Aparcar
en Barcelona es tarea ardua. Cuando lo consigues entras poco menos que en un
estado de euforia. Más aún si la ubicación es adecuada y ya llegabas con
retraso a la actividad que te había impelido a coger el coche. Al atrapar una
plaza sientes que todo lo demás va a funcionar solo. Craso horror. Olvidas las
precauciones que cualquier persona no barcelonesa (y que además carece de
habilidades de orientación) debe tomar incluso para los más breves trayectos. Quien
no tiene cabeza tiene móvil. ¡Apunta la dirección, maldita sea!
No
solo el afortunado aparcamiento no supuso ninguna señal auspiciosa que se
confirmara después. Al terminar la inspección de un piso apenas amueblado cuya
habitación alquilaban a precio de oro, un tremendo aguacero empapó las calles
en menos de lo que tarda un catalán en exhibir su bandera. La atmósfera se
volvió tan plomiza y grisácea que me costó reconocer dónde me hallaba. Y, lo
que es peor, no tenía apuntada la dirección donde había estacionado mi
vehículo.
Comenzó
entonces una epopeya que nunca olvidaré mientras me libre del mal de Alzheimer.
En apenas un par de minutos me encontraba calado por completo. Mi chaqueta (no
impermeable, por supuesto) chorreaba desde el cuello hasta las mangas
provocándome temblores de intensidad creciente. No pierdas la calma. ¡Joder,
habías aparcado muy cerca!
Traté
de recuperar la sensación de sosiego que me había invadido cuando dejé el coche
perfectamente alineado con el resto de la fila, pero por desgracia se había
desvanecido junto al tímido sol que se levantara en lo que ya parecía un día,
un mes, un año diferente y remoto. Subí una calle, otra, la siguiente, la
anterior. Volví al punto de partida y escruté el suelo como si esperara que mis
pasos hubiesen dejado huella en alguna parte. La gente se refugiaba en bares,
comercios y portales, pero yo me negaba porque ello suponía aceptar mi derrota
absoluta. Prefería dejar mi ropa y mi salud a merced de la lluvia, que
burlonamente redoblada sus esfuerzos.
La
locura no tardó en someterme. Andaba a gran velocidad con ojos desquiciados,
imaginando un Renault Twingo en cada esquina. Todo el que se topó conmigo aquella
tarde debió de verme como un perturbado recién salido del manicomio sin
prescripción psiquiátrica. Y el coche no aparecía. Las luces de los
establecimientos, aliadas con la impenitente lluvia en el afán de trastornarme,
nublaban mi vista cual media docena de copas que de pronto te empañan los ojos
y la mente. Iba lanzando gritos de desesperación y rabia que rebotaban contra el
aire y volvían a mí envueltos en la indiferencia más absoluta. ¿Dónde estás,
coche de mierda? ¡La puta madre que te parió, lluvia asquerosa! Ya no eran
palabras sino vísceras lo que salía de mi boca.
Uno
puede preguntar por la entrada de un parking, por un bonito restaurante, por un
renombrado edificio, por una calle concreta o hasta por un prostíbulo, pero no
por un Renault azul aparcado en los alrededores. Nadie se fija en esas cosas.
Además, ¿a quién coño le iba a preguntar si todos se habían escondido? La
lluvia les amilanaba como si creyeran que podía fulminarles. Llegó un punto en
que el agua me resbalaba, no la oía ni la sentía cayendo sobre mi cabeza, pues
había penetrado en cada uno de mis órganos. Amenazaba farolas, increpaba
portales, invocaba la presencia de mi vehículo con furia y resentimiento, pero
también con tristeza y ternura.
Lo
hallé cuando ya no lo buscaba. Mis lágrimas eran el eco de la lluvia y casi no
tenía fuerzas para seguir pataleando en mitad de los charcos que cubrían la
calzada. Mi mente proyectaba fotografías imposibles: olas congeladas por el
rayo, un salvavidas que flota con ironía representando el último resto de un
naufragio, el estornudo de Neptuno que provoca los maremotos, yo ahogándome en
una cisterna, una ballena aplastándome bajo su peso… Se me confundían las
piernas con las espinas, las manos con las aletas y los ojos con las branquias,
quizá porque creía estar nadando y al mismo tiempo huía del agua que no cesa,
que no cesará hasta inundar el mundo.
No
sé si lo encontré, él me encontró a mí o la lluvia me lo trajo. Pero no fue
alegría ni alivio lo que sentí al ocupar, todavía confuso y asombrado, su
asiento extrañamente seco. Más bien, acaso, la sensación de miedo e inseguridad
propia del momento sagrado y olvidado del nacimiento, cuando te arrancaron con
brutalidad la convicción de que el útero materno constituye el cosmos.
¿Sabría
conducir después de aquello? ¿Estarían vivos mis pies bajo el paraguas de las botas?
¿Cómo se pone la primera?
Me ha encantado leer este extraordinario relato de tus peripecias en Barcelona. ¡Bravo!
ResponderEliminar¡Gracias, Blanca! Valoro aún más el comentario proviniendo de una gran escritura como tú. En este caso la narración está inspirada en mi propia experiencia (aunque algo modificada, pero qué sería de las historias si no nos permitiéramos engalanarlas).
ResponderEliminarEs sencillamente delicioso.
ResponderEliminarDonde dije "escritura" quise decir "escritora". El subconsciente, imagino.
ResponderEliminarHola Carlos, he llegado hasta tu blog a través de otros blogs amigos. Me alegra ir leyendo las entradas. En este caso, un relato basado en hechos reales y almidonado con tu imaginación. Genial!
ResponderEliminarAparcar en días de lluvia ya es complicado, imagino en Barcelona...esos días son imprevisibles en anécdotas.
Saludos
Rosa
Hola, Rosa, bienvenida. Los bloggers de amigos son mis amigos :) Acabo de hacerme seguidor del tuyo, veo que está repleto de literatura. En cuanto a basarme en hechos reales, ahora me he decidido a aprovechar más los sucesos de la vida cotidiana para contar historias. No hay suceso pequeño para una mirada literaria suficientemente entrenada.
ResponderEliminarUn abrazo