viernes, 1 de marzo de 2013

Del paracaídas al cielo

A sus 64 años nadie tenía derecho a decirle cómo debían hacerse las cosas. Él ya sabía todo lo que necesitaba para vivir y para volar. Había combatido en la Segunda Guerra Mundial al mando de una brigada paracaidista del Ejército de los Estados Unidos. ¿Cómo iba a admitir a estas alturas que le enseñaran la manera de abrir el artefacto que había llegado a ser una prolongación de su propia piel? ¡Qué despreciable forma de insultar su inteligencia! Y encima le recomendaban que hiciera un curso preliminar y que se dejase acompañar por un experto. Qué irrisorios serían los conocimientos de cualquiera comparados con los que él había atesorado en su dilatada experiencia militar, repleta de aterrizajes en el corazón de las líneas enemigas.
 
Había visto el anuncio en un cartel situado enfrente de su casa. “Curso de paracaidismo. Salte de la mano de un experto, sin ningún peligro, y disfrute de una experiencia única”, rezaba. Para él no sería única y la ausencia de riesgo le irritaba más que tranquilizarle. Pero quizá le serviría para recordar los tiempos en que luchaba contra los nazis. Estaba harto de la vida moderna, de la televisión y de los ordenadores, ese extraño invento que fascinaba a su hijo (a quien no veía desde hacía años).
Se decidió rápido. Saltaría en paracaídas al día siguiente, sin necesidad de cursos previos ni de un instructor que le cogiera de la mano. Apuntó el número en un papel y llamó por teléfono en cuanto llegó a casa.
–Quiero saltar mañana —dijo en un tono castrense.
Una simpática voz de mujer le respondió al otro lado de la línea.
–Señor, está todo reservado esta semana. Pero, si lo desea, puedo guardarle una plaza para el próximo jueves.
–Muy bien, que así sea —gruñó.
–Le recuerdo que la edad máxima para saltar es de 65 años.
–¡No son tan viejo, maldita sea!
No era tan viejo, pero casi (aunque su estado físico tenía poco que envidiar al de un hombre de cincuenta). Iba a cumplir los 65 el viernes siguiente. Se regalaría ese salto y demostraría que aún podía ser paracaidista sin ninguna ayuda, a diferencia de todos esos jovencitos a los que había que abrir el cordón de apertura para que no se estrellaran.
El jueves por la mañana se enfundó su vieja chaqueta militar, de color verde oscuro y ennoblecida por la dorada Medalla al Honor que le había otorgado el presidente Truman por su intrepidez en combate. Se colocó con la espalda muy recta en el asiento de su Jeep. Hacía meses que no lo lavaba porque el polvo que lo cubría le daba prestigio.
Condujo hasta el aeródromo situado a las afueras de San Antonio. Le adelantó por la carretera un Ferrari descapotable conducido por un joven con gafas de sol. Llevaba la música a todo volumen (una horrible melodía pop desfasada antes de nacer). El viejo le miró un momento con furia antes de que se perdiera por las curvas ondulantes como la estela de un cohete. ¿Qué habría hecho ese chico para merecer un Ferrari? Nada, seguramente. A los jóvenes se lo dan todo hecho, pensaba, y por eso pueden vivir en la Luna y de la Luna. Esa era la gran noticia del año: la llegada a la Luna. ¡Qué mundo tan absurdo!
Las fotografías de los paisajes lunares no le impresionaban, pues había visto otros similares formados por las explosiones de las bombas. Pero eso no lo sabían los aficionados que esperaban en el aeródromo, mientras él dejaba el Jeep en un aparcamiento al aire libre. Ninguno de sus compañeros, si podía llamárseles así, superaba los cuarenta años. La mayoría, vestidos con camisetas de manga corta y colores chillones,  reían y hablaban entre ellos y con los expertos que iban a explicarles lo que él ya había aprendido mucho tiempo atrás.
Un helicóptero reposaba en el centro de la pista, de unos trescientos metros de longitud. El aire cálido empujaba una nubecilla de polvo que el viejo inspiró con placer. El intenso calor le aportaba una dosis de tensión necesaria. Se acercó al grupo, compuesto por ocho personas más dos instructores, con la frente y el cuello bien erguidos.
–Buenas tardes. ¿Usted es… Jeff Warrock? —preguntó un tipo rubio consultando una hoja de papel.
–Sí, soy yo. Estoy listo para saltar.
Unas risitas surgieron a su alrededor. Warrock les dirigió sus arrugas, su tez curtida y sus ojos saltones. La dureza de su mirada apagó al momento las burlas. Uno de los instructores le contestó que primero darían una clase teórica y que no saltarían hasta la semana que viene. Warrock chascó la lengua y negó con la cabeza.
–No necesito ninguna lección. Comprendo lo que significa ser paracaidista mucho mejor que cualquiera de vosotros. Hoy hace un día estupendo y no voy a esperar. Quien se atreva, que salte detrás de mí.
Se dirigió sin que nadie pudiera detenerlo hacia el paracaídas, que se hallaba entre el helicóptero y los aficionados. Pese a las protestas de los instructores, sujetó el artefacto (de color rojo, con manchas amarillas) con su mano izquierda y comenzó a explicar con la derecha cómo se colocaba dentro del contenedor, el modo de activar el cordón de apertura y la forma correcta de embutirse el arnés, el casco y las gafas.        
Unos minutos después, un corro de mujeres y hombres sentados en el suelo escuchaba atentamente a Jeff Warrock desgranando todos los secretos del paracaidismo. Sus bocas no se abrían salvo para preguntar algunos detalles que no les habían quedado claros y que el viejo resolvía sin dificultad. Se sentía como el capitán de una brigada de soldados novatos a los que instruía en los momentos previos a un salto que podía ser mortal o glorioso, pero nunca trivial. Pese a su aspecto de pijos frívolos y malcriados, se mostraban inquisitivos y con ganas de aprender. Los instructores, al principio reacios a aceptar la intrusión, se colocaron junto a los otros, al evidenciarse que el último en llegar aventajaba en mucho sus conocimientos.
–Bien, ha llegado el momento de observar a un auténtico experto en acción. Este helicóptero tiene seis asientos, así que cinco de vosotros subiréis conmigo.
Jeff Warrock se montó en el aparato, un modelo azul de pequeñas dimensiones. Antes de enrolarse en la brigada de paracaidistas había gobernado un caza y, comparado con la rapidez y precisión que le exigían los aviones enemigos, el manejo del helicóptero se le antojaba un viaje de placer. Tampoco le impresionaban los numerosos indicadores circulares de la cabina ni las dos palancas que debía controlar. En realidad le parecía un pájaro amaestrado y sin carácter.
Los cinco pasajeros incluían a un instructor, que le reemplazaría como piloto cuando se arrojase a tierra. El viento era leve y el cielo se encontraba despejado. El despegue se efectuó con limpieza. Warrock utilizó la palanca derecha para controlar la dirección y la izquierda para regular la velocidad. Los pasajeros se asomaban desde los asientos y observaban admirados cómo el viejo piloto les llevaba hacia algún punto de la atmósfera, desde el que se lanzaría sin más protección que el paracaídas. El instructor, por su parte, vigilaba el mapa de ruta, los movimientos de Warrock y el indicador de la altura. Tras media hora de viaje le advirtió de que rozaban los 4000 metros.
–Ya lo sé. No te preocupes. Calla y mira, que ya te avisaré cuando sea tu turno —gritó por encima del ruido del motor.
Warrock bullía de placer en su hábitat. De haber podido controlar la gravedad, habría construido su hogar en el aire. Llevaba una década sin volar y, pese a que sus capacidades no eran las mismas que en el pasado, se creía invulnerable. Aun contra su voluntad no pospuso en exceso el momento del salto. Consultó el mapa y avisó al instructor de que iba a abandonar la cabina, así que debía sustituirlo de inmediato. El cambio se efectuó con presteza, aunque hubo dos segundos en los que el helicóptero se tambaleó sin gobierno y amenazó con caer en picado, provocando algunos gritos en las plazas traseras. Pero pronto el nuevo piloto recuperó el control y enderezó la máquina.
Jeff Warrock se puso el casco y las gafas y agarró con fuerza el paracaídas. El tacto de la tela le pareció menos regio que en tierra. Tanto daba. Una corriente de aire le sacudió el rostro mojado en sudor. Se colocó el arnés sobre los hombros y se despidió de su tripulación con un movimiento de la mano. No logró evitar un temblor en los dedos al fijar el arnés a sus piernas. Dejó que esa excitación inigualable que no había experimentado desde la guerra recorriera cada célula de su cuerpo. Antes de saltar todavía se giró y distinguió sombras que le animaban cerrando los puños en un gesto de coraje.
Se irguió y sacó pecho, con el orgullo de quien se sabe ganador de la batalla, para medirse una vez más –la última– a la fuerza de la gravedad que se concentraba en su figura. Se precipitó desplegando los brazos como alas y gritando algo contra los nazis. Cayó a una velocidad de 200 km/ hora; más rápido se deslizaron las imágenes en su cerebro. Vio a sus primeros reclutas, su primer paracaídas, a su primera mujer, a la última y a su único hijo, que debía de vegetar frente a un ordenador. Cerró los ojos y se recreó en aquellas evocaciones. Mientras descendía al abismo sintió que su masa se descomponía en el cielo. El paracaídas nunca se abrió.
 
