martes, 29 de junio de 2010

Del paracaídas al cielo

A sus 64 años, nadie tenía derecho a decirle cómo debían hacerse las cosas. Él ya sabía todo lo que necesitaba para vivir y para volar. Había combatido en la Segunda Guerra Mundial, al mando de una brigada paracaidista del ejército de Estados Unidos. ¿Cómo iba a admitir a estas alturas que le enseñaran la manera de abrir el artefacto que llegó a ser una prolongación de su propia piel? Qué despreciable forma de insultar su inteligencia. ¡Y encima le recomendaban que hiciera un curso previo, y que se dejase acompañar por un experto? Ja, qué irrisorios han de ser los conocimientos de ese jovenzuelo de menos de 30 años, comparados con los que él ha atesorado en su vasta experiencia militar, repleta de caídas controladas al vacío para aterrizar en las líneas enemigas y liderar la guerra contra los nazis.

Vio el anuncio unos días antes, en un cartel enfrente de su casa. “Curso de paracaidismo. Salte de la mano de un experto, sin ningún peligro, y disfrute de una experiencia única”. Bien es cierto que para él no sería única, y que la ausenta de peligro le irritaba más que tranquilizarle, pero podía ser una buena forma de recordar los tiempos en que luchaba por devolver la Historia al cauce de la razón. Estaba harto de la vida moderna, de la era de la televisión y de los ordenadores, ese extraño invento que fascinaba a su hijo (a quien no veía desde que cumplió los 60).

Decidido, entonces. Saltaría en paracaídas mañana mismo, sin necesidad de cursos previos ni de que un “experto” le cogiera de la mano. Apuntó el número en su libreta y llamó por teléfono en cuanto llegó a casa.

-Quiero reservar un salto en paracaídas para mañana —dijo en un tono castrense.

Una voz joven y simpática de mujer le respondió al otro lado de la línea.

-Señor, está todo reservado para esta semana. Pero, si lo desea, puedo guardarle una plaza para el próximo jueves.

-Muy bien, así sea —gruñó.

-Le recuerdo que la edad máxima para saltar es 65 años.

-¡No soy tan viejo, maldita sea!

No era tan viejo, pero casi. Cumpliría los 65 años el próximo viernes. El salto sería su regalo: la demostración de que todavía podía ser paracaidista sin ninguna ayuda, a diferencia de todos esos jovencitos a los que había que llevar de la mano y abrirles el cordón de apertura, porque si no se estrellarían contra el suelo a una velocidad infinitamente superior a la de sus neuronas y su tenacidad.

El jueves por la mañana cogió su Jeep verde, esa lata robusta e indestructible con la que había compartido tantos viajes por los desiertos de Texas, California y México. Hacía meses que no lo lavaba, porque el polvo que lo cubría le daba prestigio y honor ante sus ojos. El polvo era el único reconocimiento válido e imperecedero, lo único que se aferraba a la veteranía y el buen hacer.

Condujo hasta el aeródromo a las afueras de San Antonio, donde un helicóptero le esperaba para subirlo a los altares de su juventud. Le adelantó por la carretera un Ferrari descapotable conducido por un joven con gafas de sol. Llevaba la música a todo volumen (una horrible melodía rockera, desfasada antes de nacer). El viejo le miró un momento con furia, antes de que se perdiera por las curvas ondulantes como la estela de un cohete. ¿Qué habría hecho ese joven para merecer un Ferrari? Nada, seguramente. A los jóvenes se lo dan todo hecho, y por eso pueden vivir en la Luna y de la Luna. Esa era la gran noticia del año, la llegada a la Luna. ¡Qué mundo tan absurdo! Los famosos paisajes lunares los conformaban en la tierra las explosiones de las bombas durante la Segunda Guerra Mundial. Pero eso lo ignoraban los jóvenes que ya estaban esperando en el aeródromo. Ninguno debía de superar los 35 años, y casi todos reían y hablaban entre ellos y con los expertos que iban a explicarles lo que él ya había aprendido hace mucho tiempo.

Dos helicópteros reposaban en el centro del aeródromo, que tendría unos 300 metros de longitud. El aire cálido empujaba una nubecilla de polvo que el viejo inspiró, sacando pecho y cerrando los ojos. El fuerte calor le agradaba, aportándole la necesaria dosis de excitación previa al salto. Se acercó con la frente bien erguida hasta el grupo, de 8 personas más dos instructores. Si un solo pastor, con la ayuda de un perro, puede guiar a decenas de ovejas, ¿por qué eran necesarios dos guías para apenas 8 personas? Sin duda los humanos son más estúpidos y difíciles de controlar que las bestias, pensó el viejo.

