miércoles, 11 de mayo de 2016

El lenguaje perfecto



He estudiado decenas de lenguas (indoeuropeas, afroasiáticas, sinotibetanas, austronesias…), he aprendido varios alfabetos y he dedicado mi vida a la traducción y a la lingüística. En vano. Ahora lamento con amargura haber perdido tanto tiempo en actividades estériles y temo que, a mis cincuenta años, sea demasiado tarde para desarrollar la empresa más ambiciosa de mi vida: la invención de mi propio lenguaje. 

Llegué a albergar esperanzas en el taushiro, un idioma practicado al norte de Perú por la etnia pinchi. Por desgracia, cuando viajé a este perdido rincón del planeta, dilapidando mis ahorros y mi paciencia en unas vacaciones infernales, descubrí que los pinchi casi habían desaparecido. No solo eso. La única persona del mundo que hablaba con fluidez el taushiro se negó, pese a mis reiteradas súplicas, a enseñarme los secretos de su lengua.  

Hoy he abandonado toda ilusión por hallar un idioma ya creado que permita expresar mis ideas y pensamientos (si escribo en castellano es por pura resignación). Pero sigo empeñado en inventar un lenguaje personal que se adapte a mis vicios y necesidades, a mi torpeza y a mi vanidad. No pretendo por ahora convertirlo en el nuevo esperanto. Me conformaría con que mis seres queridos – la familia más próxima y algunos amigos – se animaran a aprenderlo para poderles decir, entre otras cosas, cuánto les aprecio. 

Debo confesar, sin embargo, que mi iniciativa no está recibiendo el apoyo que esperaba. Mi esposa no tardó en abandonarme cuando vio que pasaba el día entero y parte de la noche encerrado en mi estudio, ensayando sonidos guturales y caligrafías indescifrables. Menos aún tardó mi jefe en despedirme de la agencia de traducción en que trabajaba. El banco tampoco se demoró en exceso en desahuciarme y por eso malvivo ahora en una mísera pensión. Si no mejora mi estado, voy a tener que alimentarme de la infinidad de folios que arrojo al suelo a medida que descarto los caracteres que aspiraban a convertirse en las vocales de mi revolucionario alfabeto.    

Los problemas resultan irresolubles porque no consigo librarme de la influencia de los idiomas que he estudiado, de tal manera que mis vocales se transforman en engendros deformes con apófige de una letra china, vértice de otra árabe y ojal de una alemana. Lo que yo pretendo es encontrar la expresión perfecta de cada pensamiento insinuado, de cada maldad irónica y de cada chispazo que prende un fugaz sentimiento. Si por un lado temo haber comenzado demasiado tarde, por otro lamento que quizá no he tenido suficiente tiempo para conocerme con la intimidad que requeriría una labor tan ingente y compleja.

A veces caigo en los pozos del desaliento, sobre todo cuando me da por pensar que no bastaría un único lenguaje. Requeriría de uno propio solo para entenderme a mí, y de otro para comunicarme con los demás con la eficacia total y la belleza depurada a que aspiro. Tal vez ni siquiera esto sea suficiente y necesitara crear un idioma para hablar con mi hermano, otro con mi madre, un tercero con mi ex mujer (si algún día me devolviera la palabra)… lo que encallaría el proyecto en las arenas de la utopía más inalcanzable. Si ni siquiera he recibido ayuda de mis seres queridos para estructurar los elementos fundamentales de mi idioma, ¿cómo puedo esperar que se tomen la molestia de construir otros que, una vez superadas las dificultades iniciales, llegaran a convertir nuestra comunicación en un remanso fluido, en lugar del campo de minas en que con tanta facilidad se deshacen las lenguas comunes?    

No, es evidente que en solitario no puedo conseguir que el entendimiento entre los seres humanos prospere. Antes debería realizar apariciones en los medios de comunicación para concienciar a la ciudadanía de los infinitos beneficios que obtendríamos si lográramos construir el lenguaje perfecto. Se acabarían ambigüedades y malentendidos, los políticos no podrían engañarnos con sus artificios dialécticos y, en último término, la humanidad alcanzaría un estadio glorioso en que no habría logro artístico o científico que se nos resistiera. 

Pero sigue existiendo una barrera esencial que bloquea todo el progreso: no soy capaz siquiera de inventar un lenguaje que me represente. Si no muestro a amigos y familiares, a líderes de opinión y a cualquier internauta un solo exponente de mi idea, un idioma completo con sus vocales y consonantes, sus sonidos, su gramática y su diccionario, ¿quién me tomará en serio? 