(Este relato forma parte de mi libro "Juicio a un escritor", que puedes adquirir por menos de un euro aquí )

viernes, 15 de febrero de 2013

Hablemos de libros

En esta entrada me gustaría que comentarais vuestros gustos de lectura. ¿Preferís a los autores clásicos o a los contemporáneos? ¿Os apasionan las novelas o los relatos breves? ¿Tenéis algún género favorito? Si también se os ha inyectado el dulce veneno de la escritura, ¿quiénes os sirven como referencia sin opacar vuestra creatividad? 
 
Son preguntas cuyas respuestas no están claras en mi caso, ya que procuro que mis influencias sean eclécticas. Recuerdo que cuando empecé a escribir solía imitar el estilo del autor que estaba leyendo en ese momento, lo que no es, desde luego, una práctica recomendable. Ahora me gusta leer variado, desde poemas hasta ensayos incluyendo todos los ropajes de la ficción. Me apasionan los clásicos, son una apuesta segura. Novelas como Los Miserables, Crimen y Castigo, El lobo estepario, cualquier obra de Shakespeare o relato de Borges me inspiran a la vez que provocan mi admiración. En cambio no suelen seducirme los best seller, a los que encuentro repetitivos y simplones (con salvedades y sin prejuicios, ni hacia los libros ni hacia sus lectores que tienen todo el derecho a ser entretenidos por sus sagas y sus tramas llenas de acción).  
 
Pero me parecería un error limitarse a los clásicos y cerrar los ojos a las nuevas hornadas de autores, cuyo estilo es quizá menos sublime pero más acorde con los tiempos que vivimos. Dado que ellos no poseen el respaldo de los años que han dado esplendor a las obras de sus “mayores”, y puesto que la crítica tradicional se halla en crisis, estoy más que abierto a vuestras sugerencias de lectura.     
 
Se le atribuye a Bob Dylan la afirmación de que solo existe una canción y que todo lo demás son versiones. Tal vez podría decirse de igual modo que solo existe un libro universal, pero por fortuna las maneras de leer son infinitas. ¿Cuál es la tuya?
  

viernes, 8 de febrero de 2013

Wind of Change: música y mensaje

 
 
Hoy os voy a hablar un poco de música. Decía Nietzsche que, sin ella, “la vida sería un error”. Bien podemos decir que se trata del arte más universal, como afirmaba en este poema que publiqué en noviembre de 2011: http://cgamissans.blogspot.com.es/2011/11/escucha.html
 

Las conexiones entre la literatura y la música son, por otro lado, incontables. También en la escena del rock and roll (basten algunos ejemplos). Son miles las canciones imperdibles que forman parte de nuestro patrimonio cultural. Pero como no se puede hablar de todas, he escogido Wind of Change del grupo alemán Scorpions. Aunque se trata de una banda de hard rock, esta canción tiene un claro componente sinfónico, en especial en la versión que adjunto, que fue interpretada junto a la Orquesta Filarmónica de Berlín:

 
 
 
 

Los motivos por los que Wind of Change me parece una obra tan especial son numerosos. Podría hablar de la riqueza de matices que proporcionan los instrumentos, de su feliz protagonismo compartido y la armonía que emana el conjunto, de la bella combinación de forma y fondo o de la pasión con que canta Klaus Meine, su compositor. Pero destaco el estado de ánimo que genera entre quienes la escuchan. Los silbidos del vocalista generan una energía nueva, una esperanza en que el mundo se convierta en un lugar más habitable donde todos seamos hermanos, como dice la letra llena de poéticas reminiscencias.
Wind of Change fue compuesta en 1990, poco después de que cayera el muro de Berlín que mantuvo el mundo bipolarizado durante décadas de temores gélidos, de conflictos que amenazaban con provocar una conflagración global. En su empeño porque Wind of Change no conociera fronteras, Klaus Meine la cantó en ruso y en castellano. Su éxito fue inmediato en muchos países (número uno indiscutible en Europa en 1991 y número 4 en Estados Unidos), demostrando que la música popular puede alcanzar la categoría de obra intemporal.
 
El mensaje de la canción caló tan fuerte que, más de treinta años después, la banda aún en activo la interpreta en cada concierto. Porque, por desgracia, los vientos de cambio presagiados por Meine no consiguieron despejar todas las amenazas para la paz  en el mundo. Pero su música no ha perdido la magia de incitarnos a soñar.

