Al tirano le sobran
argumentos. Necesita mejorar sus algoritmos, lograr que piensen como un ser
humano. Y para ello no duda en destrozar el trabajo de miles de personas que,
como yo, hemos asumido la condición de humildes siervos del gigante
tecnológico. Sus vaivenes emocionales nos provocan sacudidas del estrés, horas
extras no remuneradas ni numeradas, falta de sueño y, en casos graves, ataques
cardíacos.
Yo me esfuerzo en rendir a
mi amo el tributo que requiere. Escribo afanosamente en busca de su
complacencia, aplaco sus furores para que no arruine a mis clientes mandándoles
al abismo de la página cincuenta. No me importa desnaturalizar el lenguaje ni
desprenderme de cualquier concepto estético del idioma. Repito una y otra vez
los términos que necesito que posicione, como repiten una y otra vez sus plegarias
los creyentes que suplican el favor de sus dioses. Y espero. Porque la
respuesta nunca es inmediata. A Google no se le conquista con un rápido guiño.
Exige sumisión cada día del año, y fustiga al que no entiende a la primera sus
crípticas profecías. Sobre todo, no tolera que intenten engañarlo.
Lo que escribo ya está
escrito. Lo han redactado otros antes que yo, pero no puedo limitarme a
copiarlo. Debo utilizar sinónimos, cambiar el orden de las frases, alterar
levemente el significado. Porque si hay algo que Google no soporta es que sus
esclavos nos plagiemos unos a otros.
Nada se le escapa al Dios
Buscador. Siembra en sus dominios el reino del terror; su castigo es severo y
arbitrario. Cuenta con millones de
espías, conocidos como “arañas”, que nadie ha visto nunca pero que siempre lo
ven todo. Atrapan en su telar cualquier desviación de las reglas y la penalizan
sin demora. Porque, si para conquistar el frío corazón de Google se requieren
meses o años de dedicación, para encender su cólera basta un error minúsculo,
una pequeña treta argüida por un estafador de poca monta.
Como reflejo más o menos
fiel de la sociedad, en Internet importan más las apariencias que lo verdadero.
La Red se llena de artículos repetidos, pero aparentemente originales. Google
ostenta todos los poderes. Define lo que debe y no debe mostrarse, las
respuestas correctas a los eternos conflictos humanos: “¿Qué es el amor?” “¿De
qué color es el vestido?” Los dilemas que han atormentado durante milenios a
insignes filósofos, los resuelve el buscador en décimas de segundo.
Y funciona. Porque yo soy
el escribiente de Google, que vive en vilo de sus caprichos. Pero el resto del
mundo, que no conoce mi trabajo ni el de mis silenciosos compañeros, está feliz
con los resultados, satisfecho de que una web solucione su problema o alivie su
desafección.
Me pregunto si esclavos
somos todos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario