Hoy comparto con vosotros
este cuento que publicó recientemente la asociación cultural “Plazuela de los
Carros”, de Torralbilla, en el libro que recoge las obras seleccionadas por el
jurado en su II Concurso de Relatos Cortos. En él me invento la infancia traumática
de Adolf Hitler que le conducirá a su irracional odio contra los judíos, con
las trágicas consecuencias que todos conocemos.
Cada tarde lo veía en el patio de la escuela,
separado del resto por un muro invisible. Con la cabeza siempre levantada,
orgullosa, y el pelo oscuro peinado con una raya estricta, nos miraba jugar al
fútbol de manera displicente, como si estuviera convencido de que él podía
hacerlo mucho mejor. Pero no tenía ninguna necesidad de probarlo. Parecía
cómodo en su posición de espectador intocable o entrenador fantasma. Se situaba
a la altura del centro del campo, de pie, y absorbía la imagen de cada patada,
disparo o agarrón.
En clase se colocaba en la última fila, solo, y
nunca decía una palabra. Era bajito, enclenque y, al parecer, tímido. Apenas levantaba
la vista del pupitre. En ocasiones lo veía pintando o dibujando en su cuaderno.
No era raro que apareciese con moratones en la cara, aunque nunca lo había
visto pelearse con nadie. Debo confesar que me caía bien, o al menos me
suscitaba curiosidad, pero yo también era tímido y no me atreví a hablarle ni
una vez durante el año que fuimos compañeros.
Nunca olvidaré la mañana en que, después de una
clase de plástica, decidió abandonar su puesto de observador y salir a jugar
con nosotros. Correteó detrás de la pelota sin que estuviera claro a qué equipo
pertenecía. Cuando consiguió controlarla, Hadar, que era el mejor jugador de
los otros, se la quitó con una entrada dura. Él se retorció de dolor, pero el
juego continuó y Hadar, tras driblar a dos contrarios, marcó un gol magnífico.
Mientras sus compañeros lo abrazaban, él le miraba todavía desde el suelo con
unos ojos rezumantes de odio. Me acerqué y le di la mano para ayudarlo a
levantarse, pero me ignoró y se puso en pie sin ayuda.
No volvió a jugar al fútbol en mi presencia. Sin
embargo, noté que siempre que el equipo de Hadar vencía (lo que era muy
frecuente), su cara se agriaba en una mueca adusta que lo hacía parecer adulto
a sus diez años. Si Hadar metía un gol, él contestaba pateando una piedra,
rabioso. Un día en que logró tres tantos, al volver a clase se puso a dibujar
tan enérgicamente que el profesor se dio cuenta. Cogió su cuaderno y lo mostró
a la clase. Pude apreciarlo desde la segunda fila: la violencia era el rasgo
común de todas las escenas. Aparecían cuerpos desmembrados, armas de fuego, cuchillos,
edificios abrasados por las llamas. La única nota de color la aportaba el rojo
intenso de la sangre que goteaban los personajes. El más martirizado se asemejaba
a Hadar con su cuerpo larguirucho, sus orejas grandes y su cabeza esférica. El maestro
arrancó las hojas, las convirtió en una
masa informe, le dio una bofetada, lo agarró de la muñeca y lo expulsó del aula.
No apareció durante la semana siguiente. Cuando se
reincorporó tenía el rostro más amoratado que nunca. El profesor lo obligó a
sentarse en primera fila, justo delante de mí, “para que no se distrajera”,
según dijo con un tono humillante. Se le notaba acobardado o avergonzado; las
piernas le temblaban cuando el maestro levantaba la voz. A partir de entonces,
algunos de mis compañeros (entre ellos Hadar) comenzaron a burlarse de él. Le
sacaban la lengua en los pasillos, se reían de su aspecto y le arrojaban bolas
de papel cuando el profesor no podía verles. Más de una vez me cayeron a mí por
encontrarme en mitad de su trayectoria. Él simulaba no percatarse de los
impactos en su cabeza, en su espalda o en su cuello, pese a que a veces
resonaban en el silencio de la clase.
En el recreo le tiraban la pelota a la cara, así que
tuvo que retirarse de su posición habitual y lo perdí de vista. Un día en que
la lluvia era muy aguda me refugié en la biblioteca en lugar de salir al patio.
Allí me lo encontré leyendo en un rincón apartado de la mesa. Sujetaba un
grueso libro de historia con la mano izquierda y cerraba el puño derecho como
si las palabras excitaran su deseo de matar a alguien. Al notar que lo
observaba apretó sus cejas, abrió al máximo sus ojos y me lanzó una mirada que
se extendía como un látigo derribando anaqueles, sillas, cuerpos, muros para
interrogarme (tal vez amenazarme) con una intensidad que yo nunca había
experimentado.
Desde ese momento supe que era mejor no meterse con
él. Daba igual su cuerpo escuchimizado o su carácter retraído. En su iris
tenuemente azul parecía capaz de retenerlo todo, de rebosar su furia y esparcirla
a voluntad. No había miedo en su mirada, tampoco duda de ninguna clase, solo
una férrea determinación que buscaba a qué aferrarse para ya no soltarlo nunca.
Creo que le habría bastado cualquier cosa: un prejuicio, una idea, una teoría.
Pero lo primero que atravesase sus ojos y penetrase en su mente se instalaría
inamovible como una estatua.
Temí por Hadar y por mis compañeros, incapaces de
atisbar las brasas que avivaban en su interior con cada ofensa. Intenté
advertirles. Les pedí que lo dejaran en paz, pero no me tomaron en serio. ¡Ojalá
hubiera sido yo el objetivo de sus burlas, yo que soy una persona pacífica y
vulgar! Incitaron su odio hasta el último día de curso, inventando nuevas formas
de castigarle. Un día, a la salida de la escuela, le dieron una paliza entre
tres delante de mis ojos. Hadar fue quien le atizó más duro. No se le cayó una
lágrima ni soltó un grito de dolor o de auxilio. Tan solo el sonido de las
patadas y los puñetazos contra su cuerpo demostraba que no estaban golpeando al
aire. Lo dejaron tirado en el suelo con la sangre manando de su nariz. En
cuanto se alejaron se levantó tambaleante, se secó con un pañuelo y después lo
rompió en varios pedazos.
Aquello tenía que estallar. No sabía cuándo, cómo ni
dónde, pero estaba seguro de que estallaría con una violencia incontrolable,
aunque los sucesos de los años posteriores fueron mucho más terribles de lo que
yo hubiera podido imaginar. A la mañana siguiente lo vi apuntar varios nombres
en su cuaderno. El de Hadar figuraba en primer término, subrayado. A
continuación del apellido escribió una palabra entre paréntesis: “judío”. Recuerdo
que al hacerlo una ligera sonrisa le torció la boca.
Estoy estudiando el tema del fascismo y su relación con las vanguardias y he leído el cuento, expresas muy bien el nacimiento de ese odio visceral que pudo ser el que , al igual que en otras formas de violencia, surgiera en la infancia de Hitler y en las relaciones de esta con la escuela y sus compañeros. Muy interesante. Me gusta.
ResponderEliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarHola, MJ, bienvenido al blog y gracias por comentar. Aunque el odio a los judíos no nace con Hitler, esa visceralidad que le caracterizaba me hizo especular sobre la posibilidad de que existiera algún "motivo" de este tipo que lo originara. Al fin y al cabo, casi todas las filias y fobias de la humanidad son más bien irracionales. ¡Saludos!
ResponderEliminar