miércoles, 25 de diciembre de 2019

Adicciones


Crees controlarlo. Solo tomas una pastilla, nunca más de tres copas. Solo apuestas el fin de semana. Con el tiempo, las normas se flexibilizan. Cada día un poco más. Por una vez no pasa nada. Hoy tienes algo que celebrar, mañana algo que lamentar. El consumo aumenta, pero sigues engañándote sobre tu capacidad de gestión.

Si quisiera podría dejarlo, aseguras ante los otros o en tu fuero interno. Pero en realidad no lo intentas. No tienes el menor deseo de reducir o anular tu adicción. Se ha convertido en tu compañera más fiable y en tu mejor confidente, a la que puedes recurrir cuando lo demás falla: la víbora que te abraza sin juzgar, aportándote la relajación o la adrenalina que compensa los sinsabores de la vida diaria.

No lo necesito. Solo es una forma de divertirse como otra cualquiera, te dices a ti mismo. Pero si no lo tienes te pones nervioso. El mundo se torna gris y cualquier cosa se convierte en una molestia insufrible. Llega un momento en que te ocultas de la gente, porque no comprenden la intimidad que mantienes con tu adicción (aunque, por supuesto, no la denominas así, esa palabra suena muy mal y no hace justicia a la naturaleza de vuestra relación).

Te hundes en la adicción, nadas en ella huyendo de ti y de los demás. Lejos, muy lejos, quieres distanciarte de quienes no te entienden, de los que se niegan a aceptar tus excusas (aunque tú las llamas razones o motivos, los tienes de sobra para comportarte de esa manera). Dejad de meteros con mi vida privada. ¿Qué os importa a vosotros?, gritas inflado de rabia.

Ya estás a solas con ella. Por fin ha conseguido tenerte en exclusiva, apropiarse de ti. Tu salud, tus finanzas, tu estado de ánimo se resienten. Por mucho que aumentes la dosis, no logras el estallido de adrenalina o la dulce evasión que mecía tu mente con la suavidad de una brisa marina. Los mundos ilusorios que se abrían ante ti, los goces sinfín se han convertido en un pasillo oscuro, interminable, cuyas salidas han quedado cercenadas por tu propio orgullo.

Tu cuerpo y tu cerebro claman por otra dosis. Estarían dispuestos a cualquier sacrificio, a cualquier humillación por recuperar una dosis que les devolviera la sensación primigenia. Pero no hay forma de conseguirlo. Ni siquiera combinando varias adicciones alcanzas el mismo resultado. Nada basta, y los periodos en los que no puedes permitirte tu dosis se tornan pozos negros de los que emerges con dificultad creciente. Tu memoria se vuelve confusa, tu propio rostro se ha convertido en un fantasma y tus músculos pesan tanto que a duras penas logras moverte.

En tus escasos momentos de lucidez, comprendes que una nueva dosis quizá resultaría mortal. Pero también seguir sin ella se parece a la muerte. Y te preguntas si no será la muerte lo único que te permita recuperar por un instante el placer perdido, antes de desvanecerte en el que, a estas alturas, se antoja el único desenlace posible.

A lo mejor todavía haya algo en la vida por lo que merezca la pena luchar. Pero el pasillo donde te asfixias es tan angosto, y la opresión que sientes en el pecho tan fuerte, que no alcanzas a imaginar de qué se trata. Tal vez una mano amiga podría sacarte de este infierno, mostrarte un camino lleno de pinchos y esperanza, una crucifixión con final feliz. Pero has mordido cada mano que quiso ayudarte, has arrojado al vacío todas las llaves y las puertas de salida se han desvanecido para siempre.

Tu vida es este pasillo. La adicción te domina por completo, y no te dejará escapar hasta que le hayas entregado la última gota de tu ser.      

martes, 5 de noviembre de 2019

Mala memoria


Hoy me di cuenta de algo trágico: no me acuerdo de casi nada. No recuerdo mis viajes, no recuerdo el rostro de viejos amigos, no sé qué comí ayer. Una memoria pobre es el caballo de Troya de la imaginación. En ausencia de recuerdos firmes, solo nos quedan los embustes. A falta de creencias, espejismos de paja. Nos entregamos a frágiles materiales, a consejos estúpidos seguidos a pie juntillas.


El surrealismo es pureza. Las luces que parecen alumbrar desmontan el circo de la memoria. El terremoto de la lógica ha sido arrasado por el vendaval de la fantasía. La magia se ha convertido en ropa tendida que apestará al amanecer. La guerra es aquello que sucede entre el orgasmo y la menopausia. Las mujeres duermen cuando los topos aúllan desesperados como lobos en medio del desierto.

