Acabo
de terminar mi lectura de "La muerte del padre", primera de las seis partes que componen la novela
autobiográfica (si tal concepto tiene sentido) del escritor noruego Karl
Ove Knausgård. Confieso que me ha aburrido en algunas fases en que el autor se
recrea innecesariamente y de forma repetitiva en detalles de escaso interés.
Sin embargo, otros fragmentos poseen notable altura literaria e intelectual.
Todavía no he decidido si leeré la segunda parte, "Un hombre enamorado", ni la tercera, cuya traducción llegará pronto a nuestro país. Creo que necesito
un descanso de su prosa meticulosa. De todos modos, la novela me
ha servido para reflexionar sobre el fenómeno de la autoficción, tendencia seguida en diferentes grados de intensidad
por autores tan brillantes como Coetzee, Sebald o Vila-Matas.
Los
escritores recurren cada vez más a su experiencia como materia prima de sus
artefactos literarios. Narrar tu vida es una buena manera de poner en orden tus
recuerdos; incluso te ayudar a entender qué importa de lo que has vivido. Pero
quizá habría que escribir un libro para ti mismo y otro para los lectores. Tal
vez lo que consideras más esencial no deseas compartirlo. La osadía y, para
algunos, la falta de ética del proyecto de Knausgård consiste en retratar a sus
seres queridos sin ningún tipo de idealismo (incluso con dosis considerables de
crudeza). Es válido explotar tu
propia persona para sacarle jugo a tus libros, ¿pero también sirve hacerlo con
otros que a lo mejor no desean aparecer en sus páginas?
El
documento más largo de mi ordenador se llama “Diario de mi mente”. Ronda las
250.000 palabras. Mi novela "Desconexión"
apenas supera las 50.000. De mi diario mental solo comparto fragmentos
escogidos. A veces escribo textos “en bruto” que destilo más tarde en relatos,
poemas o artículos de opinión (como este mismo, por ejemplo). Otras veces
reutilizo el material, lo adapto al contexto y lo pongo en boca de un
personaje. A pesar de que en el diario no describo los sucesos de mi vida (si
acaso los de mi mente, o una parte), no me haría la menor gracia que se hiciera
público. Está lleno de contradicciones, tonterías y bravuconadas. No borro ni
corrijo nada ni sigo ningún hilo, más allá de la ocurrencia del instante. Lo
empecé, creo, con 19 años bautizándolo “Cogitaciones” en uno de mis arrebatos
de cultismo. Ya a los 26 apenas me reconozco en sus primeras páginas (escupidas,
al parecer, durante una clase de mi primer curso universitario). Pero no
entendería mi pulsión por la escritura sin la existencia de este caótico
galimatías.
La
publicación de un texto cambia su naturaleza. Si pienso que nadie va a leer lo
que escribo puedo mostrarme más sincero, más íntimo. No necesito impresionar a
nadie. Ni siquiera necesito escribir bien (lo cual no necesariamente perjudica
la calidad de lo escrito). Cuando empecé "Desconexión" decidí
que tenía que aprovechar el inmenso volcán de palabras de mi diario mental.
Atribuí al protagonista algunas de mis reflexiones (las que, según mi criterio,
mejor se adecuaban a su personalidad), introduje ciertos temas sobre los que
había meditado y, en suma, consideré buena idea hacer un uso más directo de mis
experiencias en la novela, aunque esta no tuviera nada de autobiográfico. No me
arrepiento de ello, pero a la vez soy consciente de que un escritor debe tener
la capacidad de contar de manera verosímil lo que no ha vivido. De lo contrario,
su escritura quedará constreñida a su propia experiencia, que nunca será tan
interesante para los lectores como para sí mismo.
Me
gustaría saber qué pensáis de este intrincado asunto de la autoficción. Como
lectores, ¿os gustan las historias con un componente autobiográfico? Como
escritores, ¿os nutrís de los sucesos cotidianos para armar vuestros relatos o,
por el contrario, los concebís de manera independiente?
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