miércoles, 26 de septiembre de 2012

Una extraña alergia


En los instantes previos al nacimiento del bebé, el padre supo que había llegado el momento más trascendental de su vida. Mientras tanto la madre trataba de dominar la exigencia de la situación. Un corro de voces la aturdía; sus intentos por empujar a la criatura no parecían suficientes. Pero poco a poco se abrieron puertas en su cuerpo. De su interior brotó primero una cabeza, después un cuerpo de brillante palidez, al fin unos pies leves como algas.

El dolor y la tensión en el rostro de la madre se tornaron en una sonrisa todavía incrédula. Él lo había planeado todo: sujetaría al bebé entre sus brazos nada más se desligara en su totalidad, lo elevaría como un estandarte y lo besaría antes de entregárselo a la mujer que amaba.

Sin embargo, cuando la criatura quedó tendida en la camilla esas intenciones se apagaron cual febril alucinación. La frente del padre se arrugó de pronto, se afilaron sus ojos y se endureció toda su expresión. No pudo acercarse al bebé, que le produjo de inmediato una repulsión aterradora, como si su mujer hubiera engendrado al demonio.

Se marchó del hospital a la carrera. Solo se atrevió a volver al día siguiente para permanecer junto a su esposa. No preguntó por el niño, pero aun así le explicaron que le habían hecho algunas pruebas rutinarias y que pronto podrían llevárselo. “Es una criatura preciosa”, añadió con una sonrisa afectuosa la enfermera que atendía a la madre. ”Estarás ansioso por verla”. El padre asintió poco entusiasmado y se inventó una dolencia para justificar la huida ante su mujer. Ella no le prestó atención y le relató el modo en que lo había acariciado y besado en sus primeras horas: “Ojalá hubieras estado conmigo”.

 
La situación se agravó cuando la familia dejó el hospital y se estableció en el piso. El padre no podía permanecer a menos de cinco metros del bebé. Su cercanía le provocaba estornudos, fiebre y picores, además de un temor inexplicable. La pareja se sentía muy desconcertada. Sus sueldos no permitían lujos y la vivienda era reducida, de modo que el sofá se había convertido en la odiosa reclusión del esposo. La convivencia se hizo difícil y la tensión se incrementó. Consultaron a pediatras y psicólogos, pero ninguno encontró una explicación racional para los problemas del padre. A todos resultaba obvio que el bebé era normal y, por tanto, inocente.

La pareja concluyó que debían solucionarlo entre ellos. Acordaron que la madre lo ataría a una silla y le traería al bebé, obligándole a aceptarlo. El hombre la ayudó a sujetarle las piernas con cinta americana. Ella le besó en la frente, le acarició el rostro y trató de infundirle fortaleza con una sonrisa reparadora. “Todo se va a arreglar, cariño. Vamos a ser muy felices los tres”. Él asintió, cerró los ojos unos segundos, asió con fuerza sus manos al asiento y se irguió todo lo que pudo en el respaldo.

La madre regresó enseguida con el niño envuelto en un pañal azul. El bebé, arrancado de la placidez de la cuna, gimoteaba y protestaba. La mujer lo besó y balanceó suavemente. Al mismo tiempo que se relajaba el hijo se agitaba el padre: se convulsionaron sus rodillas, se multiplicaron sus espasmos y sus dedos apenas podían resistir la tentación de desatar la cinta americana.
 

La madre se acercó dando pasitos cortos. Alternó su mirada del bebé al marido, cada vez con mayor frecuencia. El hombre se inclinó hacia su hijo todo lo que le permitía su cuerpo amarrado. La mujer lo deslizó en sus brazos abiertos y se alejó unos centímetros para deleitarse en la unión… pero el miedo pudo más que la lógica y el deseo. Al notar el suave contacto de la carne del niño, su padre lo dejó caer, se arrancó la cinta americana y corrió hacia la puerta de salida, abandonando a un bebé ensangrentado en el suelo y a una mujer doliente junto a él.

Debatido entre la angustia, el remordimiento y el alivio, no se atrevió a volver en tres días. Un nuevo temor, el de la reacción de su esposa, se sumó al que le profesaba a su hijo. Temía que sintiera como propia la ofensa e interpretara el rechazo del bebé como un rechazo implícito a la madre. Pero no estaba dispuesto a renunciar de un modo tan pusilánime a la felicidad, así que regresó a casa y llamó tres veces a la puerta, suave y despacio. Se le eternizaron los segundos que la mujer tardó en abrirle y se le aceleraron las pulsaciones al enfrentarse a su seriedad. Masculló una pregunta acerca del estado del niño. Ella lanzó un suspiro: “Podría haber sido peor”.

Lo invitó a entrar con un gesto de su mano, o más bien se lo exigió. Los ojos del padre dieron un repaso completo al salón, sin resultado. “Ven a mi dormitorio”, dijo la mujer. En cuanto puso un pie en él le recibieron unos berridos tremendos. “No quiere ni que te acerques”. Contuvo el deseo de cumplir la aparente voluntad del niño y se inclinó sobre la cuna, estremeciéndose al descubrir el amplio vendaje que cubría su frente. Los lloros se desbocaron a la vez a un lado y otro de la barandilla. El hombre retrocedió y la madre consoló al bebé, olvidándose de la presencia de su esposo hasta que arreciaron sus estornudos, acompañados de flemas y mucosidades incontenibles. “Enseguida voy contigo… de momento será mejor que esperes fuera”.
 

El padre agotó sus reservas de pañuelos, se sentó en el sofá y observó su propio reflejo difuminado en la pantalla oscura del televisor. Encima del aparato destacaban las fotografías del viaje de novios, correspondientes al pasado verano. Las amplias sonrisas de los enamorados parecían presagiarles largos años de felicidad.

La madre reapareció todavía sonriente después de tranquilizar a su hijo. El padre intentó decir algo, pero apenas salieron de su boca unos balbuceos. ¿Cómo explicarle que no podía acercarse al bebé, que no lo odiaba sino que lo temía igual que un niño pequeño teme al coco y al hombre del saco? La mujer se sentó a su lado y le besó en la mejilla: “Sé que no es culpa tuya”.
Cuatro semanas más tarde, el hombre se dirigió a un parque próximo a la vivienda de la madre de su hijo. Ella le esperaba en un banco de piedra, con las piernas cruzadas y la mirada serpenteando entre los hierbajos del suelo. Él se detuvo unos segundos y la contempló escondido en la sombra de un árbol. Suspiró y se encaminó hacia ella. Nada más verlo la mujer se levantó para abrazarlo. Deslizó los dedos por su espalda en una lenta caricia mientras él se aferraba a su cintura.

–Te quiero —le susurró el hombre a la oreja.

–Y yo a ti, cariño.

–Necesito verte más.

La mujer deshizo el enlace y lo miró con los ojos muy abiertos, llenos de compasión.

–A mí también me gustaría, pero sabes que no es posible. Por ahora solo tengo dinero para pagar a la niñera un día a la semana. 

 
(Este relato forma parte de mi libro "Juicio a un escritor", disponible en la red por menos de un euro)

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3 comentarios:

  1. Hola, José María, bienvenido al blog. Le echaré un vistazo al tuyo, aunque me temo que mi escasa comprensión del portugués no me permitirá valorarlo en su justa medida.

    Un saludo

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  2. Leído. Un duro relato sobre la depresión postparto masculina; que bien cuadra con el contenido del texto. Escritura sencilla y directa. Bien, en general me ha gustado.

    Un saludo.

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  3. Me alegro de que te interesara mi relato, Raúl. Nos leemos por el universo literario de internet.

    Un abrazo

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