lunes, 5 de julio de 2010

Un gato con mucha cabeza

La primera vez que lo vimos nos pareció un gato muy mono. Sí, eso nos pareció, y por eso mi hermana lo recogió sobre la capota del coche rojo. Nos pareció curioso que aquel gato no se escondiera debajo de los coches, como hacen todos los gatos. Pensamos que era un gato exhibicionista, con su larga cola contorneándose en el aire. Después nos fijamos mejor y nos asombró el tamaño de su cabeza, casi como la de un niño pequeño. Mi hermana lo cogió por los pelos del cuello, acunándolo como a un bebé, y le sonrió. Luego comprobamos que pesaba más de 8 kilos. El gato maulló varias veces con un tono agudo, apremiante. Pensamos que tendría hambre o alguna otra necesidad, así que decidimos refugiarlo en nuestra casa.

Como ya sabes, a nosotros se nos murió un gato hace unos meses, ni muchos ni pocos, los justos para que nos apeteciera tener otro sin que el recuerdo perjudicara al nuevo inquilino, y sin que el olvido amenazara nuestra afición por los pequeños felinos. El gato, además, era muy mono, y nos encariñamos enseguida con él. Tenía un pelaje suave, combinado en blanco y negro de un modo peculiar, muy retro. La mayor parte de su cuerpo estaba cubierto de pelos blancos, pero aquí y allá tenía unos cuantos mechones negros: uno grande cerca de la cola, otro en la cabeza, y varios sobre el lomo y entre las patas. Así que decidimos llamarlo Dálmata, aunque mi madre decía que era nombre de perro y que tendríamos que haberlo llamado Gary o Bobby, porque en su pelaje se podía improvisar una partida de ajedrez. A ninguno se nos ocurrió llamarlo Cabezón, pese a que esa era la característica más llamativa de su aspecto.

El caso es que el gato se comportó de manera muy rara desde el primer momento, y tendríamos que haber sospechado algo. Pero claro, quién podía imaginarse una cosa así. Lo dejamos que se desenvolviera por la casa a su libre albedrío, mas no había manera de apartarlo de nosotros. Era como si se hubiera enamorado de nuestra hospitalidad. Nos acariciaba las piernas con sus patitas, incluso la cara cuando lo sujetábamos cerca de nosotros: Ha debido de sufrir mucho en la calle, el pobre, dedujo mi hermana mientras le rascaba la cabeza.

El gato comía poco, y sólo los restos de alimentos humanos. No probaba las latas de los gatos ni de los perros. Es un poco caprichoso para haber sufrido tanto, pensé yo, pero no lo dije porque aquel gatito me parecía encantador, y tan listo que casi lo veía capaz de ofenderse por mis palabras. Averiguó él solo dónde debía orinar, y a los diez minutos ya se ubicaba por la casa y desfilaba por los pasillos con plena soltura. Pero sobre todo tenía una manera de mirar, con esos ojos azules que destellaban una luz triste, capaz de conmover a un alérgico. Te habría encantado incluso a ti, Pili, que no te gustan los animales.

Pronto empezó a hacer el intento de andar sobre sus patas traseras. Era de lo más cómico ver cómo se desplazaba a trompicones unos centímetros, apoyándose en las paredes, y resbalaba a los pocos segundos. Pero, para ser justos, enseguida hizo rápidos progresos, y a las pocas horas ya era capaz de cruzar el salón de punta a punta en una especie de ballet ondulante. Se convirtió nada más llegar en la atracción y el asombro de la casa. Interrumpíamos casi cualquier cosa por verle. Después de cada tropezón, el gato nos miraba con los ojos muy abiertos y movía sus patitas arriba y abajo, reclamando nuestra atención.

Otra cosa increíble fue cuando se subió encima de la mesa a la hora de comer. Mi hermana y yo habíamos terminado el plato de sopa y estábamos esperando a que se hiciera el segundo, cuando vimos cómo Dálmata saltaba primero del suelo a la silla, y luego de la silla a la mesa. Entonces se acercó a la cuchara y trató de cogerla con las dos patas delanteras. Consiguió levantarla un poco e impulsarla hacia el plato, como si quisiera apurar con ella el sorbito que quedaba. Pero pronto la cuchara se le hizo demasiado pesada, o sus pezuñas muy pequeñas o muy torpes, y se le cayó con estrépito sobre el plato. Imagínate la cara de mi hermana y la mía. Aquella actitud era lo más antinatural e inconcebible para un gato. Si hubiera querido chupar la sopa, le habría bastado con estirar su lengua pringosa y lamer el recipiente. Ahora entendemos el mensaje que el pobre Dálmata intentó lanzarnos, y que se nos escapó entre el asombro y la incredulidad. Entonces no entendimos nada, claro.

