martes, 19 de julio de 2016

Prosa alcohólica



Intento escribir pero la punta de todos los bolis está gastada. Se me ha secado la saliva por contener el beso. De mi lengua saltan notas discordantes que buscan el amparo de tu nombre. Quisiera ser un rio desbordándose en tu cuerpo, afluente mayor de tus venas.

El mar te mira directamente a los ojos, con la fiereza de una ola que planea venganza. Tus ojos aceptan el duelo; a mí me duele más una lágrima tuya que la posible pérdida del mar entero.

Dibujo tu cara en mi sonrisa. Te mezco en el parpadeo de un barco. Te hablo desde el corazón de una lengua muerta: sonidos indescifrables que no pueden expresar lo que siento.

La inspiración termina cuando empieza el amor. El último guiño que me concedió el lenguaje ha servido para crear un monstruo. La dulce música de tus labios seca mis versos y entierra mis palabras. No puedo escribir sin notar tu presencia, que avasalla mis huesos. Has pulsado la tecla que marca el final del juego.

Me invento una bebida en cada trago, un verso en cada rasguño en la pared. La simetría de mis manos se ha roto en un suspiro de la niebla que nunca me ha dejado traspasar tus ojos. Me pita el corazón con un mensaje incomprensible. No escribo versos sino líneas en tu pelo; beso el dedo que señala el camino oculto hacia tu cuerpo. 

Que nadie me culpe por la estupidez de mis actos. Tengo la excusa perfecta para no justificarme. No soy consciente de lo que hago, pues un ángel me ha visitado para bendecir mis pecados.

La aurora se transforma en un cisne con alas de acero. He perdido el ritmo que riega mi cerebro; he visto metáforas que llenarían la noche de catástrofes.

El cero absoluto es el futuro infinito. 

La antología de la noche invoca sueños que se cumplieron de costado. Cada amanecer se quiebra en un arcoíris múltiple. La luz de la ventana se refleja en el espejo hundido en el lago de mis lágrimas. En un suspiro contengo todas las voces que no quieren decir nada. 


martes, 12 de julio de 2016

La condena de la sonrisa



La sonrisa era la más triste de todas las expresiones. Carecía de libertad, no era más que una mueca. El hombre dueño de aquella sonrisa abusaba de ella, utilizándola en cualquier momento y circunstancia. La usaba para disimular, para engañar, para burlarse y despreciar a sus innumerables enemigos. La sonrisa no tenía más remedio que cumplir su función y camuflar sus verdaderos sentimientos, que la habrían empujado a llorar de pena y rabia. 

No había nadie en el mundo cuya desgracia fuese comparable a la de la sonrisa, con la excepción de su dueño. Un hombre con la mentira impresa en su rostro, incapaz de sentir verdadera alegría. 

Cuando el hombre murió, abandonado por todos, la sonrisa comprendió que su venganza sería eterna. Por primera vez, sonrió con sinceridad absoluta.