El
día en que debía nacer, el feto decidió que estaba más cómodo en el vientre de
su madre. No hubo manera de sacarlo: ni con cesárea, ni suplicándoselo, ni por
la fuerza, ni rezando a los dioses hindúes. La madre lloraba desconsolada. Su
mayor deseo era acunar entre sus brazos a la criatura que había crecido en su
interior durante nueve meses. Pero el niño se negaba a salir y darle el gusto,
a ella, a su padre y a la familia que había acudido desde diferentes regiones
del país para verlo nacer. Se agarraba a los intersticios del útero con una
fuerza sorprendente. Los enfermeras y los médicos (ya había varios que se
interrogaban asombrados en torno al lecho) no sabían qué hacer.
El
suceso trascendió a los medios de comunicación. Se prohibió la entrada a los
periodistas, pero alguno consiguió simular que pertenecería a la legión
hospitalaria que se arremolinaba alrededor del insólito caso. Se distribuyeron
fotografías a través de internet, aunque no tenían nada de particular: mostraban
a una mujer a punto de parir, pero que no paría nunca, como si el tiempo se
hubiera detenido en sus entrañas.
Las
semanas transcurrieron y el feto continuó su desarrollo. Realizadas todas las
pruebas, agotadas todas las argucias para provocar el nacimiento, los médicos
se vieron en la obligación de advertir a la madre que su salud correría grave
peligro si permitía que su hijo prosiguiera su crecimiento. Los familiares,
incluso el padre recomendaron a la mujer que abortara. Eran una pareja joven,
podían engendrar otro bebé con la intrepidez suficiente para salir al mundo.
Pero la madre se negaba. Decía que prefería su muerte a la de su hijo. Se puso
al borde de la histeria, calificando de asesinos a sus padres y a su novio.
¿Cómo eran capaces de sugerir una monstruosidad semejante? Su niño iba a
cumplir diez meses dentro de ella y los lazos que los unían eran demasiado
fuertes como para que la voluntad humana los deshiciera. Solo la muerte tendría
potestad suficiente para separarles.
Ante
el pasmo de los galenos, el feto prosiguió su evolución a un ritmo normal. La
tripa de la madre, que seguía postrada en la cama cada vez más débil, adquirió
el tamaño de un bombo. Su novio le rogaba que pusiera fin al suplicio. Trató de
convencerla de que su hijo también sufría, de que su empeño en encerrarse era
prueba suficiente de que no deseaba nacer. Pero su pareja insistía en que no
era así. Solo esperaba el momento propicio y ella aguantaría cuanto fuera
necesario.
Los
empleados del centro empezaron a impacientarse. Las camas eran limitadas y
había otras personas a las que atender. Solo la madre sabe las presiones que
hubo de soportar para no poner fin a la vida de la criatura. Las resistió
todas.
Cuando
el feto había cumplido dieciséis meses, la mujer realizó un esfuerzo supremo.
Consiguió levantarse de la cama, ir al baño y después a la cafetería del hospital.
Las miradas de pacientes y acompañantes se pegaron a su tripa monstruosa (con
el tiempo llegó a acostumbrarse a que nadie la mirara a los ojos, sino al
rostro o al cuerpo invisible de su hijo). Pidió el más sustancioso de los
platos combinados y comió para él con delectación, acariciándole a la vez que
se metía en la boca un trozo de jamón o de huevo frito, sin prestar atención a
las caras boquiabiertas ni a los murmullos congregados a su alrededor.
A
partir de entonces bajó cada día a comer por su propio pie, tambaleándose,
sujetándose a las paredes, derramándose en los bancos si sentía próximo el
desfallecimiento. A veces su pareja o sus familiares la acompañaban, pero poco
a poco se fue quedando sola, pues todos creyeron que había perdido el juicio.
Su hijo la aplastaba cada vez más, andaba encorvada bajo un peso terrible,
tardaba diez minutos en levantarse de la cama. Los enfermeros la ayudaban con
un desdén admirativo o una pena contradictoria.
La
ropa de embarazada dejó de servirle, de modo que tuvo que caminar desnuda por
los pasillos. Su avance suscitaba gritos y exclamaciones de horror. Mucha gente,
tomándola por una aberración de la naturaleza, torcía el gesto ante su
desgraciado andar. Pero ella no se rendía. Pidió que le prestaran tablas de
ejercicios y trabajó su cuerpo sin descanso. Ningún sacrificio le impediría
soportar su carga. Cuando el cansancio la vencía, cerraba los ojos y hablaba a
su hijo. Le decía que lo amaba, que podía salir porque ella lo cuidaría toda su
vida, que no debía tener miedo. El niño respondía con silencio y lágrimas.
A
los dos años de su concepción, el tamaño del feto era definitivamente excesivo.
En el hospital cuidaban de la madre por caridad. Le administraban fármacos
tranquilizantes y la ataban a la cama para impedir que intentara levantarse,
pues más de una vez se había golpeado la cabeza contra el suelo dejando un
reguero de sangre. A los vómitos, mareos, fiebres y delirios que eran su
tormento diario había que sumar las patadas y golpes que le propinaba su hijo,
pues a medida que ella se inclinaba sin remedio, arrodillándose poco a poco
ante las limitaciones de su naturaleza, el feto se volvía más enérgico. Se
movía con mayores bríos, agitando brazos y piernas con tanta fuerza que los
médicos estaban convencidos de que la madre no resistiría una semana más. En
realidad llevaban anunciando su inminente fallecimiento durante meses, pero a
juzgar por sus convulsiones y las dificultades con que respiraba parecía que esta
vez no se equivocarían.
Pero
ella conservaba la esperanza. Recibía cada patada de su hijo con una sonrisa
porque consideraba que era una señal de que estaba a punto de salir. Antes de
que la madre expirara, los médicos intentaron forzar de nuevo el parto. Lo
único que lograron fue extremar el apego del feto, que había dilatado el útero
de tal manera que ya solo restaban de él algunas partes membranosas esparcidas
sin control en los órganos colindantes.
La
desesperada tentativa agotó las pocas fuerzas que sostenían a la mujer. Cuando
recobró la conciencia vomitó sangre por toda la habitación, sus miembros
temblaron como en un baile demente y sus estertores se oyeron en las camas
vecinas con una tenebrosa expectación. Antes de que sus latidos se detuviesen,
pudo oír un susurro vacilante que ascendía desde su abdomen hasta su corazón:
“Mamá, ya salgo”.
O.o!!!! Ostia! No se me ocurre nada mejor que decir. Magnífico relato. Has descrito de forma magistral el sufrimiento y el tenaz empeño de la madre por respetar la decisión de su hijo. Felicidades.
ResponderEliminarUn abrazo.
Gracias, Francisco. A veces los más nobles propósitos acaban en tragedia o, dicho de otra forma, el cementerio está lleno de valientes. Sin embargo, no por ello los valientes dejan de ser necesarios.
ResponderEliminarUn abrazo