Pero esto no es lo más extraordinario de todo, porque lo que pasó al día siguiente excedió todos los límites de la lógica felina y humana. Dálmata (aunque yo propuse que lo llamáramos Einstein, por las habilidades formidables que mostraba o trataba de mostrarnos), empezó a maullar a la desesperada justo cuando comenzó la publicidad del programa televisivo que nos distraía. Nos hizo unos gestos inequívocos con sus patas. Adelantó la delantera derecha y enseñó una garra, señalando con ella nuestros rostros, y después a sí mismo. Avanzó unos pasos hacia la puerta del salón, y como nosotros seguíamos ahí mirándolo, pasmados, se tiró en el suelo bocabajo y se echó las patas a la cabeza, pronunciando un maullido quejumbroso y prolongado. Yo me levanté del sofá, y el gato recuperó enseguida su posición cuadrúpeda, repitiendo sus gestos. Cuánto nos costó entenderle, y mira que sus señales eran inequívocas.

El gato nos condujo hasta el cuarto de baño, empujando la puerta entreabierta con su cuerpo. Dio un pequeño salto para encender el interruptor de la luz, y otro parecido para encaramarse en la tapa bajada del váter. Tambaleó al filo de la caída, pero logró sostenerse en equilibrio. Debía de haberlo ensayado cuando no mirábamos, o de lo contrario era un acróbata inigualable aun para los tigres más ágiles del circo. Entonces el gato, porque era macho, levantó su cola y preparó su pene, sosteniéndose sobre sus patas traseras, y empezó a orinar de un modo muy similar al que ejecutaría cualquier hombre. La orina sonó suave, apenas unas gotas que no removieron el fondo del desagüe. El gato no pudo aguantar mucho tiempo el peso de su cabeza y cayó hacia delante, zambulléndose en el agua estancada. Corrimos a sacarlo y a secarlo, y el gato no volvió a abrir la boca durante el resto del día.

Pili, no me mires con esos ojos y esa cara de incredulidad, como si no te lo creyeras. Nosotros también miramos así al pobre gato mientras se sacudía el agua y temblaba de frío en el salón. Sus pelos puntiagudos se desbocaron en todas direcciones, y sus reiterados estornudos aumentaron mi sentido de culpabilidad. Me sentía frustrado, porque intuía que el gato trataba de lanzarnos una señal con esas demostraciones. Sabía que existía un móvil para todo aquello, pero ignoraba cuál, y eso me inquietaba.

Empezamos a debatir qué podíamos hacer con el felino. Mi madre dijo que debía de padecer algún trastorno de conducta. Algún gen gatuno debía de habérsele perdido en el tránsito hacia la vida, y por eso el animal se hallaba desconcertado e imitaba los comportamientos humanos. El gatito, todavía húmedo, se marchó cabizbajo cuando oyó aquello y se refugió en algún lugar fuera de nuestra vista. Yo lo defendí tenazmente. Dije que era un elegido, un eslabón entre el gato común y el catus sapiens, el felino inteligente y definitivo. Mi hermana propuso que lo lleváramos al veterinario para que lo juzgase; los tres accedimos.

Así que encerramos al gato en una jaula, lo cargamos al hombro y fuimos hasta el veterinario. El animal no decía ni una palabra, no maullaba, quiero decir. Se dejó coger sin oponer resistencia y se quedó ahí quieto, mirando a través de los barrotes desde la plaza trasera del coche. Mi madre conducía, mi hermana ocupaba el asiento delantero y yo me quedé atrás, observando a Dálmata. Me pareció que de sus ojos, apenas entreabiertos, se vislumbraba una brizna de humedad.

El veterinario nos recibió sonrientes. Puede que lo conozcas, es ese hombre ya mayor y bastante rico, calvo y rechoncho, equipado con esos anteojos naranjas que ha utilizado para examinar a cientos de animales: Veo que tenéis un nuevo miembro en la familia, nos dijo. Le contamos lo que te he contado a ti, y nos escuchó con una cara aún más pasmada que la tuya. Se quitaba los anteojos y se los volvía a poner cada pocos segundos, y lanzaba miradas furtivas y fruncidas al gato, que seguía encerrado en su jaula.