-Buenas tardes, señor. ¿Usted es Jeff Warrock?

-Sí, soy yo. Estoy listo para saltar.

Unas risitas surgieron del grupo de jóvenes. Warrock dirigió sus arrugas, su tez curtida y sus ojos saltones hacia los chicos. Su dura mirada, que Clint Eastwood aún no había aprendido, apagó al momento las burlas. Uno de los instructores le dijo que primero habría una clase teórica, y que no saltarían hasta la semana que viene, tal y como estaba previsto y como sin duda ya le habían explicado. Warrock chascó la lengua y negó con la cabeza.

-No necesito ninguna clase teórica. Sé mucho más acerca de lo que significa ser paracaidista de lo que vosotros sabréis nunca. Hoy hace un día estupendo, y no voy a esperar hasta la semana que viene. Es más, yo seré el modelo para estos jovenzuelos irreverentes, y saltarán detrás de mí, si se atreven.

Se dirigió a paso ligero hacia el paracaídas plegado, que se hallaba entre el helicóptero y el grupo. Cinco minutos después Jeff Warrock estaba revelando todos los secretos del paracaidismo. Sujetaba el artefacto, de color rojo con manchas amarillas, en su mano derecha, mientras iba indicando con la izquierda el modo preciso de colocar el paracaídas dentro del contenedor, de activar el cordón de apertura, de ponerse el arnés, el casco y las gafas. Las risas de los jóvenes se transformaron en miradas atentas y respetuosas. Sus bocas no se abrían sino para preguntar algunos detalles que no les habían quedado claros, y que el viejo resolvía sin dificultad. Se sentía de nuevo el capitán de una brigada de soldados novatos a los que iba a instruir en los momentos previos a un salto que podía ser mortal o glorioso, pero nunca trivial. Ya no los veía como unos necios malcriados. Eran inquisitivos y tenían ganas de aprender. Los instructores se sentaron humildemente en el suelo junto a los otros, pues era evidente que el último en llegar sobrepasaba en mucho sus conocimientos.

-Bien, ha llegado el momento de observar a un experto en acción. Este helicóptero tiene 6 asientos, así que 5 de vosotros subiréis conmigo.

Jeff Warrock se subió al helicóptero, un modelo azul de pequeño tamaño y de fácil manejo para un piloto como él. Antes de enrolarse en la brigada de paracaidistas había sido piloto de caza y, comparado con la rapidez y precisión que le exigían los aviones enemigos, gobernar el helicóptero era un viaje de placer. Le parecía un pájaro amaestrado y sin personalidad. También había pilotado helicópteros, aunque prefería lanzarse contra el viento antes que resguardarse entre las nubes. No le impresionaban, desde luego, los numerosos indicadores circulares de la cabina ni las dos palancas que debía controlar al mismo tiempo. Los 5 pasajeros incluían a un instructor, que le reemplazaría en el pilotaje del helicóptero cuando se precipitase hacia el vacío.

El viento era leve y el cielo estaba despejado. Las condiciones eran ideales para la navegación, y el despegue y la travesía fueron limpios. Warrock utilizaba la palanca derecha para controlar la dirección, y la izquierda para controlar la velocidad. Los pasajeros se asomaban desde los asientos y observaban admirados cómo el viejo piloto les llevaba hacia algún punto de la atmósfera, desde el que se arrojaría sin mayor protección que un paracaídas. El instructor vigilaba atentamente los movimientos de Warrock y el indicador de la altura. Avisó al piloto de que rozaban los 4.000 metros.

-Ya lo sé. No te preocupes. Calla y mira, que ya te avisaré cuando sea tu turno.

Warrock estaba en su hábitat natural. Si hubiera podido controlar la gravedad, habría construido su hogar en el aire, y si hubiera podido controlar el tiempo lo habría estirado como el viento estira un jirón de nube. Llevaba una década sin volar, y aunque sus capacidades no eran las mismas que 30 o 40 años atrás, se creía invulnerable en el cielo. Allí donde otros, agitados por los aires, temblaban sin decoro; allí donde otros, acosados por el vértigo, cerraban sus ojos, asustados… allí es donde él se sentía más fuerte.

