martes, 28 de mayo de 2013

Ideas y proyectos

Escribo esta entrada para comentaros los proyectos literarios a los que me he dedicado en los últimos meses, que han influido en una cierta ralentización de las actualizaciones. Por una parte, he trabajado en un nuevo libro de relatos de extensión similar a “Juicio a un escritor”, que hasta ahora es mi única obra publicada en papel. De momento lo forman 19 cuentos cortos de temas variados: una biografía inventada de la infancia de Hitler, una redacción periodística alterada por la aparición de una máquina sobrenatural, la historia de una madre que no consigue convencer a su hijo para que salga de su útero, los avatares de un escritor que trata de participar en un extraño concurso literario… son solo algunos de ellos.
 
Por ahora no los publico en el blog porque quiero mantenerlos inéditos para concursos y editoriales. Si conocéis de alguna que apueste por los libros de cuentos (casi siempre injustamente a la sombra de las novelas) y que acepte el envío de manuscritos, os agradecería que me informarais. No tengo prisa por publicar, pero quiero que mi trabajo salga al encuentro de los lectores. Para ello tampoco descarto la opción Amazon, que investigo en este reportaje.
 
Por otro lado, voy a comenzar la revisión de mi novela “Desconectados”, que explora un mundo en el que internet ha desparecido. Está escrita en primera persona por un personaje que ha configurado su vida en torno a la red, por lo que deberá reinventarse por completo para adaptarse a la nueva situación. Os recuerdo que podéis leer las primeras páginas (provisionales) en entradas anteriores del blog:
 
Terminé la primera escritura hace meses, pero ahora empieza el “trabajo sucio” para dejar la novela aseada y corregir todas las desmesuras de mi imaginación, que he dejado volar sin más brújula que mi curiosidad y sin otro mapa que la improvisación. Ya llegará el momento de buscar la mejor manera de publicarla si quedo satisfecho con el resultado.
 
También estoy participando en la organización de unas jornadas sobre periodismo cultural. Os invito a seguirlas, ya que están pensadas para cualquier persona interesada en la cultura. Se celebrarán en Barcelona los días 3, 4 y 5 de junio, pero también serán transmitidas vía streaming. En nuestra web y perfiles en redes sociales vamos añadiendo todos los detalles. Os agradeceré cualquier ayuda en su promoción:
 
Gracias por vuestro tiempo y vuestro apoyo.  Continuamos leyéndonos por aquí siempre que os apetezca, porque no pienso abandonar este espacio mientras cuente con un solo lector (y cada vez sois más).
 
¡Un abrazo!

jueves, 16 de mayo de 2013

El aula y la escritura creativa, ¿una combinación provechosa?

Un libro de cuentos bastante peculiar, diversos talleres literarios y Joan Manuel Serrat compartieron protagonismo la tarde del 10 de mayo en la Universidad Pompeu Fabra. Para festejar el quinto aniversario del Máster en Creación Literaria del IDEC, se programaron una serie de actividades abiertas relacionadas con la literatura, pequeñas píldoras para los interesados en la escritura creativa en cualquiera de sus formas.
 
La jornada comenzó con clases sobre microrrelato, crítica emocional y poesía para narradores impartidas por docentes del máster. Sin embargo, el acto central fue la presentación de Emergencias. Doce cuentos iberoamericanos (Editorial Candaya), antología de doce escritores jóvenes que han cursado el máster en alguna de sus cinco ediciones. Jorge Carrión, escritor y profesor encargado de la coordinación del curso, explicó que el título alude a “la emergencia por ser públicos” que sienten los escritores en sus primeras etapas.
 
El libro es una obra plural en lo estilístico, lo temático y también en lo geográfico, ya que los autores proceden de diversos países a ambos lados del Atlántico. La selección fue responsabilidad del propio Carrión y del escritor mexicano Juan Villoro, otro de los profesores del máster. En el acto estaban presentes varios de los autores, entre ellos el también mexicano Eduardo Ruiz Sosa, quien destacó la importancia del cuento como un género clave para entender la tradición y el presente de la literatura, pese a que en ocasiones es injustamente olvidado por su menor fuerza comercial en comparación con la novela. Tomás Sánchez Bellocchio, otro de los escritores representados en la antología, defendió por su parte la utilidad de los cursos de creación literaria, asegurando que “no homogeneizan a los escritores sino que les ayudan a encontrar su propio camino”.
 