Al principio tampoco dio crédito, pensó que le gastábamos una broma, pero pronto percibió el tono serio de nuestro testimonio: Es un gato extraordinario, no cabe duda, sentenció, y yo miré a mi madre y a mi hermana con una expresión de triunfo. Sabía que tenía de genio algo más que de loco.

Entonces el veterinario sacó al gato de la jaula y lo puso en el centro de una mesa rectangular para examinarlo de cerca. Encendió también un flexo azul que había en el extremo, dirigiendo la luz hacia la cara del gato. Éste permaneció con los ojos cerrados y se dejó hacer mientras el especialista lo manoseaba. Le acarició su enorme cabeza, susurrando para sí; le cogió las pezuñas, forzándolo con la presión de sus dedos a mostrarle sus garras; le acarició sus delicados bigotes; le obligó a ponerse con la tripa hacia arriba; le abrió la boca y chequeó el estado de sus dientes y, por último, indagó en sus partes íntimas: Parece sano, y desde luego es un gato muy educado. Suelo llevarme unos cuantos arañazos siempre que hago esto. Algo así creo que nos dijo. Le temblaban un poco los dedos, su rostro se arrugaba en un rictus de concentración y los anteojos casi se le deslizaban hacia el suelo.

Abrió una puerta al fondo de la estancia y se metió tras ella, con el felino entre sus brazos. Nos quedamos los tres esperando, pues nos aseguró que no se demoraría. Eché un vistazo a la habitación. Era pequeña, un poco agobiante por el olor mezclado de gatos, perros y pájaros, y por la acumulación de pastillas, jarabes, cremas, galletitas y latas en una amplia estantería de caoba. Pensé que nuestro veterinario había sacrificado su espacio personal, poniendo sus necesidades por debajo de las necesidades de los animales. Lo cierto es que no gastaba mucho en decoración, pero tenía un equipo muy completo. Era un auténtico friki de las mascotas, y coleccionaba toda clase de objetos con que atenderlas.

Mi madre abrió la única ventana, oblicua a la tarima, y respiró en la calle, donde la gente se cobijaba de una incipiente lluvia. Escuchamos, provenientes del cuarto donde el veterinario se había recluido, unos sonidos parecidos al flash de una cámara fotográfica. Yo miraba la jaula vacía del gato con un nudo de aprensión en el estómago. Mi madre supuso que le estaría practicando unas radiografías. Mi hermana no dejaba de tocarse el pelo, y yo empecé a voltear la habitación, cabizbajo y nervioso. Tanto me abstraje que incluso me golpeé la pierna con la mesa, y por poco no derribo el flexo del doctor.

Se me hizo eterno el periodo de espera. Debió de ser media hora, paro se me agotaron allí la tarde y el ánimo. Al final no pudo contenerme y llamé a la puerta tres veces. El veterinario se disculpó y salió con el gato en una mano y una ancha diapositiva enmarcada en fondo negro en la otra: Observen esto, es lo más extraordinario que he visto nunca. Dejó al gato en el suelo, junto a la jaula, cerró la persiana y encendió otra vez el flexo, modulando el chorro de luz plateada a media intensidad para realzar la diapositiva.

Como podéis ver, este es un cerebro humano, muy similar al vuestro y al mío. Cogió una varilla de madera y comenzó a señalar sus partes. Yo empezaba a preguntarme qué justificaba esa clase de anatomía, cuando el doctor sacó otra diapositiva del mismo aspecto, pero con diferente contenido: Este es el cerebro de un gato normal. No hay comparación posible, es mucho más pequeño y con una forma diferente. Pues bien, la primera diapositiva que habéis visto es la del cerebro de vuestro gato. Por misterioso o increíble que parezca, no hay ninguna duda de que este gato posee el cerebro de un hombre.

Permanecimos los cuatro en silencio durante un par de minutos. Mi madre, mi hermana y yo pasábamos la mirada de una diapositiva a la otra, como hechizados por la revelación. El veterinario tenía los ojos perdidos en la persiana, y su cerebro tal vez se perdía imaginando los logros científicos anticipados por este descubrimiento.

Sentí vergüenza y la necesidad de disculparme de algún modo ante Dálmata, así que bajé la vista hacia su pequeña prisión. El catus sapiens se había esfumado. Mientras nosotros nos asombrábamos de su inteligencia humana, el gato al que jamás comprendimos se escurrió bajo la lluvia, y el único recuerdo que nos dejó fue un mechón de pelo negro en su jaula.

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