Un hombre trajeado se ajusta la corbata morada en un vagón de tren. A su derecha, una anciana que ojea una revista sobre moda. Enfrente, un asiento vacío. A su izquierda, una ventanilla tapada por una cortina roja. La mole empieza a moverse. El hombre se peina los cabellos castaños con un gesto displicente. Se reclina en el asiento y relaja su espalda; en tres horas asistirá a una reunión de negocios, y debe mantener la cabeza libre de distracciones. Cierra los ojos. Piensa en números, datos, bancos. No piensa en ella. El tren ya ha alcanzado su velocidad de crucero. Abre los ojos. Decide apartar la cortina para ver qué paisaje deja atrás: una llanura seca, color amanecer. No le interesa.
Va a cerrar la cortina cuando ve algo que le asombra: unos labios se han plasmado al otro lado del cristal. Su primera reacción es tocarse los suyos, como si temiera que se hubieran incrustado en el exterior de la ventanilla. Están en su sitio. Después se fija mejor en los detalles. Son unos labios carnosos de mujer: el superior describe una M estilizada, y el inferior un suave semicírculo. Se hallan entreabiertos y, en apariencia, sostenidos en el vacío, con el aire y el cristal como únicas sujeciones. Poseen un brillo carmesí antinatural, casi ostentoso.
El hombre mira con malos ojos la aparición. Cree reconocer esos labios. Los ha visto, los ha tocado, los ha besado. Podría distinguir esos labios en un mostrador donde estuvieran expuestos todos los labios femeninos del mundo. Pero no le interesan. Cierra los ojos, convencido de que la visión se habrá esfumado en cuanto vuelva a abrirlos.
Espera cinco minutos y comprueba que los labios siguen ahí, persistentes en su provocación. Mira en torno. La anciana sigue leyendo, y algunos pasajeros se deslizan silenciosos por el pasillo, camino de la cafetería o los lavabos. Nadie mira hacia la ventanilla. De pronto, el hombre siente un arrebato de vergüenza: esos labios son un secreto intolerable. Se inclina unos centímetros y pone la mano sobre el cristal para taparlos. Entonces los labios se reflejan en el dorso de su mano, como si hubieran abandonado el cristal y atravesado su carne. Horrorizado, aparta su mano y lanza una mirada en derredor, con los ojos desorbitados por el miedo. Nadie se fija en su drama.
Pasan los minutos. Los labios siguen ahí, mirándole. Su brillo se atenúa por momentos. El sol penetra con fiereza en el vagón, y la anciana le pide que corra la cortina. Sus arrugas apuntan hacia el cristal, pero no muestran ninguna expresión de sorpresa. Él se niega a atender la petición. Dice que necesita mirar el paisaje. Molesta, la mujer se sitúa enfrente de él y prosigue impertérrita su lectura.
El hombre se rasca el pelo y se muerde la corbata sin darse cuenta. Sus dedos asemejan las patas nerviosas de un arácnido. Su mirada y los labios se han atrapado. Apenas parpadea, apenas respira, y eso le permite observar el cambio que se produce al otro lado del cristal. Poco a poco, de un modo apenas perceptible, los labios van menguando de tamaño y perdiendo su fulgor.
El tiempo pasa. El tren se acerca a su destino. Pero al hombre le seduce la idea de que su destino está junto a los labios de mujer que todavía le miran. Se impacienta. Mira el reloj del tren y el de su muñeca. De pronto se percata de que no está vigilando los labios, y un súbito temor le recorre el espinazo. Siguen ahí, pero su milagro es cada vez más tenue. Ahora no son más grandes que los de una niña pequeña, y una palidez fantasmal les ha despojado de color. Pero él sigue contemplándolos con los ojos ilusionados. Ansía la llegada para correr hasta ellos. Los estrechará entre sus manos y los guardará para siempre junto a él. No habrá números, bancos ni datos capaces de deshacer el vínculo que le ata a esos labios.
Una voz anuncia su parada, que es la última de la línea. La vieja se levanta antes que él. Recoge su equipaje del área superior del compartimento. Su maleta también es la última. Avanza por el pasillo, arrastrando el equipaje con la cabeza vuelta hacia los labios. Los vislumbra unos segundos hasta que un hombre gordo se pone en medio. Entonces se agita y acelera el paso. Adelanta a la vieja en el andén y corre hasta la parte exterior de su ventanilla. Supone que los labios seguirán ahí suspendidos, aguardándole. Desfila a grandes zancadas, abriéndose paso a empujones y escrutando cada ventanilla. Recuerda el número de la suya, pero desde fuera no puede reconocerlo. Todas son casi idénticas: láminas de cristal apenas distinguibles por la forma de sus manchas. Recorre el tren desde un extremo hasta el otro. Golpea los cristales con los nudillos, grita que ha perdido sus labios y se agacha entre los raíles para buscarlos. Ni rastro.
Pronto los motores reemprenden su rugido domesticado. Se incorpora justo a tiempo. Mientras ve cómo el tren se aleja, se pone la mano en el pecho y palpa con sorpresa el latido de su corazón: es la primera vez que lo escucha.
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