Estoy contento porque en los últimos días he podido avanzar mucho en la revisión de mi novela. Ya solo me queda aproximadamente una tercera parte para tenerla lista. Cuando llegue el momento estudiaré la mejor manera de publicarla y espero poder compartirla con todos vosotros. Pero no solo de novela vive el hombre. Hoy os muestro este relato que resultó finalista en el II Certamen “PAX” de Relatos Cortos. De él tuve la oportunidad de hablar en la entrevista que me realizaron en Zaragoza TV (os dejo el enlace por si no la conocéis o si os apetece recordarla). Espero que os guste la historia de este personaje que abandonará la rutinaria seguridad de su casa para perseguir sus sueños.
Cada amanecer es una desgracia. Le torturan los gritos
de su familia, en especial su hermano que le azuza desde la litera inferior: “Corre,
Miguel, que más vago y no naces. Arriba, dormilón. El sol ya está aquí y
tenemos que salir a trabajar el campo.” Su voz ronca, incomprensiblemente
alegre, le llega como el zumbido de un insecto que quiere picotearle la cara,
la nariz, los ojos. ¡Cuántas veces le ha despertado con sus violentos ronquitos
y cuántas mañanas le ha arrancado sus placenteras visiones! ¡Ojalá pudiera
apartarlo con un manotazo y volver a sumergirse en ellas!
En sus sueños, Miguel es poco menos que Dios. Si le
apetece volar solo tiene que desearlo. Si quiere que el paisaje se torne jungla
procaz, desierto árido, montaña inmensa, le basta con imaginárselo. Si le viene
de gusto que le traigan el desayuno y le abaniquen, así sucede. Puede comer
cuanto desee, catar los mejores vinos, acostarse con las mujeres famosas que ha
entrevisto en la televisión del bar… es como un astronauta que viaja donde le
place, con el único límite de su imaginación rural.
Pero esta conciencia onírica tan completa acarrea
trágicos despertares. Aun en los momentos de mayor placer (no es raro que se
despierte húmedo tras celebrar una orgía o cumplir alguna perversión) en el
fondo sabe que lo que experimenta es un sueño, nada más que un sueño. Los demás
pueden cortarlo con solo levantar la voz, tocarle el rostro o encender la luz.
De hecho, en su ensoñación favorita se queda dormido para siempre con una
sonrisa de sublime felicidad, sordo, ciego y paralítico, como muriéndose
dulcemente al amparo de la presencia de los otros.
Sus padres no saben qué hacer con él. Ya ha cumplido
los dieciocho y debería ser uno de los miembros más productivos de la comunidad,
pero no presta atención a las tareas del campo. Confunde el orden de las
operaciones y parece atrapado en un mundo diferente y exclusivo. Más de una vez
se ha llevado collejas, empujones e incluso puñetazos porque su cabeza resulta
antipática cuando está así como torcida, enamorada de su imaginación. Los
campesinos se burlan de su aspecto distraído, de sus brazos mustios, de su
rostro pálido. Su propio hermano le bautizó con un apodo que se ha vuelto muy
popular: el soñador inútil.
Quizá si Miguel aprendiera a leer y escribir
traduciría sus sueños al lenguaje de la literatura. Pero en el poblado son
todos analfabetos. Él lo es por partida doble, ya que tampoco sabe interpretar las
señales de la tierra. Odia la rutina diaria: los mismos rostros sudorosos afanándose
en los mismos trabajos repetitivos. Para las labores menos mecánicas se ve
obligado a preguntar a sus compañeros, que ya no le contestan enfadados sino en
el tono que aplicarían con un retrasado mental.
Mal que bien soporta otro día del verano más
caluroso que recuerda. Al anochecer regresa a casa junto a su hermano. La
espalda le arde de dolor, apenas consigue andar derecho y su única ilusión es
tumbarse en la cama para dormir cuanto sea posible. Cena en silencio esquivando
las miradas entre compasivas y reprochadoras de sus padres y corre a la cama
con el deseo de abandonarse a los sueños.
Pero no puede. Sus pulsaciones se aceleran y su
cerebro se empapa de ansiedad. Agobiado por el
calor, tira al suelo la sábana. Se incorpora y mira las paredes de madera como
si pudiera verlas en la oscuridad cavernosa. Vuelve a tumbarse. Da una vuelta y
otra y otra sobre la estrecha litera. Ninguna posición le resulta cómoda. No
tardan en alcanzarle los ronquidos de su hermano, arrítmicos pero persistentes;
oye incluso los de sus padres en la habitación contigua. Le cuesta vaciar la
mente porque ya está pensando en el cariz que habrán de tomar sus ensoñaciones.
