Como cada día –
exactamente igual que cada día– vas al parque que está a cinco minutos de tu
casa. Cae el atardecer. Atraviesas la sombra que el sauce proyecta al inicio del
camino. Durante el invierno es un lugar solitario y olvidado. En la época
veraniega es frecuente que los niños se columpien, se persigan o se escondan.
No les prestas atención, ni a ellos ni a las parejas que se besan alguna vez
entre los árboles. Tienes un objetivo.
Subes unos escalones y
tuerces a la izquierda. Recorres la pasarela que discurre sobre el lecho fluvial.
El agua te acompaña con su callado susurro. Miras hacia delante avanzando con
pasos lentos, solemnes. No conoces el lenguaje de la prisa. Tus pulsaciones se
ralentizan a medida que te acercas a la meta.
Florecen los cardos detrás
de la escultura del viejo emperador. Siempre están ahí envueltos en su carne
violácea, un poco apartados y con sus espinas incontables apuntando en todas
direcciones. Nunca te has atrevido a tocarlos, pero cada día te arrodillas ante
ellos, sacas tu cámara réflex y lanzas decenas de instantáneas que desnudan sus
detalles íntimos. No se te antoja una labor repetitiva. Fotografías el tallo,
la flor, el suelo en que se asientan. Maximizas el zoom para captar la soledad
de cada espina. Cuando tienes suerte, retratas a una abeja en plena
polinización. En ocasiones te miran insectos o personas, pero no hay ojo capaz
de distraerte ni voz que llegue a tus oídos.
Una vez has finalizado
regresas a casa. Tus pasos son más ágiles. Estás deseando encender el ordenador
y observar las imágenes en el programa de retoque fotográfico. Aumentas el
contraste, ajustas el brillo e incluso modificas los colores; en tus imágenes
más artísticas, los cardos se disfrazan de arcoíris y cada espina posee su
propio matiz. Después guardas los archivos originales en una carpeta del disco
duro y los modificados en otra. En total son 296 462 imágenes hasta el día de
hoy.
Al día siguiente, de
nuevo sales a tiempo para contemplar los cardos iluminados por el atardecer. Es
primavera y luce el sol. Los rayos palpan tu piel como una caricia templada.
Una brisa irregular sacude las hojas del sauce. Aceleras el paso. Sientes que
una amenaza se despliega en el aire invisible. Los sonidos de las aves te
inquietan, como si hubiera cambiado su canto. Ni siquiera la figura estable del
emperador mitiga tus pulsaciones.
Empiezas a correr.
Levantas los pies del suelo con desesperación, impulsado por una extraña
llamada de socorro. Enseguida alcanzas la zona de los cardos. Pero no hay
cardos. Tan solo un amasijo de hierbas aplastado por una fuerza implacable, tal
vez mecánica. Te derrumbas y lloras.
La obsesiòn produce este tipo de comportamiento que puede llegar a ser enfermizo. El relato es una maravilla. Enhorabuena
ResponderEliminarun abrazo
fus
¡Muchas gracias, fus! La obsesión y la soledad van de la mano muchas veces, pero al menos mi personaje sale de casa, no como los hikikomori japoneses que permanecen meses o años encerrados en su habitación.
ResponderEliminarUn abrazo
Impecable prosa.
ResponderEliminarQuién machacó los cardos?
Un abrazo.
Gracias, Julio. Los cardos pudo machacarlos cualquiera, y es posible que con mala intención. De "aplastadores" está el mundo lleno.
ResponderEliminarAbrazos
Por el Twitter me consigues como: (Molina0711)
ResponderEliminarMe sentí identificada con la historia pues amo la fotografía. Deseas perpetuar algo hermoso con la cámara y mantenerlo siempre en tu casa o exponerlo a los que comparten tus mismos gustos. La tragedia con los cardos es como un mensaje entre líneas, la belleza de la naturaleza es destruida por la incomprensión de quienes se creen los dueños del mundo sólo por el simple hecho de ser humanos.
A mí también me gusta la fotografía, aunque reconozco que mis habilidades con la cámara son muy escasas, pero procuro compensarlo con perseverancia. Gracias por comentar, nos leemos por nuestros blogs y en twitter.
ResponderEliminar¡Saludos!