lunes, 11 de junio de 2012

Apatía




Hace tiempo que aprendí a ser siempre culpable.

No vale la pena defenderse de aquello que escapa a mi comprensión. 

Es mejor disfrutar el sabor de la derrota,

así como la placidez de la indiferencia.



Me asustan las grandes pasiones.

Cada vez me asemejo más a un paciente reptil,

silencioso y con esmoquin.



No tengo hambre ni sed

y mi sangre está en remojo.

Ni el chaparrón más intenso me empapa.

El calor y el frío han dejado de preocuparme.

Pero tengo la perpetua sensación de que me olvido algo,

de que existen más realidades de las que puedo ver.



Cualquier día saldré a caminar en la aurora del bosque,

me sentaré junto a un lago y veré mi rostro nuevo en sus aguas.

Entonces borraré este poema de mi memoria. 

martes, 5 de junio de 2012

Humo y mujeres


–Tendríais que haber visto cómo se le erizaban los pechos mientras yo la sujetaba por el pelo y la obligaba a tragárselo todo.

El hombre elevó su voz sobre la algarabía de un bar de tapas. Agarró un boquerón y lo engulló imitando el modo en que la última rubia había degustado su semen. Su lengua bailó unos segundos en torno al pececito, que fue finalmente succionado por sus fauces de cazador. A su alrededor una docena de orejas masculinas lo escuchaban fascinadas, como si la historia tuviese el encanto de la novedad.

Cada semana el hablador se inventaba una nueva conquista, Se enorgullecía de su inexistencia porque el esbozo del cuerpo apenas atisbado en su mente era lo bastante poderoso como para sugestionar a sus colegas. No importaba con cuánta concreción formularan sus preguntas acerca de los momentos más excitantes. Él siempre tenía una respuesta convencida y convincente.

Cuando hubo consumido seis o siete cervezas y notó que las risas empezaban a decaer, decidió apurar su último cigarro restregándolo en el cenicero con lenta satisfacción.

–Así es como me despido de todas las mujeres. No son distintas de cualquiera de estos cigarrillos —afirmó en un tono ya claramente marcado por el alcohol.

Entonces se levantó para irse, no sin antes estrechar manos con los amigos menos íntimos y abrazos con los más cercanos. Al llegar a su domicilio, que solo compartía con algunos insectos, arrojó el abrigo sobre una silla y se tiró en la cama, quitándose apenas los zapatos.

–¡Eh! Ten cuidado, hombrecito.

Con pasmo vio cómo una rubia bullía entre las sábanas. 

–¿Quién eres tú?

–¡Tú sabrás!

Salió de la cama y se fijó mejor en la mujer, arrepintiéndose de inmediato. Tenía la nariz aplastada y torcida; la cara asimétrica, con el pómulo derecho contraído hacia dentro y el derecho estirado hacia fuera; las cejas parecían pertenecer a dos personas distintas, pues describían formas incompatibles, la izquierda una C combada y la derecha casi una recta terminada en punta; y los ojos poseían tonalidades distintas, uno gris y el otro marrón, ambos fríos y muy hundidos en las cuencas.

–Pero… ¿qué eres tú?

–¡Tú sabrás! —repitió la mujer, cuya agudo chorro de voz rebotaba en las paredes.

La rubia contaba, eso sí, con pechos prominentes y una boca repintada y carnosa.



–Vete a dormir al sofá, que yo he llegado primero.

–Pero… ¡esta es mi casa!

–Oye, a mí qué me cuentas. Yo estaba muy tranquila sin existir hasta que te empeñaste en darme forma y sustancia. Ahora tendrás que ocuparte de mí, por supuesto. ¡De aquí no pienso moverme!

El hombre, un tanto mareado por el alcohol, decidió echarse en el sofá, durmiéndose con el convencimiento de que aquello era fruto de un trastorno que se evaporaría por la mañana. Pero por la mañana el trastorno se convirtió en invasión. Doce mujeres, una por cada semana de charla fantasma, se habían instalado en su piso de cuarenta metros cuadrados. Puesto que no cabían en el pasillo que conectaba todas las habitaciones, algunas se apretujaron bajo las mesas o sobre la cama, formando una colina de cuerpos. El charlatán incluso encontró a una pelirroja vegetando en la nevera y roncando con toda su alma, si es que tenía alma.