Se desarrollarán en la montaña, en un lugar fresco y aislado. Los personajes
podrían ser miembros de una tribu exótica, cada uno con un color de piel
diferente, altos y bellos. El fuego arderá en una bondadosa hoguera. Contarán
historias fascinantes (bastaría con que movieran la boca de forma convincente y
él se imaginará lo fascinantes que son). Llegado el momento se retirarán a sus
tiendas, dormirán en sus camas mullidas y se prepararán para partir al día
siguiente rumbo a un destino incierto e improvisado. Esta vez no sería
necesario el sexo, ni siquiera el contacto físico. Estaba demasiado
cansado.
Pero no logra dormirse. Su mente es atravesada por diálogos
inconexos, imágenes surrealistas, retazos pictóricos sin sentido, colores que
se superponen y se mezclan. Su cabeza hierve, se enfría, vuelve a bullir. Las
horas van pasando, el hermano ronca y cada vez se pone más nervioso. Intenta
convencerse de que ya está dormido. Se figura la montaña, la hoguera y la tribu;
pretende transformar los ronquidos en soplos de viento, en palabras extrañas o
canciones místicas. Pero no funciona porque sabe que no es real. Durante el
sueño es más fácil olvidarse. Los paisajes y los rostros fluyen por sí mismos y
él solo ha de aportar su capricho. Ahora debe dibujarlo todo. Es un esfuerzo
agotador e inútil.
Su hermano pronto se despertará, todos lo harán y él
tendrá que levantarse también dejando atrás sus sueños abortados. No se cree
capaz de resistir la existencia sin el consuelo que le proporcionan. Toma una
decisión repentina. Se levanta en sigilo de la cama y busca su ropa, que ha
dejado preparada encima de una silla. Arroja al suelo el pijama con rabia muda,
se pone la camiseta, los pantalones y las botas, comprueba que los demás siguen
dormidos, sale de su habitación y abre la puerta de la casa.
Afuera aún está oscuro; una brisa acariciante reduce
la intensidad del calor. Camina en dirección contraria a los huertos y las
calles del pueblo, adentrándose en una zona no cultivada. El terreno es
irregular, descendente, serpenteante. No hay senderos prefijados. La única luz
la aportan las estrellas y la luna en cuarto creciente. Avanza con las manos
extendidas como un ciego, palpando el aire con sus dedos trémulos. Se tropieza
con plantas y piedras, se le clavan en el brazo los pinchos de una rama, se resbala
por una pendiente y ha de abrazarse al tronco de un árbol para no caer.
De pronto nota el lamido del agua en sus botas. Se
ha topado con el caudal de un río casi seco. Sigue su flujo hasta que
desaparece. Continúa andando durante media hora con pasos cada vez más seguros
y contundentes. El cielo ya se tiñe de rojo. Se sienta en una roca para
contemplar el sutil cambio de color. La luz va estirándose en el paisaje,
revelando el espacio que le rodea. Se encuentra en el albor de una llanura de
límites inabarcables. Mira atrás por primera vez: el pueblo ha quedado oculto
tras unas elevaciones del terreno. Su familia debe de preguntarse dónde está.
Duda. En ese momento vislumbra una bandada que cruza las nubes espumosas. Se
pregunta, inquieto, si los pájaros sentirán un remordimiento comparable al
abandonar su nido.
Se obliga a proseguir su avance. Pronto divisa los
restos de una casa de piedra. Aún se adivinan los huecos rectangulares de las
puertas y las ventanas pero en su interior, donde antes habría camas y mesas,
crecen ahora hierbajos y matorrales de secano. Pasea con placer entre las
ruinas y palpa los muros parcialmente derrumbados. Calcula que se sostendrán
por algún tiempo. Del tejado no resiste ni el esqueleto, de modo que los rayos planean
oblicuos dividiendo el interior en una zona de luz y sombra. Busca un rincón en
penumbra, aparta unas piedras, dispone los vegetales como almohada y se echa bocarriba: de inmediato se queda
dormido.
Gracias a ti, Lucía, por leerlo, comentarlo y compartirlo en las redes sociales. Espero en que seas de las primeras en leer la novela. ¡Un abrazo!
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