jueves, 29 de noviembre de 2012

Una reflexión sobre el posmodernismo


Uno de los términos que más se repiten en el máster sobre Periodismo Cultural que estoy realizando es el de la posmodernidad. Se trata de un concepto amplio, desarrollado por autores como Foucault o Baudrillard, que abarca varias facetas del mundo contemporáneo y que ha suscitado tantos aplausos como críticas. En este artículo me propongo reflexionar acerca de las consecuencias que comporta en el arte de hoy. 

 El posmodernismo es muy diverso: lo único que tienen en común sus diferentes manifestaciones es que se alzan contra la modernidad. Defienden que el periodo idealista que esta encarnaba ha expirado. Ahora vivimos en un mundo en el que se nos han caído los mitos y todo es relativo. Afirma Vargas Llosa en su ensayo La civilización del espectáculo que “como ya no hay manera de saber qué cosa es cultura, todo lo es y ya nada lo es”. El escritor peruano reivindica el valor de la palabra frente a los pensadores posmodernos, que no conceden a la literatura capacidad para describir la existencia. También critica a Foucault porque ha defendido un mundo sin jerarquías de ningún tipo, tampoco culturales, en el que lo mismo vale Shakespeare que Ken Follet.

En mi opinión, la postura de Vargas Llosa es demasiado conservadora. Si el arte contemporáneo no nos impactara, si no tuviéramos dificultades para comprenderlo, no reflejaría la época confusa y compleja en que vivimos. Por ello no es una contradicción que entendamos mejor el arte clásico. Sus valores y su estética han sido asimilados a lo largo de los siglos y, aunque hayan quedado desfasados en parte, no nos cuesta identificarnos con ellos. Pero eso no significa que ciertas manifestaciones del arte de hoy no sean dignas de situarse junto a las grandes obras clásicas.

Ahora bien, la postura de los posmodernos es demasiado radical. La pérdida de las jerarquías termina por desvalorizar el concepto de cultura y asesta un golpe duro a la figura del creador. Son necesarios los autores brillantes y los autores mediocres para establecer diferencias entre el valor artístico de sus obras, cuyo mérito no puede reducirse a lo que señale la dictadura del mercado.

El ansia de progreso que caracterizó a la modernidad no ha desaparecido, aunque se deba adaptar a los nuevos tiempos. Quizá el arte en cincuenta años sea radicalmente distinto por la influencia de la tecnología. Quizá los seres humanos ordenen a robots que conformen obras hoy inimaginables. No me cabe duda de que el arte seguirá evolucionando y sorprendiéndonos.  Pero su punto de partida continúa siendo el mismo: el infinito deseo de libertad que inspira al ser humano. Las ficciones del arte nos permiten ser más libres que en la vida real, que es una prisión comparada con el paraíso que nos prometen nuestras fantasías. Por eso nunca se agotan, porque el hombre nunca se cansará de soñar. Y por eso creo que vale la pena acometer la creación de algo nuevo, o al menos actuar como si tal cosa no fuera imposible de antemano en estos tiempos que corren. El arte debe ser tan ambicioso hoy como lo ha sido siempre.

miércoles, 21 de noviembre de 2012

¿Cómo interpretar un sueño?



Esta entrada va a ser un poco diferente. En ella voy a explicar cómo interpreto mis sueños de manera intuitiva mediante un ejemplo, por si resulta aplicable para el lector. Os cuento. El otro día, en contra de mi costumbre, escribí dos páginas de mi novela (ya llevo 120) antes de irme a dormir. Ya en la cama, seguí reflexionando sobre cómo debía continuar la historia. Incluso llegué a pensar que tal vez soñaría con ello, como efectivamente sucedió de manera alegórica.

