El tiempo que pasamos
juntos no fluye con la ligereza de antaño. Crecen los silencios, ya no
cómplices sino arduos; más fríos que íntimos. No se fusionan nuestras mentes ni
nuestros cuerpos. Los reproches han sustituido a las bromas, a las canciones y
bailes ridículos que tanta risa nos provocaban. Incluso las caricias se han
vuelto tenues, como si nuestras manos supieran que cada contacto puede ser el
último, y que más vale ir haciendo hueco a la soledad.
Dices que me quieres, pero
hay un pero en tu voz y una duda en tus ojos. Ya no fantaseas con un futuro
grandioso y pequeño, donde solo cabíamos tú y yo. Piensas alternativas,
reescribes tus deseos para que los míos no se interpongan en tu camino.
Sé que no he estado a la
altura de tus expectativas. Si te sirve de consuelo, también yo me he
decepcionado. Quizá te haya perdido por no saber encontrarme. No puedo culpar
a la mala fortuna, cuando yo mismo he ido llamando al desastre con ecos que al
principio parecían inaudibles, y que impregnaron mi ánimo de desesperanza.
Atrapado en la inacción, incapaz de dar un paso sin trastabillar, me he hundido
en la ruina de mis dudas.
Saber que te quiero, o
incluso que tú me quieres, no lo hace más fácil sino más doloroso. Los latidos
de mi corazón menguan en su propio laberinto. La capacidad de sentir se ha
convertido en un lastre, en un reactor de angustia que combustiona el día a día,
que modifica la hora de los relojes para detenerla en un punto al que ya no regresarán.
No puedo volver al minuto en que fui feliz, ni puedo avanzar una sola fecha en
el calendario de mis sentimientos. Me he congelado en un charco de lágrimas,
aquellas que derramamos en nuestros últimos encuentros, aquellas que revelan
que, incluso al abrazarnos, nos hacemos daño.
Y, pese a ello, veo mi
vida rodeada de tu ausencia, y es la isla más triste que alcanzo a imaginar.
Una isla tan solitaria que podría hundirse discreta en el océano, como la mano
temblorosa de un niño que persigue una estrella en la noche más oscura.
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