–Tendríais que haber
visto cómo se le erizaban los pechos mientras yo la sujetaba por el pelo y la
obligaba a tragárselo todo.
El hombre elevó su voz
sobre la algarabía de un bar de tapas. Agarró un boquerón y lo engulló imitando
el modo en que la última rubia había degustado su semen. Su lengua bailó unos
segundos en torno al pececito, que fue finalmente succionado por sus fauces de
cazador. A su alrededor una docena de orejas masculinas lo escuchaban
fascinadas, como si la historia tuviese el encanto de la novedad.
Cada semana el
hablador se inventaba una nueva conquista, Se enorgullecía de su inexistencia
porque el esbozo del cuerpo apenas atisbado en su mente era lo bastante
poderoso como para sugestionar a sus colegas. No importaba con cuánta
concreción formularan sus preguntas acerca de los momentos más excitantes. Él
siempre tenía una respuesta convencida y convincente.
Cuando hubo consumido
seis o siete cervezas y notó que las risas empezaban a decaer, decidió apurar
su último cigarro restregándolo en el cenicero con lenta satisfacción.
–Así es como me
despido de todas las mujeres. No son distintas de cualquiera de estos
cigarrillos —afirmó en un tono ya claramente marcado por el alcohol.
Entonces se levantó
para irse, no sin antes estrechar manos con los amigos menos íntimos y abrazos
con los más cercanos. Al llegar a su domicilio, que solo compartía con algunos insectos,
arrojó el abrigo sobre una silla y se tiró en la cama, quitándose apenas los
zapatos.
–¡Eh! Ten cuidado,
hombrecito.
Con pasmo vio cómo una
rubia bullía entre las sábanas.
–¿Quién eres tú?
–¡Tú sabrás!
Salió de la cama y se fijó
mejor en la mujer, arrepintiéndose de inmediato. Tenía la nariz aplastada y
torcida; la cara asimétrica, con el pómulo derecho contraído hacia dentro y el
derecho estirado hacia fuera; las cejas parecían pertenecer a dos personas
distintas, pues describían formas incompatibles, la izquierda una C combada y la
derecha casi una recta terminada en punta; y los ojos poseían tonalidades
distintas, uno gris y el otro marrón, ambos fríos y muy hundidos en las
cuencas.
–Pero… ¿qué eres tú?
–¡Tú sabrás! —repitió
la mujer, cuya agudo chorro de voz rebotaba en las paredes.
La rubia contaba, eso
sí, con pechos prominentes y una boca repintada y carnosa.
–Vete a dormir al
sofá, que yo he llegado primero.
–Pero… ¡esta es mi
casa!
–Oye, a mí qué me
cuentas. Yo estaba muy tranquila sin existir hasta que te empeñaste en darme
forma y sustancia. Ahora tendrás que ocuparte de mí, por supuesto. ¡De aquí no
pienso moverme!
El hombre, un tanto
mareado por el alcohol, decidió echarse en el sofá, durmiéndose con el
convencimiento de que aquello era fruto de un trastorno que se evaporaría por
la mañana. Pero por la mañana el trastorno se convirtió en invasión. Doce
mujeres, una por cada semana de charla fantasma, se habían instalado en su piso
de cuarenta metros cuadrados. Puesto que no cabían en el pasillo que conectaba
todas las habitaciones, algunas se apretujaron bajo las mesas o sobre la cama,
formando una colina de cuerpos. El charlatán incluso encontró a una pelirroja
vegetando en la nevera y roncando con toda su alma, si es que tenía alma.
Pensó en llamar a la
policía, pero recordó sus antecedentes y prefirió recurrir a sus amigos.
Acudieron a la llamada los seis irreductibles del bar, armados con bates de
béisbol y puños americanos y dispuestos, en principio, a convertir su casa en
una carnicería. Se juntaron en un estrecho pasillo doce mujeres (todas poco
agraciadas de cara, como talladas por un mal escultor, pero de cuerpos bien
provistos) con seis hombres un tanto necesitados. Las féminas se distribuyeron
–dos para cada hombre–, los besaron, los agarraron de la cintura y bailaron con
ellos: los bates y los puños americanos cayeran al suelo y quedaran olvidados.
–A ti también te ha
engañado, ¿verdad? —le susurró la única morena al hombre que el teórico
propietario del piso consideraba su primera amistad.
–¿Sois reales o no?
–Tan reales como la
imaginación puede conseguir. Y esto es mucho, pues no hay nada tan seductor
como lo que no existe —y le besó la oreja.
El dueño contempló
atónito a los seis tríos desnudándose en un palmo de pasillo, en un rincón de la
cocina, en una esquina de la cama. Las mujeres se compenetraban para darle
placer a los hombres y a sí mismas, y aún les sobraba energía para dispensar
gestos de burla y dedicar masturbaciones a su creador. Este, con las uñas
rasgándose las palmas de las manos y los ojos despidiendo fuego, se abrió paso
entre cuerpos desconocidos, sorteó varias zancadillas y saltó hasta el armario
donde escondía una última defensa: su revólver.
Lo empuñó con toda la firmeza
que le reclamaba su desesperación. Apuntó al sofá rojo donde retozaba el grupo
más cercano, no ya un trío sino un sexteto desordenado e impúdico. Estuvo
tentado de apuntar al miembro erecto de su mejor amigo (o el menos malo), pero
prefirió despedir la carga en los pechos de la pelirroja porque le parecieron un
objetivo casi imposible de fallar. Disparó una, dos, tres, cuatro, cinco veces
hasta agotar la potente munición del Magnum.
Una fumarada singular
cubrió la estancia, provocando los estornudos del pistolero y de las víctimas.
Se levantó un humo translúcido que dejaba entrever en la pared las grietas
abiertas por los disparos. Trató de palparlo; era viscoso y frío. Pero no tenía
tiempo, medios ni conocimiento para analizar la composición de aquellos gases.
Solo podía pensar en la increíble falta de puntería que había mostrado al no acertar
en las tetas de la pelirroja.
¿Pero dónde estaba la
pelirroja? Todas las mujeres se habían esfumado de un modo tan súbito e
inexplicable como su aparición. Quedaron los hombres, que se levantaron poco a
poco de sus nidos de placer y buscaron con caras estreñidas sus calzoncillos y
sus camisetas. Varias bocas y brazos furiosos insultaron y
zarandearon al dueño del piso.
–¿Y tus mujeres, mamarracho?
–¡Nos las quitaste, envidioso de mierda!
–¿Qué te costaba quedarte con una? ¿Por qué cojones tenías que ponerte a disparar a lo loco?
–¡Desgraciado!
–¿Y tus mujeres, mamarracho?
–¡Nos las quitaste, envidioso de mierda!
–¿Qué te costaba quedarte con una? ¿Por qué cojones tenías que ponerte a disparar a lo loco?
–¡Desgraciado!
Se marcharon entre gestos de frustración, se disipó el humo y él se quedó a solas mirando sus paredes agujereadas.
Olá adorei bjs.
ResponderEliminarHola, Nelma, bienvenida al blog.
ResponderEliminarMuy bueno! Te sigo desde ya. Si ye quieres pasar por el mío seras bien recibido tambien, si no, nos vemos por aquí. Un abrazo maño. http://cronicasdesgroya.blogspot.com.es/
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