Cuando me desperté sobre las siete de la mañana, hice el ejercicio de recapitular los recuerdos de mi sueño. Escribía un artículo para un periódico en el que explicaba que en los últimos años el dominador del fútbol español había sido el F.C. Barcelona (lo cual no podía hacerme mucha gracia, ya que soy aficionado del Espanyol y del Real Madrid). De repente, el Barcelona jugaba contra el Levante en mi propia sala de estar. Yo era consciente de que el duelo transcurría en mi domicilio, pero estaba convencido de que se trataba de un partido de liga (al fin y al cabo, la parte más racional del cerebro no suele activarse durante los sueños).

El Barcelona ganaba como casi siempre, pero en un momento dado yo salía a jugar y contribuía a que el Levante se acercara en el marcador hasta el 3-2. Justo cuando el partido rebosaba emoción, todos los jugadores abandonaron el campo (es decir, el salón de mi casa) y me quedaba solo. Entonces me desperté presa del desconcierto.

Estuve a punto de renunciar a la comprensión del sueño, pero al recuperar algunos detalles (al principio no recordé que estaba redactando un artículo) me di cuenta de que el fútbol era una alegoría de la escritura. Mi intervención en el partido obedece a mi deseo de modificar la realidad, aunque sea a través de la ficción. No conforme con limitarme a apuntar lo que había ocurrido, como haría un periodista de información deportiva, deseaba ser el protagonista de la acción y transformarla en algo más grato (yo no quería que el F.C.B. volviese a ganar). Para ello asumía el papel de jugador-escritor en un territorio (mi propia casa, mi propia fantasía) en el que yo ponía las reglas.

¿Por qué me quedaba solo al final? O, dicho de otro modo, ¿cuál era la lección que podía sacarse de mi sueño? Que mi novela no debe girar en torno a mi propia persona, puesto que en tal caso no interesará a nadie y me quedaré solo (sin lectores). El protagonista de mi novela, que cuenta la historia en primera persona, es un joven universitario que comparte ciertos rasgos conmigo, no tanto en su personalidad como en su pensamiento. De hecho, le he atribuido varias reflexiones que había escrito meses atrás sin apenas modificar una palabra. No es que esto sea malo de por sí, pero el sueño me ha servido para recordar que en la novela es necesario construir la ficción de modo que conforme la historia más interesante posible con los materiales de que se dispone. No hay que buscar la solución más cómoda si no es la mejor, ni están en los recuerdos todas las respuestas, ya que se trata sobre todo de un ejercicio de imaginación.

No sé si esta reconstrucción servirá a alguien para interpretar uno de esos sueños intrigantes que a uno le parecen absurdos de raíz. Si es así, habrá valido la pena. Creo que todos somos “Freud en potencia” y tenemos la capacidad de entender los valiosos mensajes que a veces se esconden en nuestras ensoñaciones, si le ponemos algo de interés al asunto.

martes, 13 de noviembre de 2012

El rostro del dinero

 
Se levantó espoleado por la insistencia del despertador de su móvil. Se duchó, se recortó los pelos de la barba sin apenas fijarse en su rostro, se vistió con traje y corbata, descendió al garaje y condujo su Mercedes negro hasta el rascacielos sede de la empresa de telecomunicaciones en la que se desempeñaba como ejecutivo. Al llegar allí se sorprendió de que sus subordinados no le saludaran, pero no le dio importancia. Estaba de buen humor por motivos de negocios. Según sus previsiones las perspectivas de beneficio económico eran grandes y, sobre todo, cabía la posibilidad de que ascendiese a un puesto todavía más alto en la organización. A esa meta dirigía todos sus esfuerzos: las orejas se le agigantaban en cuanto oía la palabra dinero y sus ojos refulgían frente a los billetes. 

