A raíz de la crisis del
coronavirus, se ha creado una falsa dicotomía entre salud y economía, a veces
sugiriendo que la derecha pone por encima la economía y que la izquierda se
preocupa más de la salud de los ciudadanos. Esto tal vez sea así en el caso de
algunos políticos del Partido Republicano en Estados Unidos, pero no creo que
sea el quid de la cuestión. Presupongo que ninguna ideología defiende la muerte
ni la pobreza como seña de identidad, aunque ciertamente hay políticas que nos
acercan más al abismo que otras. Sin embargo, hay un tercer factor al que hemos
renunciado de forma acrítica: la libertad, que a mí me parece más relevante que
la caída del Producto Interior Bruto y tan importante como la propia vida (pues
esta, sin libertad, se convierte en mero simulacro y pierde gran parte de su
valor).
Hay que salvar el mayor
número de vidas, comprometiendo lo menos posible la economía. En eso
coincidimos todos. Pero nadie habla de recuperar nuestras libertades,
enormemente menoscabadas a día de hoy, como si esta cuestión esencial no
tuviera trascendencia. Al menos a mí me llama la atención que hayamos
renunciado a casi todo, hasta no se sabe cuándo y sin siquiera planteárnoslo. Incluso
hay quien defiende alargar este confinamiento estricto durante varios meses más
(algo que no va a suceder ni siquiera en España, donde están siendo más
timoratos que en cualquier otro país de nuestro entorno a la hora de planificar
la desescalada).
Es evidente que no vamos a
seguir encerrados por culpa de este virus hasta que aparezca una vacuna testada
eficazmente (al parecer puede tardar más de un año, si es que llega). Tampoco
creo razonable mantener la cuarentena hasta que no tengamos ni un solo caso.
Más pronto que tarde, habrá que aprender a coexistir con el coronavirus, igual
que lo hacemos con otras muchas causas de mortalidad, incluso a diario.
La seguridad absoluta no
existe. Es inútil aspirar a ella, y tampoco vale la pena que sacrifiquemos la
libertad en aras de una seguridad total que, de todos modos, nunca
alcanzaremos. Como ciudadanos, es nuestra obligación mantenernos vigilantes en
vez de aceptar sin más todo lo que se nos impone en aras del “bien común”.
¿Tan alto es el grado de
anestesia en el que nos hallamos? ¿Tan poco necesitamos el aire libre y el
contacto humano, mientras tengamos suficiente evasión en los domicilios donde
nos han encerrado a la fuerza?
Dicen que el mundo no
volverá a ser como antes. No es que tuviera idealizada la situación antes de la
pandemia. En muchos aspectos, el mundo era un desastre antes y lo seguirá
siendo después, con el agravante de los fallecidos y del empeoramiento en las
condiciones de vida que sufrirá parte de la sociedad. Pero un futuro donde las
personas vivan aisladas, con más miedo y menos libertades, sin atreverse a
mostrar su afecto, a trabar nuevas relaciones o a vivir en plenitud por temor
al contagio, me resulta infinitamente más aterrador que el coronavirus.
La vida, "sin libertad, se convierte en un auténtico simulacro y pierde gran parte de su valor". Es lo que de este artículo de opinión más me ha interesado. Precisamente porque no puedo estar más de acuerdo. Llevamos alrededor de 2 meses confinados e ignoramos cuando va a iniciarse lo que se ha dado en llamar “desescalada”.
ResponderEliminarNo es exactamente lo mismo, pero debo recordar que en la antigua Unión Soviética, cuya existencia se prolongó más de 70 años, o sea, durante gran parte del siglo XX, no existía la libertad tal como la concebimos en la actual Unión Europea y EEUU, y ni siquiera de la Rusia del presente cabe afirmar que la haya. No poder viajar a la inmensa mayoría de países extranjeros, precisar de un salvoconducto para desplazamientos interiores, o de un permiso de la comisaría de policía más próxima, toques de queda imprevistos y control por los delegados en cada barrio del Partido único, cual “grandes hermanos” orwellianos, es decir, “delatores” (término recientemente acuñado en Francia en estos tiempos de confinamiento) todo eso era el pan de cada día en la antigua URSS. Jamás estuve allí, pero sí viajé miles de kilómetros, por carretera, en la Cuba de Fidel Castro en los años 2004 y 2005. Pude constatar, porque los cubanos son personas generalmente cultas y muy sociables, en largas conversaciones en mi cochecito alquilado, con personas que hacían “botella”, es decir, autoestop, que en la Cuba de entonces, y me temo que también en la de ahora, sucedía lo mismo que en la Rusia comunista.
Es cierto que allí no había confinamiento, pero, parafraseando tus palabras, la vida era un simulacro sin gran parte de su valor. Con el agravante de que no existían motivos (salvo la gripe falsamente llamada “española” de 1918 y la catástrofe de Chernóbil).
En estos momentos no me parece recomendable tener fe, porque ya bastante desacreditados están nuestros dirigentes políticos y comités científico-técnicos. Pero hay que tener esperanza, porque sin ella la vida es sencillamente imposible.
Yo tengo esperanzas en la frágil memoria que caracteriza a nuestra especie. Esta fragilidad provoca, por un lado, que caigamos una y otra vez en los mismos errores, pero también nos permite superar toda clase de traumas y tragedias.
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