Pero ya no podía posponer el salto definitivo. Advirtió al instructor de que iba a abandonar la cabina, y que debía prepararse para sustituirlo de inmediato. El cambio de piloto se efectuó con presteza, aunque hubo dos segundos en los que el helicóptero se tambaleó sin gobierno y amenazó con caerse en picado, provocando algunos gritos en las plazas traseras. Mas pronto el nuevo piloto recuperó el control y enderezó la máquina.

Jeff Warrock se puso el casco y las gafas y agarró con fuerza el paracaídas, como aferrándose a una mano amiga. La tela tenía un tacto edulcorado, y le pareció menos regia que en tierra. No importaba. El aire le sacudía el rostro sudoroso, le subían las pulsaciones y el sonido del motor se desvanecía entre sus recuerdos. Ya sólo faltaba ponerse el arnés sobre los hombros y despedirse de su tripulación, de sus últimos reclutas. No pudo evitar un temblor en sus dedos mientras fijaba el arnés a sus piernas. Sentía que estaba ante un momento trascendental. Esa excitación inigualable que no había experimentado desde la guerra recorría cada célula de su piel. Ya equipado para el salto, hizo un gesto de despedida hacia sus chicos. Sólo distinguió sombras que le sonreían o le animaban, cerrando sus puños en un gesto de coraje.

Se giró para medirse una vez más, la última, a las intensas corrientes de aire y a la fuerza de la gravedad concentrada sobre su figura. Nada es impedimento cuando la determinación es máxima. Se lanzó al vacío, otra vez sacando pecho, con el orgullo de quien se sabe ganador de la batalla. Cayó a una velocidad de 200 km/ hora, pero más rápido cayeron las imágenes sobre su cerebro, como un torbellino de despedidas. Tuvo tiempo de ver a sus primeros reclutas, a su primer paracaídas, a su primera mujer y a la última y a su único hijo, que ahora estaría enfrente de un ordenador. Cerró los ojos para recrearse mejor en todas aquellas imágenes, y mientras se precipitaba sintió que iba perdiendo peso, que su masa iba descomponiéndose en la atmósfera. Ya no pertenecía a la tierra, sino al cielo. El paracaídas nunca se abrió.

jueves, 24 de junio de 2010

El peso de un recuerdo

Abrió su teléfono móvil, un Nokia de los más baratos. Un mensaje nuevo de Vodafone. Supuso que sería publicidad, promociones, lo de siempre. Pero no. “Le notificamos que es el ganador de un fabuloso viaje para dos personas a Miami. Pase a recoger su premio en cualquier establecimiento Vodafone. Muchas felicidades”. Lo releyó un par de veces. No parecía falso, no había que llamar a ningún otro sitio ni mandar un mensaje para entrar en un sorteo que a su vez desembocaría en otro y que terminaría por quedar vacante, ante la exasperación de los usuarios. Sólo pasar a recogerlo y ya está. Tenía una tienda Vodafone a dos minutos de su casa. Pensó en ir, pero enseguida se le quitaron las ganas: “No voy a ser más feliz en Miami que aquí. Mejor se lo doy a Guillermo para que vaya con su novia”, se dijo.
Llamaron al timbre. Alfonso abrió la puerta y ayudó a Guillermo a colocar las bolsas de la compra.
-¿Cómo estás, campeón?
-Bien, bien, y tú —contestó Alfonso.