Llegó a su despacho, se sentó en una butaca y encendió el ordenador. Casi no pudo creer lo que vio en la pantalla: su nombre, normalmente escrito en la página inicial con letras mayúsculas, había desaparecido. Llamó a su secretaria presionando un botón. Enseguida llegó una mujer de unos cuarenta años con el pelo sujeto a un moño metálico, gafas cuadradas y facciones angulosas. Era la única persona dentro de la empresa (al margen de aquellas que podían amenazar su posición) cuyo nombre y rostro conocía. La secretaria torció la boca y estiró hacia arriba sus cejas en cuanto observó a un desconocido instalado en el despacho de su superior.

–¿Quién es usted? ¿Qué está haciendo aquí?

El ejecutivo no solía dar explicaciones sin pedirlas primero.

–Eso es más estúpido que preguntarle a un bebé qué hace en la cuna. Me he dado cuenta de que alguien ha tocado mi ordenador. Mi nombre no aparece. ¿Acaso ha sido usted quien lo ha suprimido?

–Oiga, mi jefe va a llegar en cualquier momento. Tiene que irse de inmediato o me veré obligada a…

–¡Silencio! ¡Silencio y aire! ¡Largo de aquí!

La secretaria giró sobre sus talones y se marchó impulsándose en largas zancadas. El ejecutivo apuntó en una hoja el apellido de la empleada para no olvidar que debía despedirla antes de finalizar el día. Reescribió su nombre en el ordenador y se conectó a internet con intención de examinar las noticias económicas. Antes de que tuviera tiempo dos hombres fornidos entraron en el despacho y, siguiendo las instrucciones de la secretaria, lo agarraron por los hombros y lo empujaron fuera.

–¡Me quedaré con sus caras! ¡Averiguaré sus nombres! ¡Y olvídense del finiquito! —gritó rabioso.   

Los guardias de seguridad, por toda respuesta, lo sujetaron con más energía y lo expulsaron con mayor rapidez del edificio. El ejecutivo se nubló bajo el cielo despejado. De su cara se deslizaban gotas de sudor, su traje se había arrugado y todavía jadeaba improperios desde el otro lado de la puerta. Al menos los guardias tuvieron la cortesía de devolverle su maleta arrojándosela sobre el pecho.

Intentó serenarse y analizar la situación. Era evidente que algún enemigo en la dirección de la empresa, temeroso de su plausible oportunidad de ascenso, había convencido al principal propietario de que lo destituyese. Extrajo de la maleta su teléfono móvil (o quizá se trataba de un ordenador de bolsillo) y llamó al dueño. Este le respondió con gruñidos y mal humor, probablemente desde la cama. Por más que trató de identificarse aportando datos confidenciales no logró que le reconociera. Iba a despedirse con educada sumisión cuando un pitido le reveló el fin del diálogo.

En tal estado de cosas decidió lo inaudito, esto es, retornar a casa y tomarse el día libre (o al menos la mañana libre, pues confiaba en recobrar lo antes posible la comunicación con el propietario). Recuperó su Mercedes –del que solía decir que solo le faltaba la corbata para ser tan elegante como él– y deshizo el trayecto mientras escuchaba música de Vivaldi. Lo aparcó en su plaza de garaje preciándose de la exactitud de sus maniobras, tomó el ascensor hasta el octavo piso y abrió la puerta de casa. Al introducirse en el espacioso salón resonaba todavía en su mente la bella melodía invernal del compositor italiano. Pero pronto le alertaron unos gemidos provenientes de la habitación de su hijo y, posteriormente, unos cuchicheos y un sonido como de arrastre.

Giró el pomo sin molestarse en llamar. Un joven de unos veinte años yacía descamisado en la cama con las sábanas más revueltas que su melena oscura. Un tanga rojo asomaba bajo la silla del escritorio.

–¡Hijo! ¿Qué haces aquí? ¿Qué haces así? ¿Qué es eso que…?

Sus preguntas se interrumpieron al impacto de un puñetazo en la nariz. Después de derribarle el chico le arrastró por el suelo, le quitó las llaves y la maleta y se dispuso a desembarazarse de él sin contemplaciones. Trató de dirigirle la palabra otra vez, pero una patada en la cabeza le arrebató el conocimiento.