El combustible de la realidad ardió en el caldero de la ficción. De sus brasas surgió una llama líquida que incendió tres planetas por capricho: no se alinearon con su estrella.

La luz celeste se refleja en el dedo de un chimpancé cojo, que en vano trata de atraparla para hacerse un sombrero. Los insectos caen sobre mí como la sombra de una trinchera.

La naturaleza de la existencia es el olvido. Se han extinguido millones de especies sin que les hayamos dedicado ni una triste poesía. Y nosotros aún esperamos alcanzar un sentido de trascendencia, la túnica que cubra las miserias de la noche oscura.

domingo, 6 de octubre de 2019

Tedio


Tedio: el cataclismo de nuestros tiempos. La ineludible tentación del alcohol. El desahogo inútil de las palabras. 

Pueblan mi mente los sonidos del bosque. Grillos imaginarios atraviesan la noche. Estornudo setas y me indigesto con comida basura. Los nutrientes no escalan la exigua cima de mi mente. Se quedan atrapados en la trampa mortal de mi estómago. 

La noche huele a decepción, fragancia barata de un cuerpo que (descomponiéndose) se mueve por impulsos mecánicos. 

La vida es simple cuando no le pides nada. Pero no paramos de exigirle cosas, como si nuestra respiración fuera su hipoteca. A la vida solo le importa su propia preservación. Las tragedias de los individuos son un estorbo en sus propósitos. 

La noche se vuelve fría. Cada luz de cada ventana es un astro desvaneciéndose en mi retina. Podría ser diferente. Todo podría serlo. La Tierra podría ser cuadrada si la mente se lo propusiera. Y, sin embargo, cada rutina insignificante parece tan inamovible como la eternidad. Cada persona es una estrella en mis manos, y también es el charco escupido por un gigante que sueña con enanos.  

Todo lo que escribo es inútil. No puede cambiar nada, ni siquiera a mí mismo. Ojalá pudiera esconderme en la sima de mis novelas. Sustituiría el mundo por palabras: los huracanes por tildes, los terremotos por diéresis y los maremotos por paréntesis. 

Es una tentación poderosa regodearse en el fracaso. Sus tentáculos me abrazan con misericordia. Han fracasado tantos antes que yo que sin duda me hallo en compañía de excelentes personas, llenas de talento, vicios y anécdotas a relatar en el purgatorio interminable de los artistas mediocres. Por desgracia, el aguijón de la escritura golpea sin distinción a los genios y a los torpes, a los holgazanes y a los trabajadores. 

Te obsesionas con tu pequeño mundo de palabras, que crees gobernar y que en realidad te somete con la fuerza de tus más bajos impulsos. Así un cuaderno fundado por el amor se convierte en la entelequia de un loco. 

Empiezo a escribir palabras solo porque suenan bien, sin preocuparme de su significado. Quizá por un casual haya encontrado el sentido de la poesía.     


lunes, 2 de septiembre de 2019

Maldita vocación

Como muchos de vosotros sabéis, llevo trabajando todo el año en una novela cuyo título (aún no definitivo) es Maldita vocación. En realidad más tiempo, ya que la fase de ideación de los temas y los personajes comenzó bastante antes. Pero el primer día de este año fue cuando me decidí a arrancar el primer capítulo. En los siguientes cuatro meses conseguí completar la primera versión, algo que me sorprendió, pues mis dos anteriores novelas me exigieron más tiempo y tenían una estructura más sencilla. 

En Maldita vocación hay tres personajes principales cuyas fases se narran a veces en primera, segunda o tercera persona. Hay algunos flashbacks, pero principalmente la acción se desarrolla hacia delante. Cada protagonista sigue su propia evolución, que se relaciona con la de los otros dos personajes. Sus vidas son muy distintas. Pertenecen a clases sociales diferentes y sus profesiones poco tienen que ver, pero a todos les une que contaban con una fuerte vocación que daba sentido a su existencia. Sin embargo, las circunstancias los condujeron por derroteros que no imaginaban. Este es, digamos, el punto de partida del argumento.           

Una vez finalizada la primera versión, no toqué el texto durante un mes. Al cabo de treinta días, empezé a revisarlo desde el principio. Como curiosidad, el documento original contaba con menos de 44.000 palabras y ha acabado subiendo hasta las 48.000. Lo habitual es que, en la revisión, los textos adelgacen. En este caso no ha sido así, ya que he añadido nuevas escenas y reflexiones de los protagonistas, a los que no conocía tan bien cuando comencé a desarrollarlos. 