Temo que no pueda persuadirme ni a mí mismo. Me hallo atrapado en categorías mentales prisioneras de los imperfectos lenguajes que conozco, a través de cuyas nieblas y lagunas escribo, pienso y hablo. Creo que es imposible alcanzar el lenguaje perfecto partiendo de otros manchados por fallas de bulto (y no hay ninguno que se libre, ni siquiera el prometedor taushiro). Ello me conduce a una terrible conclusión: he perdido a mi esposa, me he alejado de familia y amigos y me han echado del trabajo por perseguir una meta imposible que solo ha servido para detenerme en la nada. ¡Maldigo el día en que descubrí esta ficción lingüística y me rebelé contra ella!

O quizá me esté precipitando en el juicio. ¿Cómo saberlo, si a su vez se encuentra limitado por la intrínseca falsedad de cualquier proposición fundamentada en un lenguaje impreciso? 
   

lunes, 2 de mayo de 2016

El esclavo de Google

Trabajo ocho, nueve horas diarias al servicio de Google. No en Google, sino por y para Google. Para que el buscador se digne a colocar en la primera página de resultados a las empresas que me pagan por ello. No es tarea sencilla. Google tiene más pretendientes que Miss Venezuela. Todos lo (¿la?) desean. Él (¿Ella?) sabe que su poder es absoluto. Exige constantes sacrificios que va modificando a su libre albedrío. Las pruebas de amor que un día lo conquistaron ya no sirven ni para merecer su compasión.   

Al tirano le sobran argumentos. Necesita mejorar sus algoritmos, lograr que piensen como un ser humano. Y para ello no duda en destrozar el trabajo de miles de personas que, como yo, hemos asumido la condición de humildes siervos del gigante tecnológico. Sus vaivenes emocionales nos provocan sacudidas del estrés, horas extras no remuneradas ni numeradas, falta de sueño y, en casos graves, ataques cardíacos. 

Yo me esfuerzo en rendir a mi amo el tributo que requiere. Escribo afanosamente en busca de su complacencia, aplaco sus furores para que no arruine a mis clientes mandándoles al abismo de la página cincuenta. No me importa desnaturalizar el lenguaje ni desprenderme de cualquier concepto estético del idioma. Repito una y otra vez los términos que necesito que posicione, como repiten una y otra vez sus plegarias los creyentes que suplican el favor de sus dioses. Y espero. Porque la respuesta nunca es inmediata. A Google no se le conquista con un rápido guiño. Exige sumisión cada día del año, y fustiga al que no entiende a la primera sus crípticas profecías. Sobre todo, no tolera que intenten engañarlo. 

Lo que escribo ya está escrito. Lo han redactado otros antes que yo, pero no puedo limitarme a copiarlo. Debo utilizar sinónimos, cambiar el orden de las frases, alterar levemente el significado. Porque si hay algo que Google no soporta es que sus esclavos nos plagiemos unos a otros. 

Nada se le escapa al Dios Buscador. Siembra en sus dominios el reino del terror; su castigo es severo y arbitrario.  Cuenta con millones de espías, conocidos como “arañas”, que nadie ha visto nunca pero que siempre lo ven todo. Atrapan en su telar cualquier desviación de las reglas y la penalizan sin demora. Porque, si para conquistar el frío corazón de Google se requieren meses o años de dedicación, para encender su cólera basta un error minúsculo, una pequeña treta argüida por un estafador de poca monta.    

Como reflejo más o menos fiel de la sociedad, en Internet importan más las apariencias que lo verdadero. La Red se llena de artículos repetidos, pero aparentemente originales. Google ostenta todos los poderes. Define lo que debe y no debe mostrarse, las respuestas correctas a los eternos conflictos humanos: “¿Qué es el amor?” “¿De qué color es el vestido?” Los dilemas que han atormentado durante milenios a insignes filósofos, los resuelve el buscador en décimas de segundo. 

Y funciona. Porque yo soy el escribiente de Google, que vive en vilo de sus caprichos. Pero el resto del mundo, que no conoce mi trabajo ni el de mis silenciosos compañeros, está feliz con los resultados, satisfecho de que una web solucione su problema o alivie su desafección.

Me pregunto si esclavos somos todos.