Cuando lo recuperó no recordaba muy bien quién era. Tenía el cuerpo dolorido, unas gotas de sangre coloreaban el cuello de su camisa y no comprendía qué estaba haciendo en la calle, cerca de su domicilio pero fuera. Rebuscó en los bolsillos de la chaqueta para asegurarse de que la cartera seguía en su sitio. Suspiró con alivio y acurrucó en la palma de su mano los seis billetes, de cuantías entre diez y cincuenta euros; calculó que podía almorzar un bocadillo.

Entró en uno de esos locales futboleros que languidecen entre partido y partido. En un rincón dos viejos sorbían sus cervezas. Otro de su quinta le saludó tras la barra con una voz ronca de fumador incorregible. Un tanto incómodo por la inmundicia de las paredes y la desnudez decorativa, pidió lo más barato y se escabulló hacia el servicio. Le preocupaba la remota posibilidad de tropezar con un conocido en un lugar de tan poca clase.
El jabón se había terminado, así que tuvo que higienizarse solo con agua. Después de secarse levantó un momento la vista hacia el cristal sucio y agrietado del espejo, fijándose en sí mismo por primera vez en todo el día. Un trozo de carne amoratada le devolvió una mirada de asco.

Su primer impulso fue darse la vuelta con brusquedad, temeroso de que un desconocido le atacara. Al cerciorarse que no había nadie más se tornó poco a poco hacia el espejo. Observó con mayor detenimiento sus facciones, el color de sus ojos y la forma de su nariz, sin que ninguno de sus rasgos le resultasen familiares en absoluto. Entonces se fijó en la elegante chaqueta –intacta a pesar de todo– y acarició la corbata roja que pendía del cuello de la camisa. Ante el contacto de la seda se ablandó la expresión de su rostro y pudo, al fin, reconocer su retrato (pues no le parecía sino eso, una interpretación o, peor, una imitación inexacta de su figura).
Recordó la desastrosa jornada laboral y la paliza que le había propinado su hijo. Contuvo el impulso de resquebrajar la superficie del espejo y salió dando un portazo. A dentelladas devoró su bocadillo y a disgusto lo pagó, mostrándose más preciso en lo segundo que en lo primero, pues parte del lomo se le desgajó del pan y manchó su traje.

Cada vez más irritado, se alejó del bar con el firme propósito de no regresar nunca a un sitio así. Emprendió el camino de vuelta a su hogar. Comprobó que le faltaban las llaves, así que llamó cinco veces al timbre. Le respondió una exclamativa voz de falsete:

–Convertidor de billetes, ¡dígame!  

–¿Convertidor? ¿Qué dice? ¿Se refiere a…? ¿Es usted un falsificador de…?

–¡No, señor! Yo me dedico a convertirlo en un billete, si a usted le parece bien, claro está.

–¿Qué furiosa estupidez es esa? Tengo mucho dinero pero soy un ser humano, y por tanto no puedo ser un billete.

–¿Tiene mucho dinero? ¡Entonces es obvio que me he explicado mal, señor! Me refiero a que puedo imprimir su rostro en los billetes que utilice. Si a la gente le gustan, pronto se hará famoso y su cara se conocerá en todo el mundo. Si quiere más detalles suba, por favor. Se los daré con gusto.       

El desconocido le abrió. Puesto que la voz provenía del número correspondiente a su casa, supuso que su familia estaba sufriendo una broma. Al llegar a la puerta experimentó un acceso de inquietud. La figura tallada en verde de un euro gigante atravesaba la madera; la parte inferior del símbolo la remataba el timbre. Iba a marcharse, convencido de que se hallaba en una confusión, cuando se abrió la puerta. Le recibió un tipo sonriente de unos treinta y pocos años, larguirucho como un rascacielos y con el pelo teñido de verde. Portaba una camiseta en la que dos símbolos del euro se entrelazaban.

