A sus 64 años, nadie tenía derecho a decirle cómo debían hacerse las cosas. Él ya sabía todo lo que necesitaba para vivir y para volar. Había combatido en la Segunda Guerra Mundial, al mando de una brigada paracaidista del ejército de Estados Unidos. ¿Cómo iba a admitir a estas alturas que le enseñaran la manera de abrir el artefacto que llegó a ser una prolongación de su propia piel? Qué despreciable forma de insultar su inteligencia. ¡Y encima le recomendaban que hiciera un curso previo, y que se dejase acompañar por un experto? Ja, qué irrisorios han de ser los conocimientos de ese jovenzuelo de menos de 30 años, comparados con los que él ha atesorado en su vasta experiencia militar, repleta de caídas controladas al vacío para aterrizar en las líneas enemigas y liderar la guerra contra los nazis.
Vio el anuncio unos días antes, en un cartel enfrente de su casa. “Curso de paracaidismo. Salte de la mano de un experto, sin ningún peligro, y disfrute de una experiencia única”. Bien es cierto que para él no sería única, y que la ausenta de peligro le irritaba más que tranquilizarle, pero podía ser una buena forma de recordar los tiempos en que luchaba por devolver la Historia al cauce de la razón. Estaba harto de la vida moderna, de la era de la televisión y de los ordenadores, ese extraño invento que fascinaba a su hijo (a quien no veía desde que cumplió los 60).
Decidido, entonces. Saltaría en paracaídas mañana mismo, sin necesidad de cursos previos ni de que un “experto” le cogiera de la mano. Apuntó el número en su libreta y llamó por teléfono en cuanto llegó a casa.
-Quiero reservar un salto en paracaídas para mañana —dijo en un tono castrense.
Una voz joven y simpática de mujer le respondió al otro lado de la línea.
-Señor, está todo reservado para esta semana. Pero, si lo desea, puedo guardarle una plaza para el próximo jueves.
-Muy bien, así sea —gruñó.
-Le recuerdo que la edad máxima para saltar es 65 años.
-¡No soy tan viejo, maldita sea!
No era tan viejo, pero casi. Cumpliría los 65 años el próximo viernes. El salto sería su regalo: la demostración de que todavía podía ser paracaidista sin ninguna ayuda, a diferencia de todos esos jovencitos a los que había que llevar de la mano y abrirles el cordón de apertura, porque si no se estrellarían contra el suelo a una velocidad infinitamente superior a la de sus neuronas y su tenacidad.
El jueves por la mañana cogió su Jeep verde, esa lata robusta e indestructible con la que había compartido tantos viajes por los desiertos de Texas, California y México. Hacía meses que no lo lavaba, porque el polvo que lo cubría le daba prestigio y honor ante sus ojos. El polvo era el único reconocimiento válido e imperecedero, lo único que se aferraba a la veteranía y el buen hacer.
Condujo hasta el aeródromo a las afueras de San Antonio, donde un helicóptero le esperaba para subirlo a los altares de su juventud. Le adelantó por la carretera un Ferrari descapotable conducido por un joven con gafas de sol. Llevaba la música a todo volumen (una horrible melodía rockera, desfasada antes de nacer). El viejo le miró un momento con furia, antes de que se perdiera por las curvas ondulantes como la estela de un cohete. ¿Qué habría hecho ese joven para merecer un Ferrari? Nada, seguramente. A los jóvenes se lo dan todo hecho, y por eso pueden vivir en la Luna y de la Luna. Esa era la gran noticia del año, la llegada a la Luna. ¡Qué mundo tan absurdo! Los famosos paisajes lunares los conformaban en la tierra las explosiones de las bombas durante la Segunda Guerra Mundial. Pero eso lo ignoraban los jóvenes que ya estaban esperando en el aeródromo. Ninguno debía de superar los 35 años, y casi todos reían y hablaban entre ellos y con los expertos que iban a explicarles lo que él ya había aprendido hace mucho tiempo.
Dos helicópteros reposaban en el centro del aeródromo, que tendría unos 300 metros de longitud. El aire cálido empujaba una nubecilla de polvo que el viejo inspiró, sacando pecho y cerrando los ojos. El fuerte calor le agradaba, aportándole la necesaria dosis de excitación previa al salto. Se acercó con la frente bien erguida hasta el grupo, de 8 personas más dos instructores. Si un solo pastor, con la ayuda de un perro, puede guiar a decenas de ovejas, ¿por qué eran necesarios dos guías para apenas 8 personas? Sin duda los humanos son más estúpidos y difíciles de controlar que las bestias, pensó el viejo.
-Buenas tardes, señor. ¿Usted es Jeff Warrock?
-Sí, soy yo. Estoy listo para saltar.
Unas risitas surgieron del grupo de jóvenes. Warrock dirigió sus arrugas, su tez curtida y sus ojos saltones hacia los chicos. Su dura mirada, que Clint Eastwood aún no había aprendido, apagó al momento las burlas. Uno de los instructores le dijo que primero habría una clase teórica, y que no saltarían hasta la semana que viene, tal y como estaba previsto y como sin duda ya le habían explicado. Warrock chascó la lengua y negó con la cabeza.
-No necesito ninguna clase teórica. Sé mucho más acerca de lo que significa ser paracaidista de lo que vosotros sabréis nunca. Hoy hace un día estupendo, y no voy a esperar hasta la semana que viene. Es más, yo seré el modelo para estos jovenzuelos irreverentes, y saltarán detrás de mí, si se atreven.
