Quiero vivir en el espacio
entre las palabras,
donde algo empieza y algo acaba;
donde el viejo significado
se niega a renunciar a su esencia
y el nuevo todavía no tiene nombre,
y es solo
el soplo de un eco.
No cejo en el empeño de bailar
en el abismo, sin atreverme a dar un paso en falso, con miedo atroz a la caída,
y aún más a la parálisis. Quizá deba negarme, por razones humanitarias, a una
existencia plácida que se parezca a la felicidad. Prefiero vivir en un
espejismo. Nunca me ha gustado el suelo donde piso e intuyo, sin embargo, que
es todo lo que existe. Deshago las raíces familiares como un nudo de papel y,
en el momento de lanzarlas, quedan atadas a mis manos. Cada rosa de mis
antepasados afila sus espinas; temo que la genética de la guadaña se tome
conmigo su venganza.
Quizá el temor a la
predestinación es solo una excusa para camuflar mi falta de voluntad. No veo
los obstáculos, pero sé que están ahí y voy a chocar con cada uno de ellos.
¡Cuánta energía despilfarrada en busca de la felicidad suprema! ¿No sería más sensato admitir que solo estamos de paso y renunciar a toda absurda pretensión de trascendencia? Filosofía, religión… ¡son las peores pseudo-ciencias!
¡Cuánta energía despilfarrada en busca de la felicidad suprema! ¿No sería más sensato admitir que solo estamos de paso y renunciar a toda absurda pretensión de trascendencia? Filosofía, religión… ¡son las peores pseudo-ciencias!
Abracé el existencialismo por un tiempo; ahora veo que no es más que un complejo autoengaño: solipsismo enmascarado.
Empecé escribiendo un poema y he terminado lanzando una fútil diatriba contra el mundo, vulgares pétalos de dianas. Todos los disparos son siempre contra uno mismo. El tiempo es el mejor chaleco antibalas.
Deprimirse es un embarazo extraño, abortar una necesidad incurable.
La inteligencia es la verdadera arma de destrucción masiva. Los humanos la hemos recibido como un don maldito, aplicado en sus peores dosis. Inteligencia modesta, que solo aporta una débil comprensión del entorno, y aún más débil de uno mismo. La suficiente, sin embargo, para que se nos vaya de las manos. Somos esclavos de sus desatinadas ocurrencias, incapaces de controlar sus desmanes y su constante flujo de idioteces. Quizá la inteligencia humana solo sea una sabia herramienta de la naturaleza para extinguirnos.
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