jueves, 31 de enero de 2013

Ilusión subterránea



Un día como hoy, hace diez años, avanzaba en la estación del metro sin otra expectativa que una jornada rutinaria de trabajo. No me fijaba en la gente. Estaba pensando en los balances de contabilidad que debía cuadrar aquella mañana. Sin embargo, noté que el número de personas que se dirigían al metro era superior al habitual. Se hacía difícil abrirse paso entre cuerpos desconocidos. Como es costumbre en la región, cuando alguien te tocaba o pasaba rozando junto a ti lanzaba al aire un “disculpa”. Esto ocurrió varias veces en pocos minutos. Un hombre gordo chocó de frente conmigo y estuvo a punto de tirarme al suelo. Dijo “disculpa” en un tono indiferente y siguió su camino, mientras yo a duras penas me mantenía en pie.
 
Recogí mi maleta e intenté orientarme. El golpe había provocado que mi noción del tiempo se volviera más imprecisa. Tuve la impresión de que me costaba mucho llegar, como si la estación se hubiese agrandado de repente y no se terminara nunca de alcanzar el destino. Confuso, me detuve a observar un plano: los colores, las líneas… todo se hallaba en orden. Solo debía andar unos veinte metros, bajar las escaleras y el vagón aparecería delante de mis ojos.     
 
Entonces me fijé por primera vez en un rostro anónimo. Al decir que me fijé no me refiero a que observara un momento sus facciones. Me detuve en un escorzo antinatural; mi cuello estaba girado, la mano derecha todavía señalaba el plano y la izquierda dejó caer la maleta. La cara de mujer que contemplé a escasos metros de mí era de una belleza tan perfecta que pensé que me habría gustado igual de pertenecer a un hombre o a un cisne. No sabría precisar si vi primero sus ojos glaucos o su tez morena, ni cuál de sus atributos me fascinó con mayor poder. Tampoco me esforzaré en describirlos, en parte porque lo considero inútil, pero sobre todo porque no los recuerdo bien.
 
Aquel rostro no se alejaba con prisa igual que los demás, sino que estaba vuelto hacia mí de un modo tan directo que no ofrecía dudas. Incluso me atrevería a afirmar que me dedicaba una suave sonrisa. Ahora sé que sus ojos me escrutaban, pero entonces me pareció tan increíble que supuse que estaría mirando a alguien situado a mi espalda – acaso un joven atlético y de garbosa presencia –.
 
Me giré tembloroso con la esperanza de equivocarme. No había otro hombre ni mujer en la dirección de su mirada, o mejor dicho había tantos que era imposible que se fijara en ninguno. Mi cuello bailó otra vez buscando recuperar la conexión entre nosotros. Mas por muy veloces que fueran mis movimientos, supe que era inútil. La multitud ya la había arrastrado lejos de mi alcance.
 

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