Te levantas a las seis de la mañana, antes de que
los primeros rayos de sol visiten la ventana de tu estudio. Aquí pintas y vives
durante el verano; no encuentras distinción entre ambas actividades. Desayunas
una tostada y un vaso de leche. Mientras te pones el chaleco negro, el abrigo y
las botas de montaña recuerdas tu cuadro más exitoso, que pintaste el verano
pasado en este mismo estudio: una mujer bella, joven, saltando entre las
cumbres nevadas con sus zapatos de tacón y su vestido de noche, los ojos
cerrados, el pelo suelto y la felicidad inconsciente de su rostro a punto de
desnucarse en un jardín de erizos. Aún no comprendes por qué creaste tal
mamarrachada y menos aún que se vendiera por un millón de dólares. Pero hace años
que dejaron de interesarte el sentido o el valor de las cosas. Eres un pintor
en un mundo extraño; esa es lo único que sabes acerca de tu condición.
Acaricias las tres patas plegables del caballete,
cuyo diseño recuerda al de un trípode, como si fuera una mascota que duerme a
los pies de tu cama. Compruebas que la paleta, los pinceles y las pinturas
están en su sitio, reposando en unos compartimentos del caballete, y lo pliegas
para transformarlo en una caja que puedes transportar igual que un maletín. Envuelves
un trozo de pan y lomo en papel aluminio y lo metes en los bolsillos del abrigo
junto a un botellín de agua. No necesitas nada más para enfrentarte a esta
jornada fría, presagio del otoño, que amanece sin prisa como si la luz se desperezara
sobre el paisaje.
Eres un hombre de cincuenta años con el pelo gris,
la cara redonda y las piernas patizambas: solitario, por encima de cualquier
otra consideración. Nadie te conoce en este pueblo pequeño y sumiso bajo el
ceño tenaz de la montaña. Ella es tu objetivo, o al menos es lo que crees. La
miras con respeto, apenas una sombra gris y fofa porque el sol no acaba de
imponerse a las nubes, mientras asciendes por un camino ancho y pedregoso
esquivando las hojas que a veces revolotean en torno a tu cabeza. En tus paseos
diarios has observado cómo las manchas níveas se han extendido en las cumbres a
medida que se aproximaba el otoño. Eso te recuerda que pronto habrás de
abandonar tu tranquila cabaña y volver a tu piso en Nueva York: revisar el
correo electrónico, devolver las llamadas perdidas, esquivar los coches,
consultar el reloj, diseccionar símbolos… Suspiras y aminoras la marcha.
Aunque el caballete solo pesa unos dos kilos, caminas
encorvado como si cargaras un rascacielos sobre tus hombros. Pero el aire frío
insufla vida a tus viejos músculos y la quietud de acebos, hayas y abedules
impulsan tus miembros. Oyes sonidos que te agradan, zumbidos tenaces, el fugaz
trinar de pájaros lejanos. Ahora que el sol por fin ejerce de comandante del
cielo, el séquito de nubes muestra formas más sugerentes, el color de los
vegetales se vuelve más brillante, los olores te asaltan más puros e intensos. ¿Cómo
pintar sin copiarlo todo? ¿Cuál debería ser la aportación humana en semejante
ambiente? Ni siquiera intentas responder; te has dado cuenta de que eres tan
bueno formulando preguntas como inútil contestándolas. Sigues andando hasta que
notas la queja del sudor en tu frente.
Una roca te ofrece su piel robusta en el linde de un
pinar. Dejas a tu lado los materiales de pintura y te sientas sin reparar en la
incomodidad. Bebes un trago de agua y comes despacio el bocadillo, como si
mascaras el lomo cuando en realidad estás mascando una idea. El camino se
bifurca unos metros más adelante. Hasta ahora siempre has tomado la vía
principal, que atraviesa el bosque para
morir en un pueblo abandonado. Hoy no. Te desviarás por la cuesta más empinada,
cuyo origen surcado por arbustos y zanjas no te había parecido prometedor.