Sin embargo la mayoría de okupas no paraban de discutir a gritos, se dirigían miradas eléctricas, se zarandeaban y pisoteaban los muebles y el sofá. El hombre trató de expulsarlas, pero todas se confabularon en su contra, lo obligaron a recular y lo expulsaron a él.

Pensó en llamar a la policía, pero recordó sus antecedentes y prefirió recurrir a sus amigos. Acudieron a la llamada los seis irreductibles del bar, armados con bates de béisbol y puños americanos y dispuestos, en principio, a convertir su casa en una carnicería. Se juntaron en un estrecho pasillo doce mujeres (todas poco agraciadas de cara, como talladas por un mal escultor, pero de cuerpos bien provistos) con seis hombres un tanto necesitados. Las féminas se distribuyeron –dos para cada hombre–, los besaron, los agarraron de la cintura y bailaron con ellos: los bates y los puños americanos cayeran al suelo y quedaran olvidados.

–A ti también te ha engañado, ¿verdad? —le susurró la única morena al hombre que el teórico propietario del piso consideraba su primera amistad.

–¿Sois reales o no?

–Tan reales como la imaginación puede conseguir. Y esto es mucho, pues no hay nada tan seductor como lo que no existe —y le besó la oreja.


El dueño contempló atónito a los seis tríos desnudándose en un palmo de pasillo, en un rincón de la cocina, en una esquina de la cama. Las mujeres se compenetraban para darle placer a los hombres y a sí mismas, y aún les sobraba energía para dispensar gestos de burla y dedicar masturbaciones a su creador. Este, con las uñas rasgándose las palmas de las manos y los ojos despidiendo fuego, se abrió paso entre cuerpos desconocidos, sorteó varias zancadillas y saltó hasta el armario donde escondía una última defensa: su revólver.

Lo empuñó con toda la firmeza que le reclamaba su desesperación. Apuntó al sofá rojo donde retozaba el grupo más cercano, no ya un trío sino un sexteto desordenado e impúdico. Estuvo tentado de apuntar al miembro erecto de su mejor amigo (o el menos malo), pero prefirió despedir la carga en los pechos de la pelirroja porque le parecieron un objetivo casi imposible de fallar. Disparó una, dos, tres, cuatro, cinco veces hasta agotar la potente munición del Magnum.

Una fumarada singular cubrió la estancia, provocando los estornudos del pistolero y de las víctimas. Se levantó un humo translúcido que dejaba entrever en la pared las grietas abiertas por los disparos. Trató de palparlo; era viscoso y frío. Pero no tenía tiempo, medios ni conocimiento para analizar la composición de aquellos gases. Solo podía pensar en la increíble falta de puntería que había mostrado al no acertar en las tetas de la pelirroja.

¿Pero dónde estaba la pelirroja? Todas las mujeres se habían esfumado de un modo tan súbito e inexplicable como su aparición. Quedaron los hombres, que se levantaron poco a poco de sus nidos de placer y buscaron con caras estreñidas sus calzoncillos y sus camisetas. Varias bocas y brazos furiosos insultaron y zarandearon al dueño del piso.
–¿Y tus mujeres, mamarracho?
–¡Nos las quitaste, envidioso de mierda!
–¿Qué te costaba quedarte con una? ¿Por qué cojones tenías que ponerte a disparar a lo loco?
–¡Desgraciado!

Se marcharon entre gestos de frustración, se disipó el humo y él se quedó a solas mirando sus paredes agujereadas.         


                                              

