Mi trabajo es un tanto
desagradable, incluso equiparándolo con el de los sepultureros. A ellos se les
compara con los buitres que se alimentan de los muertos. Sin embargo, nunca se
ven obligados a ahuyentar a los gusanos o las aves que devoran los cuerpos en
putrefacción.
Me llaman el guardián
de las almas, un título que deploro por su grandilocuencia. Casi nadie
pronuncia la palabra “alma” de manera normal. Muchos exageran y alargan las dos
primeras letras, como si creyeran que la suya les fuera a abandonar si no le
diesen coba.
Las ánimas son pesadas
y orgullosas. Durante la existencia del sujeto permanecen encerradas en su
interior. A juzgar por sus actos parecería lógico suponer su inexistencia, como
de hecho conjeturan algunos humanos. Pero, una vez se ha descompuesto la carne
en la que parasitan, convirtiéndose en un refugio débil y desagradable, rompen
los últimos pedazos y salen al exterior. Las más revoltosas se manifiestan en
forma de fuegos fatuos, pesadillas o apariciones. Esto resulta de gran
inconveniencia para los vivos, que no reconocerían un alma ni aunque estallara
en fuegos artificiales delante de sus narices y escribiera su nombre en el
cielo. Tan solo notan, al presentirlas, una vaga inquietud o una comezón cuyas
consecuencias pagan sus semejantes.
A veces me pregunto
qué utilidad tienen y si serían prescindibles. Pero, por lo visto, su presencia
es inevitable. Se han encargado de crear su espacio y de cerrarlo a
intrusiones. ¿Qué se diría de una nación de habitantes desalmados? Se les
consideraría extraños y poco confiables. Provocarían el temor a un contagio y se
les aislaría.
Por tanto, resulta
imprescindible conducirlas a lugares apartados donde se reúnen y discuten hasta
el final de sus días –que, por desgracia, son eternos–. Dado que su supresión no
es viable, no queda otra alternativa que soportarlas. Mi labor consiste en
evitar que se pierdan en el camino hasta sus moradas: viejos museos
abandonados, casas ruinosas, barrancos inhóspitos… todos aquellos lugares que
los humanos han decidido premiar o castigar con su olvido. Allí reconstruyen
una parte de los recuerdos de sus antiguos huéspedes y ciertos aspectos de su
personalidad (sobre todo sus peores inclinaciones y la incapacidad para
escuchar o comprender a los otros).
Cuando no tengo
trabajo las vigilo de cerca y me asombro de su infinito parloteo, su dominio de
un léxico de siglos y su talento para interrumpirse e insultarse. Acostumbran a
discutir por la comida, por ejemplo, que no necesitan y en cuyo consumo no
encuentran la menor gratificación, salvo la de arrebatársela a otra alma. En
realidad cualquier motivo sirve si acrecienta la ira y las críticas de las demás.
Me alejo de las riñas
siempre que puedo, con la excusa de satisfacer alguna de sus reclamaciones. Una
de las más viejas estriba en recuperar un alma extraviada en España desde hace
más de treinta y cinco años: la de un tal Francisco Franco. Al parecer los
problemas que ha causado no se acaban nunca. Algunas la califican de traviesa,
otras de gloriosa, perversa o desalmada, sin reparar en lo absurdo de ese
último adjetivo. Se les ha aparecido a miles de personas, tanto en el sueño
como en la vigilia, ya sea pegando tiros o saludando en desfiles, en bragas y en
calzoncillos, como un dios o como un demonio. No exagero si digo que se trata
de una de las ánimas más buscadas del planeta.
Me dispuse a atraparla
por cualquier medio a mi alcance. Comencé mi búsqueda en el Valle de los
Caídos, donde se dice que se hallan sepultados sus restos. Pero un alma no
aguanta tantos años bajo la sombra de un organismo que se ha convertido en un
amasijo de huesos. Les indigna que los miembros en que antes viajaban gratis se
marchiten de un modo tan gris y deprimente. No rondaba por allí.
Escuché rumores que
insinuaban su presencia en un lugar llamado Congreso de los Diputados. Allí
suelen mentar a Franco, sin constancia pero no del todo esporádicamente. Creí
que podría colarme en alguna de las sesiones que celebran los políticos y distinguir
una huella de su alma en sus bocas, entre las columnas o bajo los asientos.
Atravesé las puertas del Parlamento –lo único que perciben de mí los humanos
son mis letras, si lo deseo– y seguí el rumor de las voces provenientes de una
cámara plagada de butacas y personas que acechaban en ellas.
Al entrar me atacó la
extraña sensación de que me había equivocado de pleno. Un hombre trajeado se
dirigía desde una tribuna a un público en su mayoría receloso. Algunos de los presentes emitían bufidos o
agriaban su expresión coincidiendo con los momentos de mayor intensidad del
discurso. Encima del orador, otro hombre con el que me identifiqué de inmediato
trataba de poner orden cada pocos minutos, cuando los murmullos y exclamaciones
se exacerbaban. “Por favor, por favor”, decía mientras se pasaba un pañuelo por
la frente.
Logré contener el
deseo de marcharme, tomé asiente en los peldaños de una escalera dorada y
escuché a todos los parlamentarios, que hablaron de no sé muy bien qué. No me
interesan los asuntos de los vivos. La única palabra que quería escuchar era
“Franco”. La oí en alguna ocasión, sobre todo el plural y el adverbio terminado
en “mente”, pero sin referirse a lo que buscaba. Ese vocablo tiene numerosas acepciones,
según había podido consultar: sencillo, sincero, ingenuo, leal, liberal,
dadivoso, bizarro, elegante, desembarazado, libre, exento, privilegiado,
patente, claro… ¿Cómo pretenden que exprese tantas cosas?
No hallé rastro del
ánima de Francisco Franco ni lo busco ya, pues creo que se ha convertido en un
mito. Pero me pareció que muchas almas latían en aquel concilio, como si ellas
me persiguieran a mí en vez de yo a ellas. Me alejé y prometí no volver nunca
al Congreso. Ahora temo la defunción de esos hombres y mujeres; temo la fecha en
que sea responsabilidad mía controlar sus trifulcas. Si batallan así cuando aún
duermen sus almas, ¡qué no dirán estas al excitarse y erguirse sobre sus
cadáveres!