lunes, 9 de julio de 2012

La muerte del cardo



Como cada día – exactamente igual que cada día– vas al parque que está a cinco minutos de tu casa. Cae el atardecer. Atraviesas la sombra que el sauce proyecta al inicio del camino. Durante el invierno es un lugar solitario y olvidado. En la época veraniega es frecuente que los niños se columpien, se persigan o se escondan. No les prestas atención, ni a ellos ni a las parejas que se besan alguna vez entre los árboles. Tienes un objetivo.

Subes unos escalones y tuerces a la izquierda. Recorres la pasarela que discurre sobre el lecho fluvial. El agua te acompaña con su callado susurro. Miras hacia delante avanzando con pasos lentos, solemnes. No conoces el lenguaje de la prisa. Tus pulsaciones se ralentizan a medida que te acercas a la meta.

Florecen los cardos detrás de la escultura del viejo emperador. Siempre están ahí envueltos en su carne violácea, un poco apartados y con sus espinas incontables apuntando en todas direcciones. Nunca te has atrevido a tocarlos, pero cada día te arrodillas ante ellos, sacas tu cámara réflex y lanzas decenas de instantáneas que desnudan sus detalles íntimos. No se te antoja una labor repetitiva. Fotografías el tallo, la flor, el suelo en que se asientan. Maximizas el zoom para captar la soledad de cada espina. Cuando tienes suerte, retratas a una abeja en plena polinización. En ocasiones te miran insectos o personas, pero no hay ojo capaz de distraerte ni voz que llegue a tus oídos.

Una vez has finalizado regresas a casa. Tus pasos son más ágiles. Estás deseando encender el ordenador y observar las imágenes en el programa de retoque fotográfico. Aumentas el contraste, ajustas el brillo e incluso modificas los colores; en tus imágenes más artísticas, los cardos se disfrazan de arcoíris y cada espina posee su propio matiz. Después guardas los archivos originales en una carpeta del disco duro y los modificados en otra. En total son 296 462 imágenes hasta el día de hoy.

Al día siguiente, de nuevo sales a tiempo para contemplar los cardos iluminados por el atardecer. Es primavera y luce el sol. Los rayos palpan tu piel como una caricia templada. Una brisa irregular sacude las hojas del sauce. Aceleras el paso. Sientes que una amenaza se despliega en el aire invisible. Los sonidos de las aves te inquietan, como si hubiera cambiado su canto. Ni siquiera la figura estable del emperador mitiga tus pulsaciones.

Empiezas a correr. Levantas los pies del suelo con desesperación, impulsado por una extraña llamada de socorro. Enseguida alcanzas la zona de los cardos. Pero no hay cardos. Tan solo un amasijo de hierbas aplastado por una fuerza implacable, tal vez mecánica. Te derrumbas y lloras.    

6 comentarios:

  1. La obsesiòn produce este tipo de comportamiento que puede llegar a ser enfermizo. El relato es una maravilla. Enhorabuena

    un abrazo

    fus

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  2. ¡Muchas gracias, fus! La obsesión y la soledad van de la mano muchas veces, pero al menos mi personaje sale de casa, no como los hikikomori japoneses que permanecen meses o años encerrados en su habitación.

    Un abrazo

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  3. Impecable prosa.
    Quién machacó los cardos?
    Un abrazo.

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  4. Gracias, Julio. Los cardos pudo machacarlos cualquiera, y es posible que con mala intención. De "aplastadores" está el mundo lleno.

    Abrazos

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  5. Por el Twitter me consigues como: (Molina0711)
    Me sentí identificada con la historia pues amo la fotografía. Deseas perpetuar algo hermoso con la cámara y mantenerlo siempre en tu casa o exponerlo a los que comparten tus mismos gustos. La tragedia con los cardos es como un mensaje entre líneas, la belleza de la naturaleza es destruida por la incomprensión de quienes se creen los dueños del mundo sólo por el simple hecho de ser humanos.

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  6. A mí también me gusta la fotografía, aunque reconozco que mis habilidades con la cámara son muy escasas, pero procuro compensarlo con perseverancia. Gracias por comentar, nos leemos por nuestros blogs y en twitter.

    ¡Saludos!

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