lunes, 28 de mayo de 2012

Mar poético


“Lector, ya conoces a tan delicado monstruo, -lector hipócrita-¡tú, mi prójimo, mi hermano!” En estos versos que escribió Baudelaire en su obra Las flores del mal, el monstruo no era otro que el tedio. La poesía es una forma excelente de espantar el tedio, como demuestra Olga Bernad en sus versos. El pasado jueves tuvo lugar en el Fnac de Plaza de España la presentación de su último libro, El mar del otro lado (editado por Ediciones de la Isla de Siltolá), que incluye 22 poemas nuevos y recopila otros antiguos.
La autora estuvo acompañada durante la presentación por los poetas Mariano Ibeas y Antón Castro. Ibeas citó a Baudelaire y comentó las impresiones que le suscitan los versos de Olga Bernad, cuyas palabras “unidas por su mirada poética” son una caricia para el espíritu.
El libro habla del mar, de la luz, de los sueños, de bellas ambiciones y del amor. Antón Castro alabó la “iluminación permanente” y el “encuentro de metáforas” que caracterizan la obra de Olga Bernad. Algunas de las cualidades que destacó fueron la polisemia de su poesía, el toque narrativo que suele imprimirle y su capacidad intuitiva para alcanzar la belleza del lenguaje. Quien desee comprobarlo puede leer su blog: http://cariciasperplejas.blogspot.com.es/

La perfección es el objetivo de Olga cuando escribe: “Justo lo que no hay en la vida”. Reconoce que tan alta aspiración la condena de antemano al fracaso, pero no por ello deja de ser meritorio el intento, como apreciaron los asistentes con las recitaciones de varios de sus poemas. Especialmente brillante fue la declamación de María Pérez Collados, del grupo Confussion, que combinó la belleza de su voz, de su música y de los versos.

La autora afirmó que “la felicidad es un mal tema literario”. Pero libros como El mar del otro lado consiguen transformar el miedo y la insatisfacción en una fuente de belleza. Sus poemas, elegantes y no exentos de misterio, proporcionan la ruta de navegación para emprender un viaje único e intransferible. 

martes, 22 de mayo de 2012

Carta a la Muerte



Señora Muerte:

Le escribo con la esperanza de que no me conteste, ya que es por todos sabido que su única respuesta, tanto a las plegarias de la humanidad como a sus maldiciones, es la aniquilación de la vida. A decir verdad, tampoco estoy seguro de si es correcto el empleo de la forma femenina. En cualquier caso espero no ofenderla con mi tratamiento, que se rige por la tradición.

El humilde propósito de esta carta es agradecerle su visita a algunas personas que me eran profundamente ingratas. Con especial alborozo la felicito por su obra del pasado miércoles, cuando puso fin a la miserable existencia de mi suegra. Aunque no pude presenciarlo, su caída escaleras abajo debió de ser muy vistosa.

No es menos destacable el final del amante de mi esposa. Un accidente de coche es un método – si bien bastante recurrente – rebosante de infinitas combinaciones, de las cuales escogió, sin duda, la más artística. Ni un asesino profesional lo hubiera hecho tan bien. Aunque, bien pensado, ¿quiénes somos los hombres para calificarnos de profesionales en el desempeño de matar? Ninguno de nosotros, por grande que haya sido su obstinación, puede atribuirse ni una mísera porción de sus méritos, señora. Los genocidios nazis, las depuraciones soviéticas, las cruzadas religiosas… palidecen ante sus innumerables recursos. No hay discusión: la única profesional es usted.

Por si fuera poco, también tuvo la simpatía de aniquilar a mi jefe, que el día anterior había estado a punto de despedirme del trabajo. Si no supiera que es usted totalmente independiente e inescrutable, diría que ha estado trabajando para mí con encomiable voluntad y formidable acierto. No solo me he librado de las amenazas y descalificaciones de mi superior; ahora ocupo su puesto, lo que me da la oportunidad de amenazar y descalificar a otros.

Le estoy infinitamente agradecido. Tan sincero es este sentimiento que le prometo no resistirme cuando vaya a buscarme. Le entregaré mi vida de buen grado, aunque me permito suplicarle que me deje disfrutar de ella el mayor tiempo posible, ahora que empieza a merecer la pena.

No quiero entretenerla más, ya que sin duda estará ocupada. Como desconozco dónde se encuentra su residencia habitual, he juzgado conveniente depositar el sobre – con toda humildad y la mayor cortesía – sobre la tumba de mi suegra.

Con mis mejores deseos, me despido de usted y le deseo que pase un feliz día

Buena Persona Anónima

martes, 15 de mayo de 2012

Adiós a Dios


Dios no es necesario ni científica, ni filosófica, ni moralmente. Es más, diría que la idea de Dios que predomina en las religiones monoteístas es muy perjudicial para el espíritu humano. Dios es un reduccionismo del intelecto en el que han caído pensadores tan profundos como Descartes. No se requiere su existencia, ni que nos haya creado por un motivo que se nos escapa. Podemos honrar a nuestra especie sin que nadie nos dé órdenes desde un cielo imaginario.