Guillermo era su compañero de piso y un gran amigo, salvo por su molesta costumbre de traer a su novia a casa los fines de semana. El piso era pequeño, apenas 50 metros cuadrados de polvo, muebles roídos por el uso, radiadores que a duras penas calentaban, cubiertos doblados en la cocina y vasos de plástico para los invitados. Y de fondo, ruido de obras incesantes. Guillermo jugaba de alero en el CAI Zaragoza, que lo había fichado la semana pasada. Su cabeza rozaba el techo cuando se erguía en sus casi dos metros de altura. Era muy feliz. Un tipo lleno de alegría y de energía, que se despertaba dando botes incluso después de la fiesta más agotadora. Se esforzaba en contagiar su entusiasmo a Alfonso, pero éste era incapaz de dejarse llevar.
-Me ha tocado un premio. Si lo quieres, te lo regalo.
-¿Un premio? ¿Ves cómo no eres un tipo tan desafortunado después de todo? — comentó Guillermo mientras le daba una fuerte palmada en la espalda.
-Un viaje a Miami para dos personas. Puedes ir con tu novia.
-¡Pero te ha tocado a ti, machote! Como mucho podemos ir juntos. Aunque seguro que prefieres irte con la chica de la que me hablaste el otro día, pillín.
-¿Eh? No, no, seguro que Marina prefiere irse con otro. Además a mí no me gusta la playa. Vete con Irene y así no tendré que pasarme el viernes dando vueltas por ahí para que vosotros… Cógelo o se lo daré a mi hermano, a Javi o a Marta.
-¿De verdad me vas a regalar tu premio?
-Sí. Toma, coge el teléfono y recoge los billetes.
-Está bien, si no quieres ir… Muchas gracias tío, eres un amigo.
Guillermo le estrujó la espalda con sus brazos y Alfonso estuvo a punto de quedarse sin respiración. Recogió el teléfono, abrió la puerta y ya se iba a marchar corriendo a la tienda, pero antes le preguntó una última vez.
-¿Estás seguro de que…?
Alfonso sonrió unos milímetros a la vez que asentía con la cabeza. Cuando su amigo se hubo marchado, se hundió en el sofá naranja del salón. Miró por la única ventana de la estancia y entrevió en el tercer o cuarto piso del edificio contiguo a una pareja de ancianos que veían juntos la televisión. Después bajó la vista hasta descubrir a dos jóvenes que se besaban furiosamente, como si quisieran agredirse con los labios. Los observaba con un interés casi científico. La chica, una morena de ojos azules y labios carnosos con la que solía soñar, se dio cuenta de sus miradas furtivas y bajó la persiana. Cerró los ojos y trató de imaginarse qué ocurriría a continuación. Un pitido del Nokia le tornó a la realidad. Un mensaje de Guillermo:”Se lo e contao a irene y sta muy feliz nos vams a tmar algo grax tio”.

Lanzó un suspiro profundo, como si quisiera aspirar en él todas sus penas. Se había acostumbrado a los suspiros mucho más que a las sonrisas, y a las lágrimas mucho más que a las carcajadas. Siempre que se sentía triste, la fotografía del rostro de su padre ejercía de poderoso imán. Estaba situada debajo del televisor, en un marco de madera de nogal. Cuando la tristeza le aguijoneaba fuera de su casa, dirigía sus pensamientos en lugar de sus miradas a la memoria de su padre. Falleció a los 46 años recién cumplidos. Era el candidato del partido que iba a ganar las elecciones, pero le sobrevino un infarto y murió durante la jornada de reflexión. Desde aquel trágico suceso, Alfonso no recordaba la alegría. Perdió su infancia y su juventud y se completó el círculo de su orfandad y de su tristeza.

