Es mediodía en la Universidad de Alcalá. Atraviesas
el bello paraninfo junto a Sus Majestades los Reyes, el presidente del Gobierno
y el titular del Ministerio de Cultura, que te han felicitado con apretones de
mano, sonrisas y buenas palabras. Cuando las personalidades ocupan el lugar que
les otorga el protocolo, suena el himno de España interpretado por un coro de
violinistas. Quizá por primera vez, lo encuentras pleno de armonía. Al concluir
la actuación de los músicos, Sus Majestades se sientan en una mesa roja y tú ocupas
una silla frente a ellos, a unos cinco metros de distancia.
Aunque ya lo habías visitado antes, nunca
has visto el paraninfo de esta manera. Quién sabe por qué, el aroma de la
estancia te recuerda al fragor de la juventud, a la madera de los pinos y a la
hierba mojada de la infancia. Seguro que todo forma parte de tu imaginación. No
recuerdas que en tu infancia pasaras grandes periodos en bosques ni florestas.
¿Pero qué importa? Si estás aquí, escuchando cómo el Rey abre la sesión y da la
palabra al ministro de Cultura, es gracias a tu formidable inventiva. Tu mente
flota en una nube rosácea, que contrasta con la oscuridad de los trajes que pueblan
la sala y con el ajetreo de los fotógrafos, empeñados en encontrar la mejor
perspectiva de tu rostro.
El ministro ha subido al estrado, donde alaba
la profundidad de tu obra y la inteligencia de tus palabras. Aunque lo miras
con fijeza, apenas escuchas lo que dice. El ministro será olvidado; tal vez no
repita en el cargo o su cartera sea suprimida, mientras que tú has ganado un
puesto perpetuo en el panteón de las letras hispánicas. Tu figura se alza por
encima de las corbatas como un gigante. Los elogios casi están de más. Casi.
Un reloj indicaría que el ministro ya ha
hablado veinte minutos. Tu percepción (¿y por qué no hacerle caso, cuando también
ha sido ella la que te ha llevado hasta aquí?) es que apenas ha movido la boca,
que casi no ha emitido sonidos hasta que, de repente, baja del estrado y una
pompa de aplausos —de la que participas como ausente— corona el final de su
discurso. Al rey le prestas más atención, no por su sangre azul ni por su condición
de jefe del Estado, sino porque pronuncia tu nombre y te mira a los ojos. Caminas
hacia la tarima hasta colocarte lo bastante cerca para que te ponga una medalla
en el cuello y te entregue la escultura personalizada que reciben los ganadores
del Premio Cervantes. En ese momento, los aplausos te ensordecen y los disparos
de las cámaras te acribillan. Solo transcurren unos segundos, los justos para
que vuelvas a sentarte con tus preseas, y el rey ya está otra vez mencionando
tu nombre, pidiéndote que subas al estrado para pronunciar el discurso que todos
los asistentes —por no hablar de las miles y miles de personas que lo escucharán
en el futuro— esperan expectantes. Subes los peldaños con lentitud calculada, acariciando
la barandilla y disfrutando cada segundo del viaje que te lleva a la eternidad.
Cuando por fin alcanzas el estrado, ajustas el micrófono a la altura perfecta
de tu boca y extraes los papeles donde apresabas el mensaje que ahora vas a entregar
al mundo entero…
… te das cuenta de que no tienes nada,
absolutamente nada que decir, o por lo menos que no hay nadie, absolutamente
nadie que quiera escuchar tus palabras. Porque nunca ganarás el Premio
Cervantes, ni figurarás siquiera entre los candidatos, y ya hace mucho que
dejaste de soñar con ello.
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