miércoles, 14 de agosto de 2013

Pepe Carvalho: desnudo integral



Pocos personajes literarios han mostrado el aguante del detective Pepe Carvalho. Manuel Vázquez Montalbán lo convirtió en el protagonista de 25 obras de diferentes géneros. Desde la primera hasta la última, Editorial Planeta las ha reeditado en 8 volúmenes.
 
Han pasado 40 años desde que Carvalho debutara en Yo maté a Kennedy. Su cicló se cerró con Milenio Carvalho, publicado en 2004 después de la muerte de su autor, al que en cierto modo ha sobrevivido. Desde el principio se mostró como un tipo particular y contradictorio, capaz de saltar de las filas del Partido Comunista a la CIA. Su carrera como detective privado fue larga y vio de todo. Sus casos le llevaron a viajar por los cinco continentes. Pero nunca olvidó Barcelona, una ciudad que dejó de ser suya no porque la abandonara, sino porque se fue volviendo irreconocible en sus transformaciones sucesivas.
 
Carvalho experimenta una notable evolución en la vasta obra que protagoniza. A medida que envejece se acentúa su nihilismo, su melancolía y su decepción. Se da cuenta de que no ha llegado a ninguna parte o, quizá, de que no había ningún sitio al que llegar. En todo caso, Planeta ha decidido ignorar el orden cronológico y agrupar los tomos por conexiones temáticas o de género. Así, el primero es un círculo que contiene la primera y las dos últimas historias del detective, el tercero se recrea en sus recetas (la comida fue el único amor estable que conoció), el séptimo se centra en sus relatos…
 
El último libro de la colección, titulado Rarezas, ofrece algunas obras poco conocidas, como un monólogo teatral escrito en 1997 en el que Carvalho se queja con amargura del trato al que le ha sometido su creador. Lamenta que lo haya utilizado como reflejo de sus obsesiones, caprichos y debilidades y que lo haya hecho pasar por tantas situaciones vergonzosas para condenarlo a muerte en los albores del nuevo milenio.
 
Por desgracia, ni el detective ni su autor conocieron apenas el siglo XXI. Pero su legado conjunto nos sirve para entender mejor las últimas décadas del XX. Como dice Daniel Vázquez Sallés, escritor, periodista e hijo de Vázquez Montalbán, leer a Carvalho “es leer la historia de España, ya que convirtió la novela negra en un reflejo de la realidad española y en una crónica social de la época”. En cuanto a la relación entre el personaje y su creador, afirma que Carvalho le servía a su padre “para decir lo que no podía con su propio nombre y, en cierta forma, escupir al suelo”.
 
Vázquez también destaca la importancia de la obra de Montalbán para prestigiar el género de la novela negra, antes considerada literatura menor. Esta tendencia empezó a cambiar en España a partir de las epopeyas de Carvalho, que aunaron el entretenimiento y la intriga propios del género (el detective decía que “en las novelas policíacas, el asesino siempre es el autor”) con la crítica social. Temas como la corrupción política, los abusos del poder y los efectos perversos de la globalización tienen una presencia importante en su obra.
 
Los volúmenes cuentan con prologuistas como el propio Vázquez, Luis García Montero, Carlos Zanón o George Tyras, autores que se han visto fascinados de un modo u otro por la figura del detective. A pesar de que él ya se retirara “de un mundo que se divide en víctimas y verdugos, algunas veces llamados presos y carceleros”, como afirma en su último libro, sus peripecias todavía sirven para cuestionar las verdades establecidas.       


Resumen del artículo en El Periódico de Cataluña

Artículo publicado en El Periódico de Extremadura

 



miércoles, 7 de agosto de 2013

Los invisibles


Salgo a la calle con la esperanza de que alguien me conozca. Pero no, nadie recuerda mi cara ni mi nombre porque no los han visto nunca. Puedo pasear con desesperación por esta ciudad infinita durante semanas enteras. Puedo gritar y desnudarme: no importa porque los oídos y los ojos de todos se cierran al tiempo que paso. Soy invisible, aquello que tanto había deseado el hombre. Yo también lo había deseado. Ser invisible solo para repetir lo mismo que los demás, pero sin que me vieran. Que nadie se diera cuenta de que estaba… la idea era suficiente para que me retorciera de placer. Y sin embargo ahora daría cualquier cosa porque los ojos de un solo ser humano dejasen de resbalar sobre mi piel. Amargas ambiciones que se vuelven contra quienes las engendran. ¡No soy invisible, maldita sea! ¿Es que nadie me oye? ¿Es que nadie siente las patadas que le doy?

Si no fuera invisible, podría hablar con alguien. Podría ir con alguien a algún sitio. Podríamos mirarnos sin prisa, sin asco; olvidarnos de que cada segundo ya no se recupera. Pero no sé. Tampoco quiero desear otra vez equivocadamente. Si de pronto fuese célebre, si todos quisieran mirarme y fotografiarse conmigo, es probable que la invisibilidad se convirtiera de nuevo en un estado místico, de una levedad sublime. No querría ni salir de casa, cerraría las persianas por temor a que violaran mi intimidad, la cual me resulta muy valiosa precisamente por su carencia de interés.

El invisible vive tranquilo, carece de obligaciones, mira la luna más veces que el teléfono. Tenemos numerosas ventajas, que por supuesto no sabemos apreciar. Somos tan infelices como el resto, pero es probable que no más. No aspiramos a la felicidad y eso es una gran suerte. Nos deslizamos en silencio por las calles, con los ojos tristes y curiosos, sin saber lo que buscamos. Somos artistas en perder el tiempo. Nos quedamos embobados mirando una fuente, la hoja de un árbol, el corazón pintado con tiza en una pared sucia.

Al ser invisibles, podemos hacer más o menos lo que nos apetezca sin dar explicaciones. Como no hablamos apenas decimos mentiras. Bueno, miento. Nos engañamos a nosotros mismos, igual que todo el mundo. Esas falsedades son las más elaboradas, aquellas que podrían alumbrar una saga de novelas. Pero no nos atrevemos a ponerlas en palabras; sería demasiado doloroso y no lo resistiríamos. Los invisibles somos seres frágiles. Por fortuna nadie nos da puñetazos porque no nos ven. Sería terrible si de pronto nos vieran, así sin avisar. No podríamos defendernos de las agresiones físicas ni de las verbales, por falta de práctica. No nos saldría más que humo de la boca y nuestros brazos se quebrarían al primer golpe. Menos mal que no nos ven. Les damos pena y así nos dejan en paz.

Nuestra invisibilidad es una táctica de supervivencia. Es probable que, si se da un ataque nuclear en cadena, los únicos que lo superen sean (seamos) los invisibles, junto con las cucarachas. De la Humanidad solo quedaría un puñado de hombres y mujeres que no saben qué dirección tomar, qué pretenden hacer con su vida ni dónde está la tienda para reemplazar la bombilla que se les ha roto.

¿Saben qué les digo? Estoy muy contento de que no me vea ni Dios.