Para finalizar la jornada, un creador tan destacado como Joan Manuel Serrat conversó con los asistentes acerca de su concepción de la música y de la poesía. El cantautor habló con la serenidad de un hombre sabio. Escogió sus palabras cuidadosamente y cambió de idioma con agilidad. En todo momento se mostró jovial y con un pícaro sentido del humor que levantó numerosas carcajadas entre el público. Dijo entender la canción y la poesía como “una conmoción”. A la hora de componer la música que ha acompañado los versos de poetas como Machado o Miguel Hernández ha debido “bucear y hurgar en la poesía ajena”, una labor que ha emprendido con placer puesto que “para emocionar a otros primero debe emocionarte a ti”. 
Serrat aseguró creer en la insistencia más que “en las puñeteras musas”. Se encuentra cómodo en los territorios de la ironía y el cinismo, dado que fuera de esos ámbitos se sentiría “como si estuviera en calzoncillos”. Confesó que escribir canciones es para él “un ejercicio de higiene” y que para crear necesita “ponerse de cara a la pared”, alejado de cualquier bello paisaje que lo distraiga. El cantautor considera que vive en la duda, pero lo que resultó indudable es que conserva su capacidad para suscitar pasiones: una mujer del público confesó que él era su amor adolescente y un hombre argentino, muy emocionado, aseguró que cumplía un sueño al conocerle en persona.
La celebración finalizó con una copa de champán que alentó un sinfín de burbujeantes conversaciones acerca del presente, el futuro y las imprevisibles fronteras que los separan. Es imposible saber si alguno de los autores que presentaron su primer libro será recordado dentro de veinte años. Como bien dijo Serrat, “la ventaja del paso del tiempo es que pone todo en su sitio”. Pero al menos su emergencia por traspasar la intimidad del creador y penetrar en el ámbito de lo público se habrá visto atenuada.
El debate está abierto: ¿las clases de escritura creativa son de verdadera ayuda para los escritores? Siempre se ha dicho que a escribir se aprende escribiendo (y leyendo). Nadie puede ponerlo en duda. Por muchas lecciones magistrales que se reciban, de nada servirán si se carece de la voluntad necesaria para aislarse del mundo durante cientos de horas y dedicarse a la escritura de una novela o cualquier otro tipo de obra literaria.
Sin embargo, en los últimos tiempos han proliferado cursos, talleres y escuelas de escritores que tratan de dar un empujón a quienes están dando sus primeros pasos, casi siempre vacilantes, en el mundo de la literatura. Cada experiencia es única y suscita opiniones antagónicas. Yo creo que es imposible generalizar: los cursos serán buenos o malos en función de quienes los impartan y reciban (los compañeros son tan determinantes como los profesores para determinar su éxito). La teoría sobre las técnicas narrativas puede consultarse en cualquier página de internet. Incluso se han escrito libros al respecto como El arte de la ficción, de David Lodge. 
 
Pero contar con un grupo de personas con inquietudes literarias dispuestas a leer críticamente sus textos y a ofrecer sus sugerencias para mejorarlos puede resultarle muy valioso a un autor en ciernes. Es probable que le ayuden a detectar sus vicios. No escribirán su libro por él, pero le servirán para ganar tiempo y tomar impulso. Si el grupo es bueno, insisto.
 
¿Qué pensáis sobre todo esto? ¿Habéis recibido clases de escritura creativa? ¿Cómo fue vuestra experiencia? ¿Os parece un engañabobos, una opción interesante, un recurso desesperado, una solución mágica…?  

jueves, 2 de mayo de 2013

El inventor mental


Hoy comparto con vosotros el relato con el que gané mi primer concurso literario.  Fue hace dos años y entonces tuve que mantenerlo inédito con la perspectiva de publicarlo en la revista literaria Barcarola. Pero ha pasado el tiempo y todavía no me han confirmado nada, así que creo que ya es hora de mostrarlo. Se titula "El inventor mental":
 
Lord Matthew Clever nació en 1752, año de la invención del pararrayos. Estudió en el colegio Think About (uno de los más prestigiosos de la ciudad de Londres), donde logró más sobresalientes que amistades. Su inteligencia le granjeó tantos recelos como la constante ostentación que hacía de ella. El primer día en que ingresó en la Universidad de Oxford se presentó ante el rector con una libreta, en la que había apuntado doce sugerencias para mejorar su funcionamiento. Ninguna se aceptó mientras formaba parte de la facultad, pero todas se adoptaron más tarde, tras arduas deliberaciones de la Congregación.
Matthew Clever se sintió muy ofendido e infravalorado, así que decidió que jamás lucharía por nada ni por nadie. Comenzó cinco carreras científicas en Oxford y no terminó ninguna; no lo necesitaba. Heredero de la fortuna de su padre, un noble terrateniente del norte de Inglaterra, su única motivación consistía en demostrarse a sí mismo (y muy de vez en cuando a los demás) lo inteligente que era. Llevaba una vida retirada en una mansión campestre donde la hiedra se acumulaba en las paredes, a la vez que unas canas prematuras se adosaban a su pelo. El único contacto que mantenía con el exterior era la lectura de las gacetas científicas que, por aquel entonces, comenzaban a proliferar.
 