 
Es una pena que entre los grupos actuales no abunden los músicos comprometidos, para los que subirse al escenario y tocar un instrumento significa algo más que producir un sonido y recibir unos cuantos billetes. Y eso que les sobran motivos para mostrar su furia reivindicativa: la injusta crisis económica, la corrupción política, el paro incontenible y tantas otras desgracias que nos azotan. Aunque quizá el problema no sea de los músicos sino de su público. Antes le dábamos un significado a letras y melodías, nos sacudían por dentro, nos incitaban a la fantasía y a la acción. Ahora parece que nos hemos dejado arrastrar por la abulia, como si los vientos de cambio ya no pudieran alcanzarnos.
¿La música será importante para la gente del siglo XXI o se convertirá en un inevitable ruido de fondo al que nadie presta demasiada atención? Yo sigo creyendo en la veracidad de la sentencia de Nietzsche, pero en estos tiempos es difícil saber cuándo te quedas anticuado. En fin, ¿qué opinas de todo esto? ¿Qué canciones te han inspirado a lo largo de tu vida? ¿Es aún la música un motor de cambio social?


 
 

jueves, 31 de enero de 2013

Ilusión subterránea



Un día como hoy, hace diez años, avanzaba en la estación del metro sin otra expectativa que una jornada rutinaria de trabajo. No me fijaba en la gente. Estaba pensando en los balances de contabilidad que debía cuadrar aquella mañana. Sin embargo, noté que el número de personas que se dirigían al metro era superior al habitual. Se hacía difícil abrirse paso entre cuerpos desconocidos. Como es costumbre en la región, cuando alguien te tocaba o pasaba rozando junto a ti lanzaba al aire un “disculpa”. Esto ocurrió varias veces en pocos minutos. Un hombre gordo chocó de frente conmigo y estuvo a punto de tirarme al suelo. Dijo “disculpa” en un tono indiferente y siguió su camino, mientras yo a duras penas me mantenía en pie.
 
Recogí mi maleta e intenté orientarme. El golpe había provocado que mi noción del tiempo se volviera más imprecisa. Tuve la impresión de que me costaba mucho llegar, como si la estación se hubiese agrandado de repente y no se terminara nunca de alcanzar el destino. Confuso, me detuve a observar un plano: los colores, las líneas… todo se hallaba en orden. Solo debía andar unos veinte metros, bajar las escaleras y el vagón aparecería delante de mis ojos.     
 
Entonces me fijé por primera vez en un rostro anónimo. Al decir que me fijé no me refiero a que observara un momento sus facciones. Me detuve en un escorzo antinatural; mi cuello estaba girado, la mano derecha todavía señalaba el plano y la izquierda dejó caer la maleta. La cara de mujer que contemplé a escasos metros de mí era de una belleza tan perfecta que pensé que me habría gustado igual de pertenecer a un hombre o a un cisne. No sabría precisar si vi primero sus ojos glaucos o su tez morena, ni cuál de sus atributos me fascinó con mayor poder. Tampoco me esforzaré en describirlos, en parte porque lo considero inútil, pero sobre todo porque no los recuerdo bien.
 
Aquel rostro no se alejaba con prisa igual que los demás, sino que estaba vuelto hacia mí de un modo tan directo que no ofrecía dudas. Incluso me atrevería a afirmar que me dedicaba una suave sonrisa. Ahora sé que sus ojos me escrutaban, pero entonces me pareció tan increíble que supuse que estaría mirando a alguien situado a mi espalda – acaso un joven atlético y de garbosa presencia –.
 
Me giré tembloroso con la esperanza de equivocarme. No había otro hombre ni mujer en la dirección de su mirada, o mejor dicho había tantos que era imposible que se fijara en ninguno. Mi cuello bailó otra vez buscando recuperar la conexión entre nosotros. Mas por muy veloces que fueran mis movimientos, supe que era inútil. La multitud ya la había arrastrado lejos de mi alcance.
 

jueves, 24 de enero de 2013

No quiero enamorarme de ti

 
Las nubes se deslizan en el cielo
como mis dedos que no pueden rozarte.
¿Por qué estás tan lejos, escondida detrás de mil estrellas?
¿Por qué eres oscura y fría como un anochecer de invierno?
 
Observo tu risa sin comprenderla: dudo.
Los mecanismos que la activan
son misteriosos.
 
Si yo quisiera enamorarme de ti, me costaría tan poco…
Bastaría con dejarme llevar por tu sonrisa,
por la fragancia de tu pelo
que derrama promesas imposibles.
 
En un momento de espasmo,
me daría cuenta de que el mínimo roce de tu piel
es una marejada imparable que me arrolla.
Y el más ligero de tus desplantes
provoca en mí un terremoto de emociones pálidas.
                                   
No, no quiero enamorarme.
Pero tal vez no pueda evitarlo.
Si eso ocurre, me quedaré ovillado en un rincón,
silencioso, inexpresivo, porque mis ojos y mi boca
yacerían (¿yacerán?) bajo tus pies de nieve,
y mis palabras yermas agotarían sus significados
al chocar con tu piel hermética.
 
Todo sería más sencillo si no me enamorase.
El desfile del tiempo proseguiría a un ritmo lánguido,
conduciéndome a una muerte pacífica.
Las canas me crecerían como hierbas cuidadas.
Mis deseos, manifestados por una sonrisa nostálgica,
reprimidos con naturalidad, apenas arrugarían mi frente.
Mi senectud sería digna y respetable.
 
No sé. Tal vez sí quiera enamorarme.   

miércoles, 16 de enero de 2013

Mi novela busca su sitio

 
Cualquier persona que intente escribir literatura sabe que es tan divertido como difícil, tan gratificante como agotador. Cuanto más se escribe, más se da uno cuenta de lo complicado (imposible, incluso) que es hacerlo tan bien como a uno le gustaría. La carrera del escritor, si existe tal cosa, no es la de un velocista fulminante, sino la de un corredor de fondo. Soy consciente de que aún estoy recorriendo los primeros pasos. Me queda mucho por aprender, muchas páginas que desechar, pero no me falta entusiasmo ni tesón para mejorar cada día mi destreza a través de una práctica constante.     
 
Por eso, desde el primer momento en que leí las bases de la Beca Han Nefkens me pareció que era una oportunidad magnífica para impulsarme en esta exigente carrera. No solo recibiría una importante cantidad económica, sino que también tendría la oportunidad de cursar el Máster de Creación Literaria de la Universidad Pompeu Fabra. Conozco bien la universidad, ya que actualmente estoy realizando en ella el Máster de Periodismo Especializado en Cultura. Estoy satisfecho  de la rigurosidad con que afronta la enseñanza esta institución y de la capacidad de sus docentes, entre ellos el escritor Jorge Carrión, coordinador de la beca.  Por eso no tengo dudas de que me ayudarían a culminar mi proyecto de novela (cuyas primeras páginas pueden leerse en entradas anteriores del blog): http://cgamissans.blogspot.com.es/2012/10/desconectados.html

Hasta ahora he escrito más de 170 páginas y noto que el final está próximo, aunque aún no he decidido la forma exacta que tomará. Por supuesto, después me quedará un largo proceso de revisión que será conveniente posponer durante unos meses, hasta que pueda analizar lo escrito con mayor distancia y juicio crítico. 

 
En caso de que me concedieran la beca, tendría la posibilidad de publicar el libro en 2014 con la Editorial Alfabiaque ha editado a autores clásicos como Faulkner o Juan Marsé y a otros jóvenes como Daniel Gascón. Publiqué mi libro de relatos Juicio a un escritor gracias a un concurso literario convocado por el Instituto Aragonés de la Juventud. Aunque fue una buena oportunidad para mí, se imprimieran pocos ejemplares, de modo que no he podido trasladar mi obra a un grupo amplio de lectores. Un escritor no se curte hasta que sus libros son confrontados por el público, así que estaría encantado de contar con el apoyo de Alfabia para dar a conocer mi novela en ciernes.    

Mi deseo de escribir es una pulsión interna irresistible que me agita desde la infancia y que no desaparece en los mejores ni en los peores momentos. No concibo la escritura como un medio para un fin, sino como una actividad cuyo sentido se halla en sí misma. Es un acto de descubrimiento personal, una cura para mis obsesiones, una manera de organizar mis pensamientos y mi visión del mundo. Pero ese descubrimiento no tiene importancia si no interesa a alguien, si no puede ser compartido, discutido, rechazado. Ojalá esta beca me ayude a conseguirlo y a mejorar mis destrezas. La decisión del jurado se dará a conocer el 30 de abril, así que ya os mantendré informados. 
 
Un abrazo    


 

 

martes, 8 de enero de 2013

La vergüenza

Una noche iba caminando por un callejón oscuro, solo, rodeado por paredes estrechas que las farolas no alcanzaban a iluminar. Hacía frío y me dolía el estómago. Había bebido demasiado o demasiado poco. Un sabor extraño me picaba en los labios. De repente, noté que un peso se desprendía de mí, rebotaba contra el suelo y se introducía en un cubo de basura. No volví a saber de ella.