Miró a su padre y vio algo distinto. Se fijó en sus ojos y su sonrisa. Alfonso sabía de sobra que su expresión cuando fue fotografiado era radiante: amplia sonrisa plateada, ojos de verde vivacidad, cabello oscuro recién ordenado por su peluquero en una raya geométrica. Pero ahora su sonrisa se había desvanecido, su pelo se había desordenado e incluso había aparecido una barba rala que le cubría toda la barbilla. Su rostro asemejaba al de un muerto, de no ser porque dos lágrimas caían de sus ojos, de pronto ensombrecidos.
Asombrado, Alfonso miró el retrato sin parpadear, sin mover un músculo. Pero sus ojos siguieron trabajando como un engranaje silencioso. Una lágrima cayó sobre su pecho. Al notarlo, parpadeó varias veces. Cuando volvió a mirar la fotografía de su padre, vio restablecidos el peinado, la sonrisa y la alegría de sus ojos verdes.
Se levantó con sigilo, indeciso ante aquel misterio. Se arrodilló junto al retrato y lo observó de cerca. Acarició el marco, que no había tocado desde que lo ubicara debajo del televisor. Su tacto era suave, parecía que la madera le acariciaba a él. Tanto se acercó a la foto que llegó a tocar con su nariz la nariz puntiaguda de su padre, casi igual que la suya. Cuanto más observaba, más forzada le resultaba su sonrisa y más falsos sus ojos. Era la típica expresión electoralista de un candidato a la presidencia del Gobierno. Esa foto se la tomó después de un discurso en Madrid, pocos días antes de su muerte. Alfonso recordaba la fecha: el 13 de marzo de 1984. Ese día se celebró el Campeonato de Natación Infantil de Zaragoza, en el que terminó en segunda posición. Su padre se disculpó por teléfono horas más tarde por no haber podido acudir al sueño de su hijo. Alfonso no volvió a nadar.
Decidió coger la foto y llevársela con la esperanza de alejar su tristeza. La agarró por el extremo superior izquierdo y trató de levantarla. Pesaba mucho, tanto que no pudo moverla ni un centímetro. Lo intentó con las dos manos, apoyando sus piernas en el mueble que sujetaba la televisión para hacer palanca… pero no hubo manera de moverla ni un centímetro. Ahora la sonrisa de su padre se burlaba de él.
Volvió a sentarse en el sofá, jadeante y perplejo. Aquello era ridículo. Cuando puso el retrato de su padre debajo del televisor, no recordaba que le hubiese costado el menor esfuerzo. ¿Acaso la foto se había ido alimentando de toda su desdicha? ¿Era ése el motivo de su peso inhumano?
Alfonso fue a lavarse las manos al cuarto de baño. Mientras se limpiaba, sentía el ojo escrutador de su padre atravesando las paredes, vigilándolo. No podía seguir viviendo con él, o lo que restaba de él. Cogió el Nokia y llamó a Guillermo. Le dijo que tenía un problema grave, que necesitaba su fuerza física. Guillermo apareció en menos de diez minutos.
-¿Qué pasa, Alfonso?
-Se trata de mi padre. No quiero seguir viviendo con él. Quiero desprenderme de su recuerdo.
-¿Cómo dices?
-Por favor, coge la fotografía de mi padre, la que está debajo de la televisión. Cógela y sácala de aquí.
-Pero esa foto es muy importante para ti. ¿Estás seguro de que…?
-Hazlo, por favor.
-Espera. ¿Me has llamado sólo para eso? Podías hacerlo sin mi ayuda. ¿Seguro que estás bien?
-Sí. Pero yo no puedo moverla. Me pesa demasiado.
-Eso es absurdo, Alfonso. Una foto no pesa dos toneladas.
-Esta foto sí. Lo he intentado de todas las maneras. Quizá entre los dos podamos…
Guillermo lanzó un suspiro impaciente y se acercó al retrato. Lo levantó sin el menos esfuerzo.
-¿Lo ves? No pesa nada. Toma, cógela.
Sin que tuviera tiempo de reaccionar, Guillermo le lanzó la foto a Alfonso, que estaba a un metro escaso de distancia. Alfonso trató de atraparla, pero, en cuanto uno solo de sus dedos entró en contacto con la madera, se hundió ante su peso. Cayó al suelo de espaldas y se retorció, tratando en vano de levantar la foto y enderezarse. Parecía al borde de la asfixia cuando Guillermo, asombrado y horrorizado, le arrancó la fotografía de los dedos.
-¿Qué demonios…?
-Te dije que pesaba demasiado.
Alfonso se levantó del suelo y, mientras recuperaba la respiración, miró la imagen de su padre con un miedo reverencial.
-Tenemos que deshacernos de ella. Tírala por la ventana. ¡Ahora mismo!
No tuvo que repetírselo. Guillermo abrió la ventana y arrojó la foto hacia la calle, lo más lejos que pudo. Era un día ventoso, y el aire se la llevó en pleno vuelto. Fue golpeando las paredes del edificio contiguo antes de perderse, como si quisiera dejar una señal. La madera chirriaba con violencia, enfrentada al ladrillo. Tras unos segundos que se prolongaron hasta lo indecible, al fin dejaron de verla y oírla.
-Ya pasó, Alfonso. Ya pasó.
Guillermo lo envolvió en un abrazo todavía más fuerte del que le había dado cuando le regaló su viaje a Miami. Después de las muestras de afecto, Alfonso fue al baño para lavarse las manos. Mientras lo hacía, se sintió otra vez observado. Pero ahora desde dentro, como si tuviera dos ojos verdes y una sonrisa siniestra en su intestino.

miércoles, 9 de junio de 2010

Traición fraternal

Como por algo hay que empezar, voy a publicar mi relato más exitoso hasta la fecha, pues ha sido seleccionado por la editorial Kit Book para ser publicado el próximo 30 de junio. Muchos ya lo habréis leído... y a alguno os regalaré el libro, pues adquiero 10 ejemplares por ser uno de los autores.