–¡Buenas tardes, señor! ¡Tiene usted un aspecto magnífico! ¿Quiere pasar y convertir su cara en un bien invalorable?  

Pese a los reparos que semejante espécimen le causó al instante hubo algo (tal vez un tintineo en el cerebro, una excitación de la curiosidad o el deseo de relajarse un rato en medio de un día tan conflictivo) que le impulsó a entrar. El desconocido le acompañó hasta el salón, que más bien parecía un puzle gigantesco o un mural inacabado de billetes con el tamaño de alfombras. Pegados como carteles en la pared, se destacaban en ellos las figuras de personas irreconocibles, pero todas muy orgullosas de convertirse en el rostro del dinero. El anfitrión lo invitó a sentarse en un sofá de piel (verde, por supuesto) y se colocó enfrente en una silla mientras señalaba con las manos en todas direcciones.  

–Como puede ver, soy capaz de imprimir su faz varias veces en el mismo billete, incluso por las dos caras si lo desea (le hago descuento en ese caso). Desde que no tenemos Constitución ni Comunidad Europea se ha decretado la libre maquetación. Existe una puja entre los hombres poderosos para imponer el billete dominante. Aunque han pasado por mi puerta empresarios y políticos poseedores de nobles fortunas, todavía cabe la posibilidad de que su imagen resulte más pegadiza, o pagadiza si me permite la broma. Por cierto, ¿cuál es su nombre?

El ejecutivo miró de reojo el tupé que coronaba el pelo del singular comerciante. Observó que trataba de imitar el símbolo del euro, si bien la parte superior de la C había aplastado el conjunto convirtiéndolo en una mezcla de montaña y ensaladilla rusa.

–No sé si lo entiendo muy bien. ¿Comercia con dinero o con caras?

–¡Con ambas cosas! Es ahí donde radica la novedad. Yo pongo su rostro en los billetes que me pague. Después compra con ellos y se multiplica el flujo. Como no le noto muy decidido le contaré un secreto. El zoológico no ha sido explotado todavía. ¡Siguen arreglándoselas con el dinero vulgar! Usted podría convertirse en el capo de la zona.

El comerciante sacó de debajo de su camisa verde (todo en él era verde, salvo la piel pálida y los ojos azules) un folleto titulado “Construya el billete de sus sueños”. Comenzó a pasar hojas ante la mirada alucinada del ejecutivo y a explicarle los modelos que conjuntarían mejor.

–Con su faz redonda quedaría muy lucido en los viejos billetes de cincuenta. Podría ajustarla a ese arco de medio punto e instalar su barbilla rozando la Península Ibérica. Sí, creo que sería una buena solución. El resultado final recordaría al de aquel señor del fondo, pero más equilibrado porque usted tiene la cara verdaderamente redonda.

La expresión del ejecutivo se dulcificó. Sus orejas se extendieron como radares y sus ojos se agrandaron ante cada gesto del encantador, que no paraba de sonreír y agasajarle en su justa medida. Realizó un par de preguntas sobre el sistema técnico que en verdad no le interesaban, solo para visualizar en su mente la imagen ensalzada de su rostro reluciendo al brillo mágico de los billetes.

–¿Cuánto cuesta ese modelo de ahí?

–Señor, con todo respeto debo suponer que no me ha escuchado con atención. El precio lo pone usted. Yo solo le cobro la mano de obra. Pero cuanto más adquiera más cosas podrá comprar y más rápido se extenderá su billete por todas partes. Imagínese a un pueblo entero de raíces ancestrales arrodillado ante su escultura, donándole sacrificios y pagando los impuestos que decida merecer. Imagínese a los grandes empresarios y políticos del mundo discutiendo y peleando por un pedazo de su cara. Imagínese el poder absoluto que este papel puede proporcionarle: se quedará corto.

