martes, 5 de junio de 2012

Humo y mujeres


–Tendríais que haber visto cómo se le erizaban los pechos mientras yo la sujetaba por el pelo y la obligaba a tragárselo todo.

El hombre elevó su voz sobre la algarabía de un bar de tapas. Agarró un boquerón y lo engulló imitando el modo en que la última rubia había degustado su semen. Su lengua bailó unos segundos en torno al pececito, que fue finalmente succionado por sus fauces de cazador. A su alrededor una docena de orejas masculinas lo escuchaban fascinadas, como si la historia tuviese el encanto de la novedad.

Cada semana el hablador se inventaba una nueva conquista, Se enorgullecía de su inexistencia porque el esbozo del cuerpo apenas atisbado en su mente era lo bastante poderoso como para sugestionar a sus colegas. No importaba con cuánta concreción formularan sus preguntas acerca de los momentos más excitantes. Él siempre tenía una respuesta convencida y convincente.

Cuando hubo consumido seis o siete cervezas y notó que las risas empezaban a decaer, decidió apurar su último cigarro restregándolo en el cenicero con lenta satisfacción.

–Así es como me despido de todas las mujeres. No son distintas de cualquiera de estos cigarrillos —afirmó en un tono ya claramente marcado por el alcohol.

Entonces se levantó para irse, no sin antes estrechar manos con los amigos menos íntimos y abrazos con los más cercanos. Al llegar a su domicilio, que solo compartía con algunos insectos, arrojó el abrigo sobre una silla y se tiró en la cama, quitándose apenas los zapatos.

–¡Eh! Ten cuidado, hombrecito.

Con pasmo vio cómo una rubia bullía entre las sábanas. 

–¿Quién eres tú?

–¡Tú sabrás!

Salió de la cama y se fijó mejor en la mujer, arrepintiéndose de inmediato. Tenía la nariz aplastada y torcida; la cara asimétrica, con el pómulo derecho contraído hacia dentro y el derecho estirado hacia fuera; las cejas parecían pertenecer a dos personas distintas, pues describían formas incompatibles, la izquierda una C combada y la derecha casi una recta terminada en punta; y los ojos poseían tonalidades distintas, uno gris y el otro marrón, ambos fríos y muy hundidos en las cuencas.

–Pero… ¿qué eres tú?

–¡Tú sabrás! —repitió la mujer, cuya agudo chorro de voz rebotaba en las paredes.

La rubia contaba, eso sí, con pechos prominentes y una boca repintada y carnosa.



–Vete a dormir al sofá, que yo he llegado primero.

–Pero… ¡esta es mi casa!

–Oye, a mí qué me cuentas. Yo estaba muy tranquila sin existir hasta que te empeñaste en darme forma y sustancia. Ahora tendrás que ocuparte de mí, por supuesto. ¡De aquí no pienso moverme!

El hombre, un tanto mareado por el alcohol, decidió echarse en el sofá, durmiéndose con el convencimiento de que aquello era fruto de un trastorno que se evaporaría por la mañana. Pero por la mañana el trastorno se convirtió en invasión. Doce mujeres, una por cada semana de charla fantasma, se habían instalado en su piso de cuarenta metros cuadrados. Puesto que no cabían en el pasillo que conectaba todas las habitaciones, algunas se apretujaron bajo las mesas o sobre la cama, formando una colina de cuerpos. El charlatán incluso encontró a una pelirroja vegetando en la nevera y roncando con toda su alma, si es que tenía alma.


Sin embargo la mayoría de okupas no paraban de discutir a gritos, se dirigían miradas eléctricas, se zarandeaban y pisoteaban los muebles y el sofá. El hombre trató de expulsarlas, pero todas se confabularon en su contra, lo obligaron a recular y lo expulsaron a él.

Pensó en llamar a la policía, pero recordó sus antecedentes y prefirió recurrir a sus amigos. Acudieron a la llamada los seis irreductibles del bar, armados con bates de béisbol y puños americanos y dispuestos, en principio, a convertir su casa en una carnicería. Se juntaron en un estrecho pasillo doce mujeres (todas poco agraciadas de cara, como talladas por un mal escultor, pero de cuerpos bien provistos) con seis hombres un tanto necesitados. Las féminas se distribuyeron –dos para cada hombre–, los besaron, los agarraron de la cintura y bailaron con ellos: los bates y los puños americanos cayeran al suelo y quedaran olvidados.

–A ti también te ha engañado, ¿verdad? —le susurró la única morena al hombre que el teórico propietario del piso consideraba su primera amistad.

–¿Sois reales o no?

–Tan reales como la imaginación puede conseguir. Y esto es mucho, pues no hay nada tan seductor como lo que no existe —y le besó la oreja.


El dueño contempló atónito a los seis tríos desnudándose en un palmo de pasillo, en un rincón de la cocina, en una esquina de la cama. Las mujeres se compenetraban para darle placer a los hombres y a sí mismas, y aún les sobraba energía para dispensar gestos de burla y dedicar masturbaciones a su creador. Este, con las uñas rasgándose las palmas de las manos y los ojos despidiendo fuego, se abrió paso entre cuerpos desconocidos, sorteó varias zancadillas y saltó hasta el armario donde escondía una última defensa: su revólver.

Lo empuñó con toda la firmeza que le reclamaba su desesperación. Apuntó al sofá rojo donde retozaba el grupo más cercano, no ya un trío sino un sexteto desordenado e impúdico. Estuvo tentado de apuntar al miembro erecto de su mejor amigo (o el menos malo), pero prefirió despedir la carga en los pechos de la pelirroja porque le parecieron un objetivo casi imposible de fallar. Disparó una, dos, tres, cuatro, cinco veces hasta agotar la potente munición del Magnum.

Una fumarada singular cubrió la estancia, provocando los estornudos del pistolero y de las víctimas. Se levantó un humo translúcido que dejaba entrever en la pared las grietas abiertas por los disparos. Trató de palparlo; era viscoso y frío. Pero no tenía tiempo, medios ni conocimiento para analizar la composición de aquellos gases. Solo podía pensar en la increíble falta de puntería que había mostrado al no acertar en las tetas de la pelirroja.

¿Pero dónde estaba la pelirroja? Todas las mujeres se habían esfumado de un modo tan súbito e inexplicable como su aparición. Quedaron los hombres, que se levantaron poco a poco de sus nidos de placer y buscaron con caras estreñidas sus calzoncillos y sus camisetas. Varias bocas y brazos furiosos insultaron y zarandearon al dueño del piso.
–¿Y tus mujeres, mamarracho?
–¡Nos las quitaste, envidioso de mierda!
–¿Qué te costaba quedarte con una? ¿Por qué cojones tenías que ponerte a disparar a lo loco?
–¡Desgraciado!

Se marcharon entre gestos de frustración, se disipó el humo y él se quedó a solas mirando sus paredes agujereadas.         


                                              

3 comentarios:

  1. Muy bueno! Te sigo desde ya. Si ye quieres pasar por el mío seras bien recibido tambien, si no, nos vemos por aquí. Un abrazo maño. http://cronicasdesgroya.blogspot.com.es/

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