No sé en qué instante se
me ocurrió plantear en una novela el siguiente ¿distópico? escenario: la
desaparición de Internet en todo el mundo. Sospecho que en unos de esos
momentos en que la conexión se evapora o enlentece justo cuando la necesitas
con mayor apremio. Una serie de preguntas se encadenaron en mi mente. Si se
prolongase el apagón, ¿qué reacciones se sucederían? ¿Podríamos acostumbrarnos
a una regresión tecnológica?
Encontré el tema muy dado
a la polarización, con previsibles radicales por ambos bandos. Nostálgicos de
la era analógica, analfabetos digitales y hombres que han perdido sus empleos
porque las máquinas los han reemplazado incluso celebrarían la desconexión, una
vez se controlaran sus consecuencias más drásticas. Otros, en cambio, tendrían
enormes dificultades para adaptarse, en especial los nativos digitales que no
conocen otro mundo que este regido por Google.
Decidí darle el
protagonismo de mi novela Desconexión a
un adicto a la Red que, sin llegar al aislamiento total de los hikikomori
nipones, sufre verdaderas dificultades para relacionarse fuera de las
pantallas. Con Julian Assange y Edward Snowden como referentes, el personaje
principal no se resignará a la desconexión y responsabilizará de ella a la
clase política y a los medios tradicionales, a quienes no parece disgustar en
exceso la vuelta al modelo caduco de comunicación unidireccional. Cabe una
objeción: Internet puede servir tanto para vigilar y someter a la población
como para alentar sublevaciones contra el poder establecido. El libro no
pretende convertirse en un panegírico a favor o en contra de la tecnología; si
acaso, en un punto de partida para reflexionar sobre la manera en que la
usamos, algo que inevitablemente marcará nuestro futuro como sociedad.
A veces me preguntan si
me identifico con Ricardo Expósito, protagonista y narrador de la novela. Y
siempre respondo que no, para nada, cómo se te pudo ocurrir tal cosa. Primero
porque me considero un poco más simpático y sociable que el bueno de Ricardo,
que trata de camuflar su soledad con las cifras de seguidores siempre
crecientes de sus perfiles en redes sociales. Segundo y principal, porque no me
veo como un adicto a Internet. Al contrario, me gusta desconectar
voluntariamente, apagar el móvil a ratos (por ejemplo cuando escribo) e ignorar
los mensajes del whatsapp. Sin
embargo, confieso que me han sorprendido mis propias reacciones cuando la Red
ha dejado de funcionar en mal momento: ansiedad, frustración, malhumor. Después
se me pasa, cojo un libro, doy un paseo, pero por unos segundos siento la desazón
indescriptible de Ricardo al comprobar una y otra vez en su smartphone que el flujo del maná del
siglo XXI permanece cortado. Así que sí, me identifico con el protagonista más
de lo que suelo reconocer. Espero que lo mismo le ocurra al lector, aunque no
se acerque a su nivel de obsesión digital.
La historia, de todos
modos, no gira solamente en torno a la misteriosa desconexión. En realidad todo
pivota en la tortuosa mente del protagonista, que en pocos meses experimentará
una enorme evolución personal. Obligado a renunciar a su proyecto de
convertirse en un empresario de Internet, descubrirá un mundo ahí fuera (y
también dentro, en la biblioteca de su casa) que hasta ahora se había obstinado
en ignorar. Ricardo empezará a leer de forma compulsiva e, incluso, intentará
escribir su propia novela, hasta darse cuenta de que lo mejor que puede hacer
es contar su propia historia. El argumento quedará suspendido de tanto en tanto
por las reflexiones del narrador acerca de la escritura y las implicaciones de
su inevitable subjetividad. En resumen, cómo contarse a uno mismo sin dejar de
ser uno mismo, sin engañarse y sin engañar al lector, o quizá engañándolo por
su propio bien, con un fin superior...
Como yo no quiero engañar
al lector, debo confesar que envié Desconexión
a varias editoriales, agencias y concursos, consiguiendo como mayores logros una mención de
finalista en un certamen que no garantizaba su publicación y, recientemente, la propuesta de la Agencia Autores de incorporarme a su catálogo de escritores (de la que os informaba en la anterior entrada). Lejos de
deprimirme, el silencio de las editoriales me ha llevado a explorar el universo
literario de Amazon, que ya había indagado en este reportaje.
Cada vez son más los autores que se lanzan a publicar por su cuenta, tanto
en formato digital como en papel. El coste es nulo o casi nulo, al menos en
Amazon, y el mercado, teóricamente, infinito. Pero el autor tendrá que
pluriemplearse: autocorregirse o pedir a otros que le ayuden, cuidar los
detalles de la edición, encargarse del marketing… una labor exigente si se
afronta en serio y que, por lo general, no ofrece grandes réditos económicos, pero
que, bien ejecutada, al menos da al libro la opción de destacarse entre los
cientos de ejemplares nuevos que se publican cada día. En mi caso no ha funcionado mal, ya que he logrado situar el libro entre los más descargados durante varios días. Después el criterio de
los lectores dictará sentencia. Por si acaso, ya estoy trabajando en mi segunda novela...
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