El sendero es transitable, aunque adelgaza a medida
que sube. Las patas del caballete golpean las ramas de los árboles, tus pies se
transforman en material pesado y se agita tu respiración. Abres la boca para
tomar oxígeno. La vegetación se torna cada vez más humilde, si bien de tanto en
tanto relucen algunas flores que procuras no pisotear. Te gustaría pararte a
contemplar sus tonos y formas, que intuyes bellos y variados, pero no te
detienes porque sabes que bastaría una leve vacilación para que tus miembros
cedan al cansancio y te ordenen regresar.
Ninguno de los pasos que das está exento de riesgo.
Hoy no sigues una senda cómoda donde se adivinan los surcos plantados por
vehículos a motor. Podrías incluso matarte sin dejar huella (por ejemplo
tropezando con una roca y cayendo por la pendiente a tu derecha), salvo tal vez
unas gotas de sangre fáciles de confundir con las de cualquier animal.
Cuando empezabas a dudar de tus fuerzas llegas al
final del camino. Sientes que ya has conseguido lo que te proponías aun antes
de saber en qué consiste. Observas el paisaje entre jadeos satisfechos: erectos
conos montañosos que, coronados por nieve y nubes fundidas, muestran la
profundidad y la altura de la cordillera con diáfana claridad. Te arrimas al
borde del precipicio, extiendes el brazo; un pequeño brinco y estarías muerto. Retrocedes.
A tu espalda se despliega una masa de árboles compacta que te protegerá de intromisiones.
Ahora sí descansas tumbado junto al caballete. Estás
impaciente por pintar, pero sabes que las manos te temblarían y que a tus
piernas les costaría trabajo mantenerte en pie. Unos hierbajos mustios, polvo rojizo
y el viento que salta entre tus canas expulsando el rumor de cualquier
pensamiento son los únicos testigos de tu presencia.
Pronto decides que has reposado demasiado. El baño
de luz solar podría perder su temperatura óptima mientras vagueas. Vacías la
caja y sitúas el caballete, la paleta y las pinturas a unos cinco metros del
abismo. Aún no colocas el lienzo rectangular, de unos sesenta centímetros de
altura. Otras veces has sufrido por ignorar la forma y el tamaño del cuadro que
proyectabas, pero esta vez consideras secundarios esos elementos. Al fin y al
cabo ignoras también el contenido de la obra, aunque intuyes que guardará
relación con el entorno de naturaleza desnuda que has hallado con tanto
esfuerzo. Miras a tu alrededor para cerciorarte de que no violarán tu
intimidad. Ahora ya no quieres a los pájaros, a los insectos ni a las flores.
Menos a las personas. Te gustaría detenerlo todo para captar más lenta y
profundamente la energía que emana del paisaje.
Colocas el lienzo todavía virgen con infinito
cuidado a una altura que te resulta cómoda. Contemplas las montañas que se
entrelazan como inmensas lágrimas ondulantes brotadas de la tierra. El viento
se encrespa por momentos y los rayos de luz vacilan como linternas
parpadeantes. Debes darte prisa. Te agachas para coger los enseres de pintura
que te muerden los pies. Sujetas el pincel con la mano izquierda (la diestra) y
lo untas con la paleta que agarras por debajo con la derecha. Sientes de pronto
una premura sobrehumana, como si el paisaje fuera a desvanecerse en un
parpadeo. Procuras no parpadear. No
tienes tiempo siquiera de mirar el color que estás utilizando. Sin dejar de
observar las montañas y el cielo untas el pincel repetidas veces. Pintas algo,
no sabes qué, no hay tiempo de verlo. Trazas figuras rectilíneas coronadas en
punta, pequeños cuadraditos en su interior, algunos cubos más pequeños al fondo,
a la derecha unas nubes rojizas, un avión que choca contra ellas, pizcas de luz
en áreas escogidas al azar, una estatua con el brazo levantado, un puente
brillante.
Asombrado, das dos pasos hacia atrás y compruebas
que has pintado Nueva York en el corazón de la montaña.
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