyas ventanas se asemejan a las de los camarotes de navíos.
Las fronteras entre el agua y la tierra se desdibujan en los paisajes
gallegos, y uno se cree capaz de atravesar el aire y de abarcar el océano con
la mirada. En realidad, el ser humano apenas ha dispuesto algunas modestas
islas en el paisaje, con ingenio pero sin excesivas pretensiones. Las pequeñas
cascadas del mar explotan en acantilados. La nieve artificial se acumula en las
ventanas. Las aves vuelan a ras de suelo, expresando con sus voces todos los
sentimientos, o se detienen en las rocas en actitud meditativa. Viejos amantes
de Dios rezan en las iglesias. Los mosquitos revolotean en monasterios
olvidados.
En Pontevedra, ciudad bulliciosa y entusiasta como pocas, presencié un
concierto de jazz al aire libre. Dado el numeroso público asistente, tuve que colocarme
lejos del escenario, de manera que no podía observar a los músicos con
claridad. Pese a ello, aprecié que tres de ellos eran calvos. El que se hallaba
más a la derecha tocaba la batería con ritmo frenético. El situado en la parte
izquierda tocaba el piano y se encontraba de espaldas al público, de modo que
no le veía la cara, pero sus gestos (así como los sonidos que creaba) eran
pausados y elegantes. Se me ocurrió que tal vez el hombre de la batería era el
mismo que el del piano, expresando las dos partes más antagónicas de su
personalidad a través de la música, en el mismo sentido que el personaje
protagonista de “El lobo estepario”, obra maestra de Hermann Hesse.
Todo lo que escribo es, por supuesto, el reflejo de mi percepción
subjetiva. No soy buen fotógrafo, pero si tenéis cuenta en Facebook podéis
mirar aquí las imágenes que he captado en mi viaje: https://www.facebook.com/media/set/?set=a.4412814282819.180021.1362653143&type=1 En cualquier caso, diría que Galicia es sobre
todo un lugar estupendo para detener incluso el rumor de los pensamientos y
escuchar la melodía de la naturaleza. No es ella quien se separa del hombre. Al
contrario, se esfuerza en facilitar el reencuentro regalándonos sus
innumerables bellezas.