En una de esas publicaciones, fechada en 1769, leyó que un tal James Watt había patentado un ingenio al que llamaba “máquina de vapor”, capaz de transformar la energía térmica en energía mecánica. Sorprendido de que aquello supusiese una revolución, reunió a diez lores que conocía su padre para demostrarles que él ya la había inventado cinco años antes. Les enseñó su libreta, en la que había trazado unos planos que explicaban sus principios. Después de echarle un vistazo, el lord de mayor edad tomó la palabra:
–Como sin duda habrá leído, Watt no solo ha presentado la patente. También ha fabricado un modelo que funciona, o al menos así lo creen los técnicos. Si usted lo tenía tan claro, ¿por qué no intentó producir la máquina?
–Producir máquinas es una labor que carece de interés para mí, señor Wiggins. No pretendo ser el primero en construir ingenios revolucionarios, sino en concebirlos. Si analiza la Historia, comprobará que todas las creaciones se estropean en cuanto salen de la mente de su inventor. Se estropean al producirse y se estropean al utilizarse, manchándose para siempre el honor de quien las ha ideado. Yo no me expondré a semejante oprobio.
Nadie fue capaz de convencerle de que obrase de otra forma. A partir de entonces, cuando Clever leía que alguien había patentado un artilugio cuya primacía intelectual creía pertenecerle, enviaba una carta al Registro de Patentes con las siguientes palabras: “Yo lo concebí primero”. Después adjuntaba los planos y apuntes que, según él, demostraban su autoría. Pero, por muy detallados y precisos que fueran o parecieran, los documentos no tenían fecha. En el registro pensaban que se trataba de un mentiroso que intentaba usurparle el mérito al auténtico inventor y los desechaban nada más verlos.
Cansado de escribir esas breves cartas, Matthew Clever decidió ir un paso más allá. Corría el año 1787 cuando ordenó al mayordomo –su único criado– que copiase lo siguiente:
“Yo, Lord Matthew Clever, inventor intelectual de la máquina de vapor Clever (decisiva evolución de sus rudimentarias predecesoras), el globo de aire caliente, la lámpara de aceite y la hélice, les anuncio que recibirán en los próximos años la petición de una nueva patente relacionada con el vapor y un medio de transporte ya conocido. Estimo que los ingenieros que produzcan el invento tardarán al menos una década en adquirir los conocimientos que he alcanzado. Estén atentos.
 