El hipnotizador sacó un billete del bolsillo y lo estiró delante de sus ojos. El ejecutivo lo devoró con la mirada y después desvió sus sentidos hacia las paredes que abanicaban sus anhelos. Deslumbrado por las posibilidades que ante él se abrían, vació la cartera hasta el último céntimo y prometió volver con más, mucho más, todo lo que tuviera, dispuesto a intercambiar billetes mediocres por los personales e intransferibles que se le brindaban.



Lee aquí el resto de mis relatos: https://www.peopleebooks.com/VerUsuario.aspx?UserId=a7ec2bd9-3e74-4110-bb27-7693d4f7d99a


 

miércoles, 7 de noviembre de 2012

Sobre la infancia, la educación y la libertad


 
 
Hace poco vi un documental bastante interesante que propone, con una pizca de irrealidad y grandes dosis de idealismo, una educación radicalmente diferente a la que todos hemos recibido. Se llama “La educación prohibida” y os lo recomiendo si tenéis interés en descubrir métodos alternativos de enseñanza: 


 
 

A raíz de su visionado, me he puesto a recordar mis anteriores etapas en el sistema educativo público, siempre tan criticado incluso antes de que los recortes le afectaran. En los dos o tres últimos años de instituto, los estudiantes pugnábamos porque el profesor nos quitara unas líneas que estudiar del libro de historia, y jamás mirábamos la página que había sido descartada. Solo queríamos respuestas claras. Si un docente no nos daba una contestación directa y simple, nos parecía que era un ignorante o que se estaba burlando de nosotros.

Creo evidente que todos los niños nacen artistas y científicos. No hay más que mirarlos: su deseo de experimentar y de aprender es infinito. El mundo se les queda pequeño… por eso tantos desean ser astronautas. Sin embargo, algo de alienante y de represor debe de haber en la educación que se les imparte, cuando en la adolescencia solo quedan retazos de su maravillosa inquietud infantil. A los quince años, la curiosidad intrínseca del ser humano ya está suprimida, en muchos casos para siempre, y solo prima en la mayoría de estudiantes una visión utilitaria de la educación: “estudio esto, saco una nota, mis padres me dejan en paz”. El niño se pregunta por los porqués, mientras que el adolescente se conforma con una básica respuesta al “para qué”.    

Por fortuna, este proceso degradante de la curiosidad no es irreversible. Si uno pone un poco de voluntad, se puede recuperar la fascinación por todas las cosas que iluminaba la mente del niño. Se puede redescubrir el valor del conocimiento por el conocimiento (y del arte por el arte). Se puede llegar a la sencilla conclusión de que es preferible intentar saber algo a ser un completo ignorante, y que es bueno hacerse preguntas en vez de aceptarlo todo pasivamente sin siquiera esforzarse en comprender la realidad.

A medida que cumplimos años, nos volvemos menos sabios para la felicidad. Un niño encuentra la felicidad en cualquier cosa. Cuando se hace mayor (o menor, según cómo se mire), por lo general ya ha incubado una cadena de deseos tan desaforados que nada es suficiente para saciar su ansia de felicidad. Se educa a los niños para ser competitivos porque es lo que la sociedad exige, sin que se plantee un debate serio acerca de si deseamos una sociedad cada vez más competitiva en el futuro. Los animales compiten unos contra otros para sobrevivir, y nadie duda que también somos animales, ¿pero no podría la inteligencia humana encontrar en el siglo XXI una forma más estrecha de colaboración entre los hombres y una rivalidad más sana, por objetivos más nobles…?  

Los adultos censuran a los niños como si ellos no tuvieran defectos. Si la educación no les ofrece los estímulos necesarios para que se desarrollen en libertad, será señal de su inteligencia que se rebelen contra ella. Porque quizá la libertad sea un derecho en el plano teórico, pero en la práctica hay que ganársela y está amenazada por todas partes, incluso por personas que nos quieren.