El trabajo no ha concluido. De momento he enviado esta segunda versión a algunos amigos y lectores de confianza para que me den su punto de vista, antes de mandarla a editoriales o concursos. Así que el contenido todavía está sujeto a cambios. Pero, si queréis leer el inicio (ya revisado) de la novela, lo he publicado en este mismo blog. Me encantaría recibir comentarios, críticas o sugerencias. Si os apetece descubrir mis obras anteriores, tres de ellas están disponibles a través de mi página de autor en Amazon. 

Soy consciente de que aún falta mucho para que mi libro sea publicado, pero me siento satisfecho por haber concluido la que ya es mi tercera novela. Bendita o maldita, la vocación de la escritura no me ha abandonado.  


miércoles, 26 de junio de 2019

Inicio de mi nueva novela


Es mediodía en la Universidad de Alcalá. Atraviesas el bello paraninfo junto a Sus Majestades los Reyes, el presidente del Gobierno y el titular del Ministerio de Cultura, que te han felicitado con apretones de mano, sonrisas y buenas palabras. Cuando las personalidades ocupan el lugar que les otorga el protocolo, suena el himno de España interpretado por un coro de violinistas. Quizá por primera vez, lo encuentras pleno de armonía. Al concluir la actuación de los músicos, Sus Majestades se sientan en una mesa roja y tú ocupas una silla frente a ellos, a unos cinco metros de distancia.

Aunque ya lo habías visitado antes, nunca has visto el paraninfo de esta manera. Quién sabe por qué, el aroma de la estancia te recuerda al fragor de la juventud, a la madera de los pinos y a la hierba mojada de la infancia. Seguro que todo forma parte de tu imaginación. No recuerdas que en tu infancia pasaras grandes periodos en bosques ni florestas. ¿Pero qué importa? Si estás aquí, escuchando cómo el Rey abre la sesión y da la palabra al ministro de Cultura, es gracias a tu formidable inventiva. Tu mente flota en una nube rosácea, que contrasta con la oscuridad de los trajes que pueblan la sala y con el ajetreo de los fotógrafos, empeñados en encontrar la mejor perspectiva de tu rostro.  

El ministro ha subido al estrado, donde alaba la profundidad de tu obra y la inteligencia de tus palabras. Aunque lo miras con fijeza, apenas escuchas lo que dice. El ministro será olvidado; tal vez no repita en el cargo o su cartera sea suprimida, mientras que tú has ganado un puesto perpetuo en el panteón de las letras hispánicas. Tu figura se alza por encima de las corbatas como un gigante. Los elogios casi están de más. Casi.

Un reloj indicaría que el ministro ya ha hablado veinte minutos. Tu percepción (¿y por qué no hacerle caso, cuando también ha sido ella la que te ha llevado hasta aquí?) es que apenas ha movido la boca, que casi no ha emitido sonidos hasta que, de repente, baja del estrado y una pompa de aplausos —de la que participas como ausente— corona el final de su discurso. Al rey le prestas más atención, no por su sangre azul ni por su condición de jefe del Estado, sino porque pronuncia tu nombre y te mira a los ojos. Caminas hacia la tarima hasta colocarte lo bastante cerca para que te ponga una medalla en el cuello y te entregue la escultura personalizada que reciben los ganadores del Premio Cervantes. En ese momento, los aplausos te ensordecen y los disparos de las cámaras te acribillan. Solo transcurren unos segundos, los justos para que vuelvas a sentarte con tus preseas, y el rey ya está otra vez mencionando tu nombre, pidiéndote que subas al estrado para pronunciar el discurso que todos los asistentes —por no hablar de las miles y miles de personas que lo escucharán en el futuro— esperan expectantes. Subes los peldaños con lentitud calculada, acariciando la barandilla y disfrutando cada segundo del viaje que te lleva a la eternidad. Cuando por fin alcanzas el estrado, ajustas el micrófono a la altura perfecta de tu boca y extraes los papeles donde apresabas el mensaje que ahora vas a entregar al mundo entero…

… te das cuenta de que no tienes nada, absolutamente nada que decir, o por lo menos que no hay nadie, absolutamente nadie que quiera escuchar tus palabras. Porque nunca ganarás el Premio Cervantes, ni figurarás siquiera entre los candidatos, y ya hace mucho que dejaste de soñar con ello.

jueves, 28 de marzo de 2019

La búsqueda


Ayer visitó dos pisos. En total debe de haber visto unos doscientos en el último año. El de las siete de la tarde no le convenció porque los muebles estaban algo desgastados. El de las ocho porque no tenía suficiente luz natural. En otras ocasiones ha renunciado al alquiler por el tono de voz del casero, cuya agudeza o cuya gravedad no presagiaba nada bueno. O por la deshonestidad del anuncio que había descubierto en Internet, ya que en las fotografías se observaba un sofá verde oscuro cuyo verdadero color era un repugnante verde claro.

