El otro día vi un documental bastante interesante en el que se comentaba la evolución de las especies y la evolución del lenguaje (que tienen mucho que ver, ya que los idiomas también deben adaptarse para sobrevivir). En el documental se hablaba del “egoísmo subyacente”, que camuflaría una actitud aparentemente altruista cuya verdadera razón es obtener mayor reconocimiento social. Esto favorece al individuo y le permite, por ejemplo, aumentar sus posibilidades de dejar descendencia.
Ahora bien, muchas personas no se guían por el instinto de la reproducción, e incluso renuncian a tener hijos para dedicarse por entero a actividades artísticas, científicas, etcétera. Desde mi punto de vista, la evolución del cerebro humano nos ha vuelto incomprensibles para nosotros mismos. Conservamos el instinto de supervivencia, pero algunos deciden ser poetas pudiendo ser empresarios; eligen una vida más difícil por cultivar actividades que les parecen más interesantes y atractivas.
A menudo las decisiones que tomamos carecen de lógica, si se analizan solo desde la razón. Los sentimientos y las percepciones subjetivas nos mueven de una manera que no es fácil determinar. Desarrollamos actitudes que parecen injustificables, considerando que provenimos de un origen evolutivo común y que ninguna otra especie actúa de manera tan azarosa, tan volátil, tan autodestructiva en ocasiones.
Uno de los aspectos sobre los que suelo reflexionar es el grado en que los genes marcan nuestra vida. Hace poco leí que en unas decenas de individuos de chimpancés existe mayor diversidad genética que en todos los seres humanos del mundo. Sin embargo, no cabe duda de que los chimpancés se comportan de un modo muy similar, si se les compara con las diferencias culturales de las distintas civilizaciones. Por otro lado, he leído entrevistas a científicos e investigadores de la genética que aseguran que cada vez se descubren nuevas implicaciones de los caracteres heredados. En resumidas cuentas, que cuanto mejor se conoce el genoma, más se sabe acerca del profundo influjo que ejerce sobre la personalidad y las potencialidades del individuo.
Es probable que la verdad se halle en un indefinido e indefinible término medio. En cualquier caso, dado que no podemos elegir los genes, haríamos bien en estimular el aprendizaje, para el que nuestro cerebro está muy bien dotado. Es esta capacidad la que nos distingue de las otras especies y la que distingue a cada persona. Después de todo, el destino del ser humano es el conocimiento, en tanto que nuestro cerebro es consecuencia de una evolución de millones de años que nos ha preparado para comprender mejor el entorno que nos rodea.
Es cierto que no elegimos los genes, pero de todas formas el designio de lo que seremos en el futuro está más en el aprendizaje y en la práctica diaria que en lo que tengamos marcado desde la sangre. Me gustó el post. Abrazo!
ResponderEliminarMe congratula que te interesara mi reflexión, Damián. El ser humano almacena más información en el cerebro que en los genes, así que imagino que nuestra dependencia de estos no es tan inmensa después de todo.
ResponderEliminarUn abrazo
Bueno, no creo que somos productos de una lenta evolución de la vida animal. Al contrario, provenimos de una creación superinteligente. A causa del conflicto milenario entre el bien y el mal, el hombre está sufriendo. Mas será por un corto tiempo. El futuro promisorio que todos soñamos no se fundamenta en acciones humanas, sino en Dios mismo y en su Palabra, vivida y practicada. nilserr@gmail,com
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