Ya casi
no recuerdo la última vez que ensayé un ensayo, si se me permite este pueril
juego de palabras. Y lo echaba de menos. Por eso dedico la entrada de hoy al
capitalismo. Pero no como se dedica un libro, un gol decisivo o una jornada de
homenaje a un personaje de honra, sino más bien como quien le regala un corte
de mangas al objetivo de su animadversión. Porque, tras soportar un gobierno
con mayoría absoluta del PP, ¿quién no se vuelve un poco revolucionario?
Si algo
hay que reconocerle al capitalismo es su capacidad para transmutarse con
sigilo. Su última trampa consiste en proponer que pagues más para sentirte
mejor, ya que se supone que parte de tu dinero se destina a una buena causa…
como si fueras tú el responsable de la extrema pobreza de millones de personas,
y como si los ingentes beneficios de las empresas detrás de ese producto
encarecido no tuvieran nada que ver.
El
viejo truco, que todavía funciona, se basa en atizar el ego y el individualismo
del consumidor (de los cuales tampoco el que escribe ni quien lee estamos
desprovistos). Pero no creo que la complejidad inherente al ser humano requiera
tal cantidad de objetos en los que manifestarse, ni que estos sean la mejor
manera de diferenciar su personalidad. Al contrario, al ser usados por muchos,
tienden a uniformarnos. Lo mismo que te venden para distinguirte se lo venden a
miles (y si pueden, a cientos de miles o a millones).
¿Cuánta
gente se ha comprado el mismo pantalón, el mismo teléfono o el mismo coche que
yo? No necesito la respuesta exacta para comprender que esa adquisición no me
ha diferenciado de nadie sino al contrario, me ha igualado con una multitud
desconocida: he sido atrapado en la misma red que otros incautos pececillos.
El
capitalismo no se conforma con dictar lo que debemos comprar según renta, edad,
sexo u aficiones. Aspira a controlar y manipular incluso nuestros sueños y
deseos íntimos, que a su vez nos llevan a consumir toda clase de productos en
una vana e interminable persecución. Después ya se encargarán los ejecutores
del sistema de prefabricar ilusiones a la última moda para que sigamos
alimentando el ciclo infinitamente. Y, sobre todo, se asegurarán de que no
luchemos por nuestros sueños más genuinos, que la marejada publicitaria, la
educación sin creatividad y los mensajes alienantes de los medios irán
barriendo de forma progresiva.
Otro de
los ardides que enarbola el capitalismo es su teórica permeabilidad social. Hoy
estás abajo, amigo mío; observas la ropa elegante, los hoteles de lujo y los
coches de alta gama como ideales inaccesibles. Pero si te esfuerzas mucho, si
te imbricas en el sistema con la suficiente intensidad, tendrás la opción de
ascender hasta la cúspide del rascacielos.
La
igualdad de oportunidades es una patraña. Nunca se ha dado y nunca se dará. Además,
¿qué pasa si yo no quiero subir por la escalera (mecánica y deshumanizada) en
cuyos resbaladizos peldaños se desvanecen valores que para mí tienen más valor que
mirar al resto desde arriba?
Los
conservadores suelen negar cualquier atisbo de bondad en el ser humano, dando
por hecho que todos deseamos subir sin mirar atrás por la escalera diabólica.
Pero en realidad no pueden obligarnos a actuar de esa manera. Lo que sí han
conseguido hasta ahora es separar lo suficiente a quienes no pensamos así. De
este modo han impedido que construyamos una estructura diferente que funcione
mejor que la maldita escalera, en la que necesariamente uno tiene que subir
para que otro baje, pero cuya cima se halla blindada por los magnates y
garantes del capitalismo. ¿Y si pudiéramos organizarnos de una forma diferente
en que predominara la colaboración ciudadana, en vez del egoísmo que nos aísla
y favorece a las elites? ¿De verdad es tan importante el capital como para
establecer distinciones que a menudo atentan contra la dignidad de las
personas? ¿En serio solo debemos cultivar nuestra personalidad a través de los
objetos que nos venden en centros comerciales?
Quizá
las utopías sociales que nacieron en los años 60 resulten comparables a los
intentos de Leonardo da Vinci por construir un ingenio volador en el siglo XVI.
Buenas y bisoñas ideas condenadas al fracaso, pero rescatadas en el futuro como
germen de las revoluciones por venir. Entonces aún carecíamos de la preparación
y los medios adecuados para llevarlas a cabo con éxito. El sistema se
recrudeció en sí mismo, los tiburones devoraron a los hippies y las bandas de
rock enterraron sus guitarras en nichos de oro. Tuvieron que pasar varios
siglos para que el hombre se alzara sobre la tierra en los primeros aeroplanos.
¿Cuánto habrá que esperar para que se desprenda el velo de la ignorancia y se
derrumben los mitos que todavía sustentan la escalera capitalista?
Hasta que llegue el.día, mejor soñamos.
ResponderEliminarPero sin olvidar que el sueño estará más cerca de cumplirse si nos esforzamos en que la realidad se acerque a lo que soñamos.
ResponderEliminarCarlos, incluso queriendo, no nos libramos de la realidad. Es así, creo.
EliminarNo vamos a cambiar las cosas radicalmente de un día para otro, por supuesto. Pero muchos pequeños cambios pueden acabar transformando radicalmente el escenario. En nuestras manos está intentarlo o conformarnos con la situación.
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