miércoles, 28 de septiembre de 2011

Desamor

No seré yo quien ponga una flor en tu epitafio. No voy a sobrevivirte ni a sobrellevarte. No voy a amarte más de lo razonable. No voy a querer que vuelvas, si tú quieres irte; ni iré a buscarte, si quieres que me marche.

Prefiero ser impermeable y no mojarme mientras me doy un beso, contigo o con otra, o acaso con una sombra. Prefiero una cita a solas, conciliar todas mis partes, acallarte y acallarme.

Hoy voy a cerrar este capítulo que compusimos a ciegas, sin tiento, sin otro concierto que el de tus recovecos. Hoy me suena todo como un golpe seco y distante, un mazazo merecido por exprimir el jugo de lo extinto. Una ola de calor y una ola de frío recorren mi cuerpo y trastocan los efluvios que desprendes. Una gota de lluvia entre un jirón de fuego compuso el tablero de este juego. Dos velas se derriten, pero ninguna llora; las dos se rozan. Al mismo tiempo, se deshacen: es su digna forma de solidarizarse.

Ya no me veo reflejado en este charco. Ya no me comporto como un niño, sino como un árbol. El néctar de mis versos es amargo, el rizo de tus labios se ha combado, la temperatura del encuentro no ha cristalizado. Mis latidos son perezosos, no siguen el tambor de tus pasos ni el tacto de tus abrazos. Es evidente, para qué negarlo: la magia entre nosotros se ha apagado.

jueves, 22 de septiembre de 2011

¿Consumir hasta consumirte?




Pocos símbolos ejemplifican tan bien al consumismo como las palomitas. Desbordadas en sus recipientes, siempre a punto de caer en el tráfago de las butacas, por muy excesivo que en un principio se nos antoje su número siempre sentimos un vacío cuando la bolsa ha quedado saqueada por nuestra glotonería.

¡Y qué decir del centro comercial! Perfumado por aromas invisibles, refulgente de colores, hogar de interminables filas de escaparates lascivos, pretende diseñar en nuestra mente la idea de un paraíso accesible. La cartera es el pasaporte universal que abre sus delicias.

¿De verdad es para tanto? Yo me limito a pasar de largo ante las vitrinas, llenas de vacío, que tropiezan en mis ojos. Me pierdo en esta marea vacua. Tan solo me detengo en la sección de libros para ojear algunas obras. Releo la última página de “El amor en los tiempos del cólera”, de García Márquez. Sin comprar nada, he hecho mi elección.

sábado, 17 de septiembre de 2011

El faro


Tu luz generosa, como un pequeño sol en las tinieblas,
ilumina siluetas y formas de barcos arrogantes.
El alivio que suscitas enseguida se torna indiferencia:
te da igual desplante el velero que el transatlántico.  

Tú tampoco haces distinciones;
no conoces otro lenguaje que el de entregarte a cada marinero que te observa.
Salvo la soledad, nada te guardas para ti.
Lluvia frágil que se derrama en el océano insensible,
digna farola de los mares,
¡cuánto quisiera ser tu huésped, una noche!
Porque la soledad del faro es la soledad del hombre.

lunes, 12 de septiembre de 2011

¿Qué es el lenguaje?



Ruido y música, forma y fondo, humo y claridad, manipulación y firmeza, mentira y justicia, negocio y solidaridad, cárcel y escape, barro y cielo, oscurantismo y divulgación, medio y fin, tortura y placer, razón y sentimiento, cardo y rosas, apariencia y origen, muerte y nacimiento, desvío y destino, incapacidad y cualidad, debilidad y fortaleza, sombra y luz, obsesión y esperanza, guerra y amor, frialdad y calor, desgarro y caricia, burla y broma, desierto y océano, espejo y venda, diccionario y poesía.

El lenguaje es nada, el lenguaje es todo.

lunes, 5 de septiembre de 2011

Prisionero de un corazón



Hace ya muchos años que me encerraron en este corazón. Me he acostumbrado a tocar sus venas como se palpan los barrotes de una cárcel. Ellas constituyen el límite de mi mundo. También me he habituado a los baños de sangre periódicos. Cada cierto tiempo (tal vez diez o doce mil latidos) un chorro de sangre empapa mi cuerpo desnudo. Ya no distingo su olor del barro. Dejo que se deslice por el pelo hasta salpicar mis pies y aguardo el siguiente baño con resignación.

Aquí dentro no se respira mal, pero no se oye nada en absoluto, salvo el sonido amplificado de los latidos. Mis orejas danzan al compás de un tambor monótono. Abro y cierro los ojos sin notar apenas diferencia. Las paredes rojas que me circundan apenas poseen textura entre mis dedos. No sé si ha sido el corazón o los años, pero todos mis sentidos se han embotado progresivamente.

Ha transcurrido tanto tiempo que ya no recuerdo cómo me acabaron encerrando. Sí me acuerdo un poco del principio: la ilusión de un amor que nunca llegó a desvanecerse. No retengo el rostro de la persona a la que amé; tan solo mi obstinación en amarla, mi cabezonería en perseguirla. A veces pienso que la memoria y los latidos son lo mismo. Quizá estoy en el sitio adonde siempre quise llegar. Quizá me introduje tan dentro de ella que ya no puedo salir. Tal vez fuimos muy felices durante varios años. Pero no recuerdo nada. Es como si ya hubiera nacido en este corazón. De nada sirve engalanarse la mente con pensamientos bonitos. Lo único real es que estoy aquí dentro, vegetando entre las venas y arterias de un órgano desconocido.

Desconocido… esa idea me provoca el deseo de escuchar mi propio corazón. Nunca antes se me había ocurrido. Al fin y al cabo, ¿qué importancia ha de tener, si se halla encerrado dentro de otro cinco veces más grande que mi cuerpo? No lo oigo... puedo mesarme los cabellos o acariciar mis párpados, pero por más que empuje la palma de mi mano hacia el tórax, buscando con ahínco una señal de vida interna, soy incapaz de percibir ni el más leve latido.

¿Puede un corazón trabajar en silencio? No, ese concepto carece de consistencia. No es posible bombear la sangre sin dejar un rastro que el oído capta sin dificultad. Pero, siguiendo esa lógica… siguiendo la única lógica que existe… se diría que no tengo corazón. Y entonces no funcionaría mi cuerpo, del mismo modo que no piensa un humano al que se le ha desconectado el cerebro.

¿Y si…? ¿Y si este corazón que me abruma, tan viejo como mi memoria…? ¿Y si estoy encerrado dentro de mi propio corazón…?