Se dirigió a paso ligero hacia el paracaídas plegado, que se hallaba entre el helicóptero y el grupo. Cinco minutos después Jeff Warrock estaba revelando todos los secretos del paracaidismo. Sujetaba el artefacto, de color rojo con manchas amarillas, en su mano derecha, mientras iba indicando con la izquierda el modo preciso de colocar el paracaídas dentro del contenedor, de activar el cordón de apertura, de ponerse el arnés, el casco y las gafas. Las risas de los jóvenes se transformaron en miradas atentas y respetuosas. Sus bocas no se abrían sino para preguntar algunos detalles que no les habían quedado claros, y que el viejo resolvía sin dificultad. Se sentía de nuevo el capitán de una brigada de soldados novatos a los que iba a instruir en los momentos previos a un salto que podía ser mortal o glorioso, pero nunca trivial. Ya no los veía como unos necios malcriados. Eran inquisitivos y tenían ganas de aprender. Los instructores se sentaron humildemente en el suelo junto a los otros, pues era evidente que el último en llegar sobrepasaba en mucho sus conocimientos.
-Bien, ha llegado el momento de observar a un experto en acción. Este helicóptero tiene 6 asientos, así que 5 de vosotros subiréis conmigo.
Jeff Warrock se subió al helicóptero, un modelo azul de pequeño tamaño y de fácil manejo para un piloto como él. Antes de enrolarse en la brigada de paracaidistas había sido piloto de caza y, comparado con la rapidez y precisión que le exigían los aviones enemigos, gobernar el helicóptero era un viaje de placer. Le parecía un pájaro amaestrado y sin personalidad. También había pilotado helicópteros, aunque prefería lanzarse contra el viento antes que resguardarse entre las nubes. No le impresionaban, desde luego, los numerosos indicadores circulares de la cabina ni las dos palancas que debía controlar al mismo tiempo. Los 5 pasajeros incluían a un instructor, que le reemplazaría en el pilotaje del helicóptero cuando se precipitase hacia el vacío.
El viento era leve y el cielo estaba despejado. Las condiciones eran ideales para la navegación, y el despegue y la travesía fueron limpios. Warrock utilizaba la palanca derecha para controlar la dirección, y la izquierda para controlar la velocidad. Los pasajeros se asomaban desde los asientos y observaban admirados cómo el viejo piloto les llevaba hacia algún punto de la atmósfera, desde el que se arrojaría sin mayor protección que un paracaídas. El instructor vigilaba atentamente los movimientos de Warrock y el indicador de la altura. Avisó al piloto de que rozaban los 4.000 metros.
-Ya lo sé. No te preocupes. Calla y mira, que ya te avisaré cuando sea tu turno.
Warrock estaba en su hábitat natural. Si hubiera podido controlar la gravedad, habría construido su hogar en el aire, y si hubiera podido controlar el tiempo lo habría estirado como el viento estira un jirón de nube. Llevaba una década sin volar, y aunque sus capacidades no eran las mismas que 30 o 40 años atrás, se creía invulnerable en el cielo. Allí donde otros, agitados por los aires, temblaban sin decoro; allí donde otros, acosados por el vértigo, cerraban sus ojos, asustados… allí es donde él se sentía más fuerte.
Pero ya no podía posponer el salto definitivo. Advirtió al instructor de que iba a abandonar la cabina, y que debía prepararse para sustituirlo de inmediato. El cambio de piloto se efectuó con presteza, aunque hubo dos segundos en los que el helicóptero se tambaleó sin gobierno y amenazó con caerse en picado, provocando algunos gritos en las plazas traseras. Mas pronto el nuevo piloto recuperó el control y enderezó la máquina.
Jeff Warrock se puso el casco y las gafas y agarró con fuerza el paracaídas, como aferrándose a una mano amiga. La tela tenía un tacto edulcorado, y le pareció menos regia que en tierra. No importaba. El aire le sacudía el rostro sudoroso, le subían las pulsaciones y el sonido del motor se desvanecía entre sus recuerdos. Ya sólo faltaba ponerse el arnés sobre los hombros y despedirse de su tripulación, de sus últimos reclutas. No pudo evitar un temblor en sus dedos mientras fijaba el arnés a sus piernas. Sentía que estaba ante un momento trascendental. Esa excitación inigualable que no había experimentado desde la guerra recorría cada célula de su piel. Ya equipado para el salto, hizo un gesto de despedida hacia sus chicos. Sólo distinguió sombras que le sonreían o le animaban, cerrando sus puños en un gesto de coraje.
Se giró para medirse una vez más, la última, a las intensas corrientes de aire y a la fuerza de la gravedad concentrada sobre su figura. Nada es impedimento cuando la determinación es máxima. Se lanzó al vacío, otra vez sacando pecho, con el orgullo de quien se sabe ganador de la batalla. Cayó a una velocidad de 200 km/ hora, pero más rápido cayeron las imágenes sobre su cerebro, como un torbellino de despedidas. Tuvo tiempo de ver a sus primeros reclutas, a su primer paracaídas, a su primera mujer y a la última y a su único hijo, que ahora estaría enfrente de un ordenador. Cerró los ojos para recrearse mejor en todas aquellas imágenes, y mientras se precipitaba sintió que iba perdiendo peso, que su masa iba descomponiéndose en la atmósfera. Ya no pertenecía a la tierra, sino al cielo. El paracaídas nunca se abrió.
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