Reconozco que Dios fue conveniente en otras épocas, por ejemplo en la Edad Media. La vida era tan dura que las esperanzas se situaban más allá de la muerte. Además, reconozco que muchas de las virtudes que proponen el catolicismo, el judaísmo y el islamismo son positivas y necesarias para construir el futuro de la humanidad, y afirmo mi total respeto hacia los creyentes (así como mi firme desacuerdo con sus posturas más tradicionales). 

Hoy cada uno es libre de buscar su propio paraíso terrenal. Las diferentes versiones de Dios enfrentan a sus seguidores, impidiéndoles ver que podemos amar a cualquier mujer u hombre sin importar su raza, su nacionalidad, sus creencias… Toda la humanidad está disponible para ser amada. ¿Por qué elegimos el odio en tantas ocasiones…?

Debemos valorarnos más como cúspide de la evolución de la vida, o al menos de la inteligencia. Como preconiza el existencialismo, es hora de asumir la responsabilidad de ser inteligentes. Dios es una excusa para no afrontar los problemas y para sobrellevar mejor las penas y sinsabores de la vida. Quizá matando a Dios en nuestra consciencia nacerá el auténtico ser humano, libre e independiente, bondadoso y único. 


martes, 8 de mayo de 2012

Estériles abismos



A veces parece que un abismo separa a todos los hombres;

un abismo hecho de silencio, ruido e incomprensión.

Hay días en que uno es incapaz de reconocerse como ser humano,

y por más que pretenda entender a sus semejantes

no puede oír una sola palabra,

ni descifrar un solo rostro.



Hay momentos en que la vida se parece sospechosamente a la muerte;

en los que morir parece razonable y digno.

Cuando la existencia se convierte en una carga pesada,

y no se valoran los pequeños ni los grandes placeres,

recorren tu cabeza ideas fulminantes.



Pero las imágenes negras pasan como una diapositiva por mi cerebro.

Las sustituyen otras que no necesitan explicación.

Quizá nada de lo que tiene sentido valga la pena.

Quizá las grandes preguntas de los filósofos

solo se formularon para torturarnos.

martes, 1 de mayo de 2012

Inspiración mortal




Había una vez un joven escritor que deseaba conocer a la Inspiración y nutrirse de ella. Escuchó que estaba predicando en un pueblo y se dirigió hacia allí. Por el camino se encontró a un anciano que acarreaba una gran carga de leña. Sin saber por qué, se le ocurrió que aquel hombre debía de haber experimentado grandes aventuras y que podía ser el protagonista de su novela. Se quedó observándole ensimismado (tal vez un par de horas), hasta que lo perdió tras unos arbustos. Al llegar al pueblo, el escritor descubrió lleno de pesadumbre que la Inspiración se había marchado.
 
Preguntó en varias casas, averiguó su nueva ruta y se puso en marcha. Cerca de su destino divisó a una mujer desnuda que nadaba en un lago. Le dio la sensación de que no lo hacía con demasiada habilidad; cuando se acercó a la orilla, comprobó con horror que se había ahogado. El tiempo que perdió con el incidente provocó que la Inspiración se le escapase de nuevo.
 
Pasaron décadas y el joven se convirtió en un viejo leñador cuyos libros nunca salieron de su mente. Por más que persiguiese a la Inspiración en cualquier parte y por cualquier medio, siempre llegaba tarde.
 
Un día le soplaron que se hallaba en un pueblo próximo, pero que estaba muy enferma y no viviría mucho. Confió en que, en tan penosas condiciones de salud, no se le escabulliría. Recorrió a gran velocidad el sendero que conducía al hospital donde la Inspiración agonizaba. La emoción se le desbordaba en la sangre. Sus febriles conjeturas acerca de los ojos, la voz, la personalidad y los pechos de la Inspiración fueron demasiado para él y padeció un infarto. Cuando recuperó el conocimiento, estaba en la sala del hospital y le atendía una bella enfermera. Al verla, sus pulsaciones se aceleraron y lanzó un grito: “¡Por fin he encontrado la Inspiración!” Segundos más tarde, su corazón se detuvo.