           A veces se pregunta si de verdad quiere cambiar de vivienda. Quizá lo único que anhela es explorar posibilidades indefinidamente, regodeándose en la opción de elegir y descartar.

Empezó su búsqueda al cumplir los treinta porque le aburría vivir solo. Aunque invitaba a gente con frecuencia, echaba de menos alguien a quien contarle su día a día: cómo había transcurrido la visita a cierto cliente al que intentaba vender un producto nuevo, la discusión con su jefe que había terminado con una irónica palmadita en la espalda o la cena con una chica que le gustaba. Se veía a sí mismo como una persona sociable y, si bien apreciaba las ventajas de vivir solo, le apetecía un cambio. Además, compartir piso supondría un ahorro importante que le permitiría algún capricho ahora inaccesible.

Casi como un pasatiempo, comenzó a comparar los anuncios de diversas páginas web. Si daba con uno prometedor, llamaba al teléfono de contacto y concertaba una cita. Le gustaba charlar con los inquilinos, preguntarles por su profesión, explicarles a qué se dedicaba y los motivos por los que buscaba una habitación (sin mencionar la soledad, que era el verdadero motivo). En general encontraba a todos muy agradables, pero siempre había algo que le refrenaba a la hora de decidirse: la suciedad del cuarto de baño, el desorden en la cocina, la ilógica disposición de los armarios, un tatuaje de mal gusto...

La búsqueda se convirtió en una rutina, igual que hacer la colada o fumar un cigarrillo al volver del trabajo. Ya no solo visitaba pisos para compartir, sino también otros en los que seguiría viviendo en solitario y en condiciones muy parecidas a las actuales; se recorría cada barrio de la ciudad, incluso aquellos más alejados de su oficina, en pos del lugar perfecto.  

***



Hoy se dirige hacia un piso que lo atrae de manera especial. No es la primera vez que le ocurre; a fuerza de desengaños ha aprendido a moderar sus emociones. Sin embargo, a juzgar por la ubicación, el precio y las imágenes de la web, es justo lo que quiere. Viviría solo, pero en el mismo barrio que sus mejores amigos y en la misma calle que una antigua amante cuya pasión espera recuperar. Tras doce meses de búsqueda, se dice a sí mismo que tal vez ha llegado la hora de tomar una decisión. Mientras cruza la acera en dirección al portal ya se imagina la fiesta de inauguración, con varios colegas tomando cerveza en la sala de estar. Incluso se imagina a su amante desnuda frente al espejo del dormitorio.

Pulsa el timbre con el corazón acelerado y una leve sonrisa en el rostro. Tardan en abrir y lo hacen sin contestar una palabra. En otras circunstancias esto habría bastado para darse la vuelta: hoy no. Es un segundo, así que no se molesta en llamar al ascensor y sube las escaleras. En el primer piso se cruza con una mujer rubia, muy bella, que no duda en responder a su saludo con una sonrisa. Incluso las vecinas son perfectas, piensa lleno de entusiasmo. Reza porque todo sea como en las fotos, que esta vez no haya mentiras y que el arrendatario sea tan cálido y sincero como sugería su voz.

Sube despacio los últimos escalones. Quiere saborear el momento: siente que la larga búsqueda llega a su fin.

La puerta entreabierta, como dándole la bienvenida. Madera de calidad, bruñida. Se adentra en el pasillo. Igual que en las fotos: limpio, ancho y con habitaciones a ambos lados esperando a que él las descubra. Se abre una puerta a su derecha y surge un hombre de edad parecida a la suya, con cara de buena gente. No le devuelve la sonrisa cuando él le estrecha la mano enérgicamente. Podrá perdonárselo. Solo le pide que sea sincero, que no haya adornado la realidad como tantos otros. Ni siquiera resulta imprescindible que sea una bellísima persona.

—Estoy impaciente por conocer la casa. ¿Dónde empezamos?

El hombre niega con la cabeza y responde en voz baja:   

          —Lo siento, una chica me acaba de alquilar el piso. Quizá te la hayas encontrado en las escaleras.


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