Traición fraternal


Otra vez se ha encerrado en su habitación. Oigo cómo aporrea su portátil. Lleva dos o tres horas sin parar, y lo más probable es que se pase así toda la tarde. Las palabras son la única grieta de su hermetismo.

A mí siempre me ha gustado escribir, pero soy un tipo sensato y sé que los libros no dan de comer. Ya lo dijo Azaña hace muchos años: la mejor manera de guardar un secreto en este país es escribirlo en un libro. Pero Azaña no dijo que hay un lugar todavía más seguro para guardar un secreto: dentro de uno mismo. Mi hermano guarda en su interior suficientes secretos para escribir una enciclopedia. O eso, o directamente no siente nada. La verdad, nadie lo sabe. Mi hermano apenas habla, y sin embargo escribe mucho. Se pasa el día en casa leyendo libros, mezclando situaciones novelescas, inventando personajes. Y, por supuesto, estudiando gramática. Escribe con verbo grácil, nombre concreto y adjetivo preciso. Aunque es difícil juzgar a un miembro de tu familia, yo diría que escribe muy bien. No es un genio, pero tiene un don. Es capaz de expresar en palabras emociones que jamás ha experimentado, al menos de un modo perceptible para el resto del mundo.

Yo, su único apoyo desde que murieron papá y mamá, sólo había sido capaz de vislumbrarle en una ocasión un atisbo de sentimiento. El milagro ocurrió cuando le conté que había logrado que le publicasen su novela La soledad de un ángel. Me pareció que alguien del más allá le dibujaba una sonrisa en sus labios pálidos, que una luz se encendía en sus ojos oscuros, que su carrillo adquiría un tono sonrosado. Pero la ilusión se disipó con la velocidad de un misil. Enseguida volvió a encerrarse en su cuarto a teclear con mayor ímpetu si cabe.

Salía muy poco de casa, sólo para comprar el pan si yo se lo pedía. Todos mis amigos se llevaban una sorpresa cuando les revelaba que tenía un hermano. No sé si era feliz, pero al menos estaba tranquilo. Los problemas surgieron cuando en la editorial llamaron para decir que el libro se estaba vendiendo muy bien, y que iban a publicar una segunda edición. El éxito de su novela no se apaciguó en los siguientes meses, y las ediciones se fueron sucediendo. Y no sólo eso. Escribió dos libros más, que no tardaron en situarse en la temible lista de los superventas. Quiero pensar que, en esta ocasión, la calidad literaria se correspondía con el valor comercial de la obra. El caso es que el nombre de mi hermano empezó a sonar más fuerte que sus agresiones a las teclas.

Tuve que convertirme en su agente literario. Ya no bastaba con revisar mínimos aspectos de ortografía, llamar a un amigo editor y enseñarle el producto como la primera vez. Tenía que acudir a muchas editoriales y negociar las condiciones: los porcentajes que se llevaría el autor, el tiempo de duración del contrato y el número de ediciones que comprendería, el precio mínimo del libro, el anticipo… La anécdota de la primera publicación transformó mi forma de vida. Nunca dejé mi oficio de abogado, pero fui confinándolo cada vez más, porque trabajar para mi hermano me daba mayores beneficios. Podía disponer con libertad de su dinero, pues nunca quiso emplearlo en nada. También tuve que doctorarme en disculpas ante los periodistas: enfermo, cansado, ausente, ocupado, estresado… ya no sabía qué decir para negarles las entrevistas. Y era yo el que me estaba estresando de verdad.

No sé en qué momento ocurrió. Durante todos estos años, no sentí otra cosa hacia mi hermano que compasión. Pero su inesperado éxito, y el trabajo que me ocasionaba, empezaron a generarme cierta frustración. Al principio intenté descifrar los códigos de su literatura. ¿Cómo podía provocar tantas emociones en los lectores, cuando no habría sido capaz ni de mirarlos a la cara? No podía explicármelo, ni yo ni él. Ahora lo entiendo, ahora veo coexistir su incapacidad en armonía con su talento. Pero en mi ceguera, en mi envidia… le presioné. Le dije que se acabó. Que ya no iba a ser su agente ni a responder por él ni a buscarle editorial nunca más. Entonces creí percibir en su rostro una segunda emoción. Bajó la mirada como hacía siempre cuando se le terminaba de hablar. Pero lo hizo de un modo distinto, más lento, más solemne, más pronunciado... Su cabeza descendió a la altura de su pecho y se quedó mirando el suelo con fijeza. Esperé un rato y lo observé con severidad. Sabía que era un gran conocedor del lenguaje. Si era capaz de escribir de esa manera también tenía que hablar con fluidez, no con monosílabos o frases cortas como solía hacerlo.

Lo único que dijo fue “entiendo”, con un tono que podía ser triste, indiferente o glacial, pero nunca alegre.

-¡Tú no entiendes nada, maldita sea! —y cerré de un portazo.

Me fui al salón y me conecté a Internet con mi ordenador portátil. No quería saber nada de mi hermano, pero enseguida recibí noticias suyas. Esta vez sonaron nerviosas, titititi, pausa, titititi. Tomé una decisión repentina.

-Falta pan y yo estoy muy ocupado. Ve a la panadería ahora mismo.

Mi hermano salió corriendo. Huyó de mí. Entonces me introduje en su habitación, un espacio pequeño y agobiante por la acumulación de libros situados en desorden desde el suelo hasta el techo. Tiré unos cuantos mientras me abría paso hasta su ordenador, un modelo HP ya anticuado. Armado con un Pen Drive rebusqué en sus archivos y los copié todos. Justo estaba saliendo de su cuarto cuando él llamó. Nunca cogía las llaves, esperaba a que yo le abriese.

En cuanto volvió a encerrarse en su habitación, inspeccioné uno por uno sus documentos. El título de todos ellos incluía la palabra ángel, pero la mayoría estaban casi vacíos. Apenas había escrito unas palabras: montaña, desierto, rivera, locura, silencio. Pero había un archivo, titulado La soledad de un demonio, de 252 páginas. Supuse que era la novela en la que estaba trabajando durante los últimos meses. Empecé a leer con avidez. La historia trataba de un joven huérfano que se iba a la guerra civil. Allí se transformaba en un lobo hambriento de sangre, que ejecutaba por cobardes a varios de sus compañeros en el frente de batalla. Los cinco capítulos anteriores llevaban nombres de episodios históricos y el que estaba apenas comenzado se titulaba La batalla de Cartagena, que fue la última ciudad en rendirse a los franquistas. Por el desarrollo de los acontecimientos (cuya crudeza se acrecentaba en cada capítulo), se me hizo obvio que la novela acabaría a la vez que el conflicto.

Decidí que ya estaba bien de hacer el trabajo gris para mi hermano. Esta vez yo tendría un papel decisivo en la creación: sería el encargado de terminar su obra. Durante las semanas siguientes me taladré la cabeza en busca del final más adecuado, y estoy seguro de que él hacía lo mismo. A veces nuestros teclados sonaban simultáneamente, pero con distinto ritmo: el mío disperso, irregular, como una sinfonía cuyo director vacila… el suyo firme, tenaz, decidido.

Dudaba entre matar al protagonista u otorgarle las condecoraciones de mayor distinción, de la mano del Generalísimo. Opté por la segunda alternativa, confiando en que los lectores clamarían de indignación y eso les pondría contentos. Cuando estuve satisfecho, envié las 303 páginas a las principales editoriales con las que ya tenía tratos. Una tras otra, rechazaron mi propuesta. Decían que el final no era el adecuado, que rompía el tono de la obra, y sugerían cambios en las últimas cincuenta páginas. Lo demás estaba impecable.

La frustración creció dentro de mí como un tumor. Desesperado, mandé de nuevo al escritor mudo a comprar el pan, para ver de qué forma había resuelto su libro. Él mató al protagonista en la batalla final de Cartagena. Su compañero más allegado lo traicionaba, arrojándole una granada por la espalda cuando había prometido cubrirle. Tras leer aquello, fui a buscar a mi hermano a su reducto y lo abracé con todas mis fuerzas.

Estreno

Hola a todos. Hoy me he decidido a entrar de lleno en el mundo de los blogs, después de un par de incursiones poco decididas en el pasado. Como saben quienes me conocen, tengo vocación de escritor. Empecé a escribir cuando apenas era un niño, y mi desbordante imaginación sólo alcanzaba para elaborar rudimentarias continuaciones de las series de televisión o los libros que leía. Durante mi adolescencia creo que sufrí algún tipo de amnesia, y me olvidé por completo de mi vocación literaria. Pero, desde que inicié mi andadura en la universidad hace dos años, he ido recuperándola poco a poco. Mi intención con este blog es ir colgando algunos textos literarios que me vayan surgiendo. Si alguien disfruta con ellos me sentiré satisfecho.