De no haberla visto primero Wilfred Jamison, el destino más probable de la carta hubiese sido la hoguera. Jamison trabajaba en el Registro de Patentes y, aunque su deseo era ser fabricante de máquinas, carecía de la capacidad necesaria. Mas no carecía de sagacidad y ciertas habilidades técnicas. Decidió enviar una carta a Clever prometiéndole que le otorgaría la patente si le mostraba las pruebas. La firmó con el sello oficial del registro, pero no con la rúbrica del jefe como era costumbre, sino con la suya. Clever no esperaba esa respuesta ni ninguna otra, de modo que invitó a Jamison a su residencia para hacerse una idea más clara de sus propósitos.
Al contemplar la mansión, Jamison comprendió por qué Clever no se había molestado en patentar sus inventos. Se imaginó fumando un puro en los amplios pasillos de hierba, mirando por las quince ventanas blancas que jalonaban el edificio y acariciando sus paredes color caoba. Clever debió de leer los ojos ambiciosos de su invitado y le instó a sentarse fuera, en una mesa ubicada en mitad del jardín. El mayordomo trajo una segunda silla y les sirvió té.
–Bien, señor Jamison. Déme una razón para que le enseñe los planos de mi invento.
–Señor Clever, la razón es tan cristalina como los beneficios que supondría la patente.
El anfitrión chascó la lengua, bajó la barbilla y habló en tono desdeñoso mientras negaba con la cabeza.
–Veo que es tan estúpido como sus compañeros del registro.
–¿Por qué lo dice? —preguntó Jamison en un tono de curiosidad científica.
–Por varias razones. En primer lugar asegura que mi patente me proporcionaría beneficios, cuando ni siquiera sabe qué es lo que he inventado. En segundo lugar supone que me interesa el dinero, cuando si así fuera me habría molestado en patentar mis creaciones anteriores. En tercer lugar (y esto es lo más grave y lo más estúpido) pretende engañarme.
–¿Por qué lo dice? —repitió Jamison, con la boca semiabierta y las cejas levantadas.
–Usted no acude en nombre del Registro de Patentes, sino a título personal. Es tan obvio... incluso su expresión de incredulidad es lo más ridículo que he visto nunca.
Jamison apuró su taza de té antes de contestar.  
–Usted supone que soy estúpido. En cambio, yo supongo que usted es inteligente. No albergaba la esperanza de engañarlo por mucho tiempo. Le pido disculpas.
–Muy bien, pero le recuerdo que no estoy haciendo suposiciones, sino afirmaciones. Y ahoga dígame, ¿qué es lo que pretende? ¿Para qué desea ver mis planos?
–En parte es por curiosidad. Mi padre fue maquinista. Siempre se quejaba de su trabajo: horas y horas guiando los carros por tablas de madera que se torcían o partían con frecuencia... Solía llevarse a mi madre porque era la única forma de que estuvieran juntos. Fui engendrado entre los caballos que se utilizan como fuerza de transporte. Por lo que dice en la carta, intuyo que usted podría mejorar eso, ¿verdad?
–¿Mejorarle a usted? Lo dudo mucho. En cuanto a los carros, tal vez podría mejorarlos. Y también podría equivocarse de plano, o de pleno. No sería la primera vez.
Jamison ignoró las ironías de su interlocutor y continuó hablando con tranquilidad.
–Me he apostado una semana de rondas cerveceras con uno de mis compañeros del registro. Él dice que usted es un majadero; yo digo que quizá sea un genio. Tal vez ha inventado de veras el globo, la lámpara de aceite, la hélice y la nueva y mejorada máquina de vapor. En tal caso, me gustaría saber por qué ha guardado esas maravillas… encerradas en su propia mente.  
–Es donde mejor están, a salvo de los políticos y de los curiosos.
–Señor, ¿no cree que es obligación de todos contribuir al progreso? Algunos solo aspiramos a pequeñas cosas. Pero usted, con su cabeza... podría hacernos avanzar diez años en el tiempo.
–Y entonces seríamos todos más viejos. No veo motivos para...
Clever iba a tomar un sorbo de té; una sucesión de estornudos se lo impidió. Un movimiento reflejo de su brazo provocó la caída de la taza, que se partió en numerosos fragmentos.
–Oh, maldita sea.
–No se preocupe.
Jamison se acuclilló, recogió con cuidado los trozos y los dejó encima de la mesa, ante la mirada indiferente del dueño de la mansión. 
–Gracias, pero no requiero de nuevos sirvientes.
–No soy su criado, pero puedo convertirme en su colaborador. Mi padre me enseñó mucho acerca de las máquinas. Si de verdad ha encontrado una forma de optimizar los carros, o algún otro medio de transporte, me encargaría de la aplicación de esas mejoras. ¿No le gustaría ver cómo su creatividad se convierte en la admiración de todo el imperio?
 
Clever se pasó el dedo índice por los labios durante unos segundos, mientras fijaba su vista en el cielo gris que amenazaba tormenta. Después entrecerró sus ojos afilados y escrutó el rostro de Jamison.            
–Así que pretende hacer un trato conmigo. ¿En qué condiciones?
–Repartiríamos los beneficios a partes iguales. Solo ha de prestarme los documentos en los que detalla su creación. Yo me encargo de todo lo demás. Por supuesto, usted figurará como el inventor en el Registro de Patentes.
Clever se levantó de pronto, con tanta brusquedad que tiró varios de los trozos que Jamison había recogido.      
–¿Qué clase de trato es ese? Yo le ofrezco mi inteligencia y usted, a cambio, su mano de obra. ¡Y pretende repartir las ganancias a partes iguales, como si valiera lo mismo la una que la otra!
–Las cifras son negociables.
–No me interesa. En ese acuerdo solo ganaría usted. Ahora márchese de mi casa y no vuelva nunca más.
A la semana siguiente, Matthew Clever vio por primera vez su nombre en una gaceta. The Sensationalist publicó un artículo protagonizado por “un demente que se considera autor de algunos de los inventos más importantes de las últimas décadas”. Como prueba se reproducía la última carta que el loco había enviado al Registro de Patentes. Ningún lord volvió a visitar a Clever y las hiedras siguieron campando en su mansión.