miércoles, 7 de enero de 2015

Mudanza interruptus

Deseo que hayáis comenzado el 2015 de la mejor manera. Tengo muchas ilusiones puestas en el año recién nacido. Confío en compartirlas con vosotros y en que sigamos coincidiendo en esta posada digital abierta las 24 horas del día. Entrad sin llamar, por favor. En mi primera entrada de 2015, me invento una situación embarazosa que estuvo cerca de suceder cuando llegué a Barcelona el pasado mes de octubre. Aunque los hechos son ficticios, las imágenes que ilustran el artículo se corresponden con mi actual residencia y mi coche. Espero que os guste y si os apetece dejadme un comentario :) 

 

Me traslado a una ciudad nueva con la esperanza de progresar en la vida. Dejo el coche en cualquier sitio y extraigo parte de mis bártulos. El peso de las maletas no baja un ápice mi entusiasmo. La sombra de un parque se extiende en el horizonte, relucen las farolas del barrio, atractivas mujeres montadas en bicicleta pasan junto a mí como promesas de felicidad.

No sé gran cosa de la urbe que me acoge en su vientre (y lo que sé probablemente está errado, como una entrada de la Wikipedia modificada por un troll). Pero la ignorancia estimula mis sentidos: el aire de la incertidumbre posee un dulzor imaginario. Detengo mis pasos vacilantes para revisar una vez más la dirección en el móvil. Solo he de cruzar la calle y me hallaré frente al edificio. Arrastro con brío las maletas que no albergan ropa y enseres, sino toneladas de expectativas.

Estoy a punto de lanzar un grito para que el mundo sepa que he llegado. Me contengo (ya daré luego la tabarra en las redes sociales) y abro el portal. Voy a compartir piso con tres desconocidos de diversas nacionalidades. Ya acaricio el goce de una sana conversación sobre las infinitas maneras en que las civilizaciones se han desarrollado. En mi imaginación salta el corcho de una botella de champán. ¡Lo logré! Por fin escapo de la cárcel construida por mis inseguridades y miedos, aniquilados de un plumazo por mi vibrante determinación. A partir de ahora, los buenos augurios se convertirán en palpables realidades.

Los crujidos del ascensor y su lento ascenso prolongan mi tensión. Las llaves tiemblan en mis manos. Su brillo metálico refleja el aleteo de mis pulsaciones. Pensando que es la luz, llamo a la puerta. Pensando que van a abrirme, espero. Tanteo la cerradura que se resiste, resignado. Por fin cede a mis pretensiones. Avanzo por un oscuro pasillo atestado de objetos indescifrables con los que procuro no tropezar. ¿Dónde está la luz? De lo que entonces aún no sabía que era la cocina brota un hilo dorado que sigo con fervorosa desesperación. Al parecer la casa está desierta.

Penetro en mi habitación, escogida tras meses de ardua búsqueda y decenas de rechazos. Una capa de polvo impregna el ambiente y provoca estornudos. La cama se halla levantada en vertical, exactamente como dijo la dueña que no estaría a mi regreso; los armarios entreabiertos, que de pronto revelan toda su vejez, no encajan en los huecos que les corresponden. El vacío se apodera de mí en cuestión de segundos. ¡Qué diferente parecía cuando la descubrí bajo la doble distorsión de la luz solar y la sonrisa de la arrendataria!

Entonces recuerdo que las maletas que he dejado a los pies de la cama no constituyen ni la mitad de mi equipaje. Será mejor que lo traiga todo antes de decidir dónde dejar cada cosa. El ascensor se ha ido y su lentitud me sulfura, así que bajo al trote las escaleras. Un presentimiento me dice que llego irremediablemente tarde para solucionar un mal que todavía no identifico.

¿Dónde demonios he aparcado el coche? La mudanza me está sorbiendo los sesos. Recorro la calle en una dirección y en la contraria, exploro las esquinas, me maldigo por no tomar puntos de referencia. Por una décima de segundo mi corazón estalla en vítores: distingo el tono de su pintura y las ralladas al nivel de la puerta del conductor… mas la alegría se troca en horror a velocidad incalculable pero rapidísima. ¿Cómo se mueve el coche sin mi permiso? ¿Acaso ha adquirido vida propia y ha decidido que ya está harto de mi manejo desatento y mi torpeza para estacionar? Incluso diría que se ha henchido en su indignación y levita más alto que un todoterreno.

Por más que parpadee sigo sin comprender la escena hasta que reconozco el cuerpo de una grúa dándole el abrazo de la muerte a mi inocente automóvil. Grito, maldigo, escupo de rabia. ¿Qué ha hecho, qué he hecho para merecer esto? En mí se adensa la impotencia de todos los hombres que solo querían descargar maletas durante unos minutos, tras una larga jornada de viaje, y después reposar mansamente en su nueva guarida, alquilada a prefiero no saber cuántos euros el metro cuadrado. Truncado el entusiasmo, interrumpida la mudanza, me siento atrapado en un semáforo ambarino que nunca